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El que en un mismo año se estrenen dos obras de Benavente en los escenarios madrileños es signo de que los gustos corren en muy distinta dirección de lo que se suponía hace algún tiempo y síntoma de la crisis que padece la creatividad dramática en general y el teatro español en particular. No es necesario adoptar como punto de vista la idea de que exista una relación interna entre las variaciones ideológicas y las actitudes culturales, basta simplemente con considerar los datos que se ofrecen al observador. El teatro ideológico quemó sus últimos cartuchos hace ya tiempo; los experimentalismos modernistas se agotaron en sí mismos; la renovación escénica, si es que la hay, insiste más en los aspectos decorativos y espectaculares que en el contenido narrativo. Eso pasa en Madrid, en Barcelona, en París y en Broadway, Y el que la temporada madrileña arranque prácticamente con el éxito comercial de Rosas de otoño y prácticamente se cierre con la reposición, nada menos que en el Teatro Español, de La noche del sábado, es indicio más que suficiente de por dónde van los tiros y qué tipo de apuestas prevalecen por parte de quienes tratan de asegurarse un triunfo ante el público incluso en un escenario municipal.

No hay nada que objetar a Gustavo Pérez Puig. Pero su propia excusado non petita sirve de botón de muestra de los cambios producidos. Su proyecto consiste en representar una «antología de autores españoles del siglo XX», en la que como punto de partida figura esta «noche del sábado» benaventina. De los otros autores seleccionados, únicamente Valle-lnclán y García Lorca serían admitidos sin reparos por una crítica que respondiese a los patrones predominantes hace, digamos, sólo un decenio. Otros autores, entre los que se hallan Foxá, Marquina y Pemán, hubieran suscitado más que la sonrisa, el desdén. Por Luis Núñez Ladevéze Y, sin embargo, ahí está la propuesta, con Arniches, Luca de Tena, Manuel Linares y Calvo Soteio, combinados con Buero Vallejo. Lauro Olmo, Alfonso Sastre y Carlos Muñiz. Dos tendencias teatrales que no hace pocos años aparecían enfrentadas y cuyos códigos estéticos podrían resultar entonces incompatibles aparecen ahora conjugadas amigablemente como muestra antológica del teatro español representativo del siglo XX. Curiosamente, no figuran en la muestra los ensayos de vanguardismo y experimentalismo cuyo símbolo más controvertido y sintomático sería, posiblemente, Fernando Arrabal.

Valores literarios

Pero volviendo a Benavente, que es lo que ahora se trata, caben pocas dudas acerca de lo que en su momento supuso su irrupción en los escenarios. Benavente cortó de raíz el patetismo retórico del teatro predecesor, expresado en la obra de Echegaray, y concluyó definitivamente con los restos de la tradición romántica. Su teatro suave, cortés, medido, reposado, técnicamente muy superior al precedente, simboliza la regeneración del drama interior, el triunfo de la artesanía, el ascenso del descriptivismo narrativo y la supremacía de los valores literarios del diálogo entre los retóricos y los decorativos.

Es el triunfo de un modernismo suavizado, que basa su comunicación con el público en la sutileza de la frase, la sátira calculada y razonable, el dominio de la carpintería escénica, la sabia conjugación del efectismo literario con la descripción de ambientes, del argumento narrativo con la exploración de la intimidad, de la acción dramática con la conflictividad moral, Muy distante de los efectismos románticos y postrománticos, el teatro de Benavente, capaz por su fecundidad de igualarse al ritmo creativo de la tradición del teatro clásico español, se inscribe en la renovación, iniciada por Ibsen, del naturalismo mediante el desarrollo del drama de ideas, una modalidad del modernismo a la que Chejov supo impregnar de poesía y de penetrante melancolía.

La noche del sábado no responde con exactitud a esos aspectos más distintivos de la obra de Benavente, De todos modos, hay que matizar que fue un escritor profuso, autor de más de centenar y medio de piezas, de las cuales la escenificada en el Español puede figurar entre las más meritorias. Es oportuno marcar el énfasis en la palabra «escenificada» porque, sin duda, ésta es una obra cuyo valor depende en gran parte de la escenificación. El autor es capaz de movilizar sobre el tablado un considerable número de personajes, lo que en sí mismo constituye un importante riesgo. Benavente afronta con soltura en muchas de sus piezas ese desafío, de cuya solución depende en ciertos casos la diferencia entre un autor que demuestra dominar las dificultades de la acción dramática, y un comediógrafo de turno. Pero La noche del sábado procede de la primera época del escritor, cuando su nombre comienza a brillar con voz propia, a suscitar la atención y a despertar esa admiración de una burguesía ilustrada que nunca le faltó. Tal vez resulte por ello una obra más artificiosa y más antigua que otras del dramaturgo. Más antigua para los gustos del espectador actual que Rosas de otoño, pero también menos clásica, por más prematura, que Los intereses creados.

Presente histórico

La dirección de Mara Recatero ha insistido en todos los aspectos que responden a la intencionalidad literaria, expresiva y efectista del original. Se trata de una obra principalmente descriptiva y colorista, donde pesa más el planteamiento discursivo de la acción que el desenlace mismo. Benavente juega con el tiempo para desarrollar parsimoniosamente los aspectos de un conflicto que se va retrasando, El presente histórico ocupa más tiempo del relato que el presente real, rasgo que suele presentarse con frecuencia en el teatro benaventino. La noche del sábado tiene algo de retablo preciosista, con su ambiente recargado de connotaciones históricas. sus protagonistas aristocráticos, el lujo colorista del atuendo y la promiscuidad de personajes, Mara Recatero no rehúye, además, esos aspectos de la obra, insiste en ellos, así como en el lento desfile de las secuencias, y potencia los signos efectistas, como ese circo que se representa sobre el escenario, con admirable naturalidad. Todo funciona bien en la acción y en la disertación, a pesar de la dificultad de movilizar sobre la escena tan considerable reparto. Gemma Cuervo demuestra su maestría. Su presencia en el tablado, en su papel de Imperia, resuelve por sí sola la escena. Todos los demás personajes funcionan al unísono como un formidable mecanismo de relojería a cámara lenta, desde Vicente Parra, como «príncipe Miguel», a Juan Carlos Naya, como «príncipe Florencio». No hay ningún reparo que oponer a la dirección, a la escenografía, al montaje y a la declamación.

Y, sin embargo, La noche del sábado queda lejana y resulta fría, poco convincente, para el espectador de hoy. No es teatro clásico pero tampoco es el teatro vigente, ni aun teniendo en cuenta que hoy lo vigente es más lo conservador que lo experimental, la crítica moral que la denuncia por principio.