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Nada más central a la sociedad alemana que el problema de la culpa. Y quizá tampoco ningún otro país en el que el pasado y la memoria colectiva pesen tanto. La tragedia alemana de este siglo es la tragedia europea en estado puro. De ahí que las cuestiones de la identidad alemana, de las relaciones de Alemania con su pasado, su memoria colectiva y su difícil historia afecten de manera sismográfica al resto del continente.


LAS CATARSIS RECURRENTES SOBRE LA CULPABILIDAD COLECTIVA del pueblo alemán por los horrores del nazismo, a los que la opinión pública del país -eje de la Unión Europea se somete periódicamente, tienen una dimensión cultural y psicoanalítica, pero también política y económica.


LA INAUGURACIÓN DE LA REPÚBLICA DE BERLÍN


El más reciente debate, generado a raíz del discurso de agradecimiento del escritor Martin Walser con motivo de la recepción en Frankfurt en el pasado mes de octubre del Premio de la Paz de los libreros alemanes, ha tenido lugar, además, en un momento particularmente significativo. Coinciden en los albores del milenio la constitución de un nuevo Gobierno, fruto de una novedosa coalición entre socialdemócratas y verdes; el traslado de la capital a Berlín y la transformación de esta ciudad en un símbolo de la nueva Alemania surgida de la reunificación; además, Alemania asume la Presidencia de la Unión Europea en una situación particularmente delicada para la Unión, cuando los problemas no hacen más que acumularse y mostrarse casi irresolubles, y Europa se ha embarcado con el euro en su proyecto más ambicioso.


Alemania recibe el liderazgo formal de la Unión Europea en una coyuntura de importante redefinición de la política interna alemana, con la propuesta de un nuevo modelo de relaciones socioeconómicas, y ante decisiones ineludibles sobre el futuro de la Unión, en medio de una polémica particularmente agria sobre su financiación, la reforma institucional y la ampliación al Este. Significativamente, en esta situación se abre la discusión sobre el peso de la culpa alemana, sobre lo que Walser llegó a describir en su discurso como la «presentación permanente de nuestra ignominia».


El debate —literalmente— ha conmocionado durante varios meses a la opinión pública alemana. Walser se había ocupado con anterioridad del problema de la culpabilidad alemana y de la presencia siempre viva del pasado alemán, pero al hablar en esta ocasión del hastío ante la utilización constante de la barbarie nazi con el dedo acusador dirigido hacia los alemanes, el escritor supo acercarse a fibras muy sensibles de la sociedad alemana. La polémica subió de tono cuando el Presidente del Comité Central de los judíos alemanes, Ignaz Bubis, reaccionó con fuerza contra el discurso de Walser, calificándolo de «incendiario intelectual» por querer borrar del pasado la memoria de Auschwitz. La intervención posterior de Klaus von Dohnanyi, un muy conocido político socialdemócrata y ensayista, ratificando las palabras de Walser, y, sobre todo, la avidez con la cual determinados periódicos han querido convertir esta polémica en un debate sobre aspectos esenciales de la identidad cultural alemana, muestra la extraordinaria ductilidad de la actual situación alemana.


Lo que está en juego es el consenso fundacional de la Alemania de posguerra. Al menos es así como lo interpretan la mayoría de los analistas alemanes, y quizá sea éste el dato más llamativo que avale la conciencia de un cambio de era, precisamente la exigencia, sentida como inaplazable, de una reconducción esencial de la cuestión de la identidad alemana. Esta nueva sensibilidad, deseosa de la «normalización» alemana, es decir, de que Alemania vuelva a encontrar un lugar no traumático en el conjunto de las naciones, con un sentimiento nacional similar al de las grandes naciones europeas y con una presencia internacional correspondiente a su poder económico, se entrecruza con la llegada al Gobierno de la generación del 68, con las experiencias y frustraciones, por tanto, de una generación de políticos que reemplazó en sus propias biografías la derrota de la oposición anti-sistema por una vertiginosa y pragmática carrera hacia el poder.


Esta nueva situación aparece así como el verdadero final del período de posguerra, como la consecuencia lógica de los acontecimientos de 1989 y la reunificación alemana. Schröder, al anunciar la inauguración de la República de Berlín, no estaría entonces únicamente instrumentalizando las percepciones y los difusos sentimientos de gran parte de la población alemana, sino además sentando las bases de una nueva constelación política y cultural.


Ciertamente, las percepciones, sensibilidades y sentimientos son en Alemania un factor no pequeño de las realidades políticas. Ahora bien, ¿bastaría todo ello para afirmar que la identidad alemana se vuelve a plantear en los términos clásicos —e históricamente dramáticos para Europa— de la nación alemana? ¿En qué medida el mito de la nueva «República de Berlín» supone una cesura o una continuidad con la historia alemana, en primer lugar con la historia inmediatamente anterior, es decir, con la normalidad provisional de la República de Bonn, pero, aún más revelador, cuál es la continuidad con la historia anterior a Auschwitz y el nacionalsocialismo?


Para intentar responder a estas preguntas hay que considerar que, después de la Guerra, la República Federal se constituye sobre tres premisas fundamentales.


En primer término, sobre el rechazo al nacionalsocialismo y a los horrores nazis como encarnación del mal en la historia. Por tanto, a partir de la interpretación del fenómeno del hitlerismo como una perversión, y no como una derivación de la historia alemana. No existiría una culpa colectiva del pueblo alemán —en cuanto tal, en realidad un concepto abstruso e inconcreto— sino una seducción colectiva, una manipulación extremadamente hábil y particularmente perversa de las conciencias. Existiría, sí, una excepcionalidad de la historia alemana, un Sonderweg, pero esa excepcionalidad procedería de la radicalidad con la cual Alemania habría experimentado en su propia piel los rasgos más oscuros del pensamiento europeo. Justamente el destino alemán consistiría en participar hasta las heces en la tragedia europea.


La interpretación oficial del problema de la culpa en este sentido la realizaría Karl Jaspers ya en 1946, al afirmar que «si analizamos nuestra propia culpa hasta sus orígenes toparemos al final con el ser humano, que, en la forma alemana, arrostra una culpabilidad peculiar y espantosa, pero que es a fin de cuentas una posibilidad ínsita en el hombre en tanto que tal». Jaspers expresaba así, nada más acabada la Guerra, la ambivalencia de la situación moral alemana, la dificultad de absolver el estigma de la culpa por medio del recurso a la capacidad genérica de destrucción de la especie humana. Sin ir más lejos, el propio Jaspers pondría el dedo en la llaga al escribir a renglón seguido que «de hecho, sería una falsa disculpa si nosotros los alemanes quisiéramos aminorar nuestra culpa reduciéndola a la culpa de la humanidad. La reflexión no puede traer consigo un alivio, sino una mayor profundización». Una profundización que debería conducir, según Jaspers, a una «purificación », un proceso ante todo individual, pero también colectivo.


La República Federal, la «pequeña Alemania» de Bonn, surgiría y fundamentaría su consenso para la reconstrucción económica durante los años cincuenta y hasta mediados de los sesenta, como resultado de esta dualidad. Por una parte, la exigencia de legitimarse ante los aliados con el mayor grado de pureza democrática posible, distanciándose de cualquier reconocimiento de una responsabilidad colectiva que hubiera podido establecer la más mínima continuidad con el régimen anterior; y, por otra parte, la necesidad de diluir cualquier rastro de continuidad, fuese en el terreno de las biografías personales, empresariales o institucionales, o fuese en una rememoración excesivamente viva del pasado, que hubiera podido poner en entredicho la tesis del éxito del proceso de desnazificación, educación democrática y «normalización» de los nuevos alemanes.


Sin embargo, ya durante los años sesenta, la progresiva salida a la luz y conocimiento de las dimensiones y los detalles de la barbarie nazi y, sobre todo, del grado de participación por negligencia u omisión de amplios sectores de la población alemana, hizo evidente la perentoriedad de un nuevo tratamiento terapéutico del problema de la culpa. Revisando algunas de sus iniciales posiciones, Jaspers volvería a escribir, ahora ya en 1962, que «la población que empleó todas sus fuerzas al servicio de un Estado criminal ya no puede ser tratada con indulgencia. Millones de personas de los pueblos sometidos habían sido deportados a Alemania como trabajadores esclavos y diariamente partían trenes para transportar a los judíos al lugar en el que serían gaseados… Por todo ello, no cabía ya, frente a aquella absoluta falta de escrúpulos, ninguna moderación, tal vez ni siquiera con las instancias inferiores»1.


Ante la cuestión de afirmar una culpabilidad colectiva y la posibilidad de extender una condena global, Jaspers mantendrá, sin embargo, abierta la determinación del sentido de la hybris del pasado alemán, introduciendo curiosos mecanismos compensatorios con las acciones de los aliados, y así prolongar la tesis de una responsabilidad común de la especie: «Ni el principio del dominio de Estados libres ni, en particular, instancias que no han sido aprobadas en modo alguno por los propios gobiernos, pueden proceder a realizar destrucciones planificadas militarmente innecesarias para oponer al terror del gobierno alemán el terror contra la población alemana. Hubiera sido magnífico y hubiera convertido el proceso en un acontecimiento universal por completo diferente, si también esos crímenes hubieran sido llevados ante su foro»2.


DE LA CULPABILIDAD MORAL A LA RESPONSABILIDAD HISTÓRICA


La revuelta estudiantil del 68 reaccionaría en gran parte contra la ficción de que la terapia aplicada a la sociedad alemana había tenido éxito. Durante los años setenta, el deseo de «purificación» se agudizaría; buena prueba de ello es que es en estos años cuando se produce el mayor número de casos de desvelamiento de antiguos dirigentes nazis reconvertidos en honorables e influyentes ciudadanos, en profesores universitarios, empresarios o, justamente, en políticos. El caso del Presidente de Baden-Württemberg, Filbinger, marcaría en este sentido, sin duda, el punto álgido.


Con la llegada al poder de los Gobiernos socialdemócratas y, en particular, en la época de Willy Brandt como Canciller, se ensayaría una nueva relación con la historia alemana reciente. La cuestión de la culpa se desplazaría desde la perspectiva moral a la responsabilidad histórica. Se produce en este periodo una «historización» del problema de la responsabilidad colectiva, fruto del progresivo distanciamiento en el tiempo de la época nazi, de su creciente tratamiento científico por los historiadores profesionales, y de la exigencia de las nuevas generaciones de desprenderse de los tabúes y ambigüedades de la generación que había vivido directamente bajo el régimen nacionalsocialista.


Es en este contexto en el que se actualiza el segundo basamento del consenso subyacente a la República de Bonn: la memoria viva del Holocausto debe preservarse para las generaciones futuras. Se establece así la continuidad perdida con la historia alemana anterior a Hitler. El nacionalsocialismo y Auschwitz entran a formar parte de la historia alemana, pero como su plexo, como su imagen inversa, como su dialéctica negativa. Como la memoria de lo que nunca puede volver a ocurrir desde el suelo alemán. La protección de la memoria del Holocausto se convierte de esta manera en el nuevo índice de la legitimación democrática. Las disquisiciones pseudoteológicas sobre el peso de la culpa colectiva son entonces reemplazadas por la presencia permanente del Holocausto como hecho histórico que debe ser mantenido vivo y actual ante la conciencia de los alemanes.


Se produce entonces la omnipresencia de Auschwitz: la presencia permanente del mal como garantía de que lo que se hace está bien. Esta presencia obsesiva y autorreferencial de los horrores nazis corre pareja con la intronización, durante la década de los setenta, de la nueva intelligentzia de izquierdas en los medios de comunicación y en las Universidades. Auschwitz comienza a convertirse en un referente universal, aplicable como límite y presencia permanente del mal histórico a cualquier situación.


Al ser diluido el problema de la responsabilidad moral en una presencia universal, Auschwitz se convertiría progresivamente en un símbolo, en un referente cada vez con menor significado. Se comenzaría a producir paulatinamente la ritualización, la utilización del referente Auschwitz como argumento no racional en un número creciente de situaciones: frente al adversario político; a la hora de justificar determinadas decisiones en política internacional; en cualquier discusión sobre opciones valorativas o ideológicas. Paradójicamente, el vaciamiento de la sobrecarga moral del problema de la culpa llegaría a producir un moralismo omnipresente, en donde el mantra Auschwitz suministraría
un fondo ilimitado de legitimación negativa.


MARTIN WALSER Y EL HASTÍO SOBRE AUSCHWITZ


Es esta instrumentalización de la barbarie nazi, este vaciamiento de significado y su manipulación anti-histórica, el hecho que constituye uno de los ejes principales de la posición de Martin Walser.


El fenómeno de ritualización y de instrumentalización de la pesada carga alemana llegaría a alcanzar el cénit durante la década de los ochenta, con su completa apropiación mediática a raíz de la serie televisiva Holocausto. La emisión continuada de los diferentes capítulos de la serie supuso una conmoción nacional, un auténtico shock colectivo, que tuvo como efecto la escenificación definitiva de Auschwitz. A partir de este momento, la presencia viva del pasado se convirtió en una neurosis mediática y, por ende, en el referente en el que se concentraría todo el pasado de Alemania.


Esta obsesión por la cuestión del holocausto y la responsabilidad histórica alemana no estaría exenta de una cierta auto-flagelación y un notable narcisismo, como se haría particularmente patente con motivo del rotundo éxito de la publicación del libro de Daniel Goldhagen sobre la participación de la población alemana en la maquinaria del genocidio nazi. Goldhagen, un joven politólogo judío-americano, cuya familia había sido parcialmente aniquilada en los campos de concentración alemanes, intentaría demostrar la tesis de una responsabilidad masiva de la población alemana en el exterminio nazi, llegando incluso a hablar de «un pueblo de asesinos». Lo curioso del caso Goldhagen fue que su libro, frontalmente acusatorio (y, por otra parte, de dudosa base científica) y, sobre todo, él mismo, la figura del inquisidor del antisemitismo esencial del pueblo alemán, fueran aclamados como un acontecimiento liberador.


Este sentimiento terapéutico, este deseo de poder ser redimidos colectiva e individualmente de una más que pesada e insoportable carga sólo se entiende desde la instrumentalización mediática a la que nos hemos referido. Pero la necesidad de terapia social y de liberación de la obsesión de la culpa muestra también hasta qué punto la cuestión central (para Alemania, sin duda, pero también para Europa) de la identidad alemana ha sido reprimida desde el fin de la guerra por la neurosis de la responsabilidad por el holocausto. De manera harto narcisista, la sociedad alemana ha sido incapaz de poner punto final a su permanente autoflagelación y autocontemplación, y pasar a resolver cuestiones bastante más acuciantes, como su posición en el mundo y en la Unión Europea, su relación con los países del Este y Rusia, o la más que perentoria reforma del corporativismo de su modelo socioeconómico.


Es esta constelación de rigideces psicológicas y de deseo de normalización de la cuestión alemana, lo que explica el efecto ilimitado del discurso del escritor Martin Walser y del posterior debate con Ignaz Bubis y Klaus von Dohnanyi.


No es por ello en absoluto casual que en la justificación de la concesión del Premio de la Paz, la Asociación de Editores y Libreros alemanes hiciera expresa mención al hecho de que la obra de Walser «haya acompañado la realidad alemana de la segunda mitad del siglo, describiéndola, comentándola y tomando parte en ella». La narrativa y el ensayo de Walser habrían cumplido la función de «explicar a los alemanes su propio país, y de explicar a Alemania al mundo, acercándolos».


El discurso de Walser, meticulosamente medido para lograr el efecto esperado en cada una de sus palabras, fue entendido, a pesar de sus alambicadas frases, como «claro, directo y, a menudo, duro».


Walser pondría el dedo en la sufrida psique alemana al afirmar que «ninguna persona responsable niega Auschwitz, pero al ser confrontado por los medios de comunicación cada día con este pasado, me doy cuenta de que algo en mí se rebela contra la constante presentación de nuestra vergüenza, y empiezo a mirar a otra parte. Me gustaría comprender por qué en esta década el pasado se nos presenta cada vez más y más a menudo».


El eje central de las palabras de Walser lo constituiría la cuestión de la manipulación interesada de Auschwitz y la necesidad de una normalización definitiva. Auschwitz —señalaría el escritor de La niñez defendida— no puede ser utilizado como una amenaza constante, como una intimidación, que pueda ser instrumentalizada en cualquier momento como una condena moral, o simplemente como un ejercicio compulsivo. ¿Por qué se despiertan tantas sospechas cuando alguien dice que los alemanes son ahora un pueblo normal, una sociedad como las otras?».


REPARACIONES ECONÓMICAS E INTEGRACIÓN EUROPEA


Con ello se sugiere el tercer elemento del consenso fundacional de la República de Bonn y las consecuencias más inmediatas del debate sobre el problema de la culpa. Para la generación de posguerra, para los Adenauer, Schmidt, Kohl, y aún para Erhardt y Willy Brandt, la responsabilidad moral y/o histórica alemana llevaba también consigo unas consecuencias de tipo político y económico. La culpa alemana debía llevar, en primer lugar, a la reconciliación con los antiguos enemigos; pero, además, debía ser resarcida
por medio de reparaciones económicas.


La voluntad de reconciliación bebía de fuentes religiosas, de un intento de cubrir con el manto del reconocimiento la ofensa y pedir así perdón por los errores cometidos. De este profundo sentido histórico, aunque no sólo histórico, estuvo impregnada la política de reconciliación con Francia de Adenauer y la génesis de la construcción europea. La religación entre Alemania y Francia en el pacto bilateral, verdadero vínculo de reconciliación que se halla en la base de la concertación franco-alemana, y el similar proceso con los países del Benelux y con Italia son el origen y el genuino núcleo duro de la Comunidad Europea. El concepto de «comunidad» tiene su sentido más profundo en esta voluntad de
religación, y, a partir de ahí, del destino común que surge de la voluntad de reconciliación. No es casual que la desaparición de la generación de posguerra y de la vivencia directa de este anhelo de reconciliación haya emplazado a la construcción europea ante su actual y profunda crisis de identidad.


Pero el resarcimiento de la culpa llevaba aparejada un segundo componente, el de las reparaciones económicas. El consenso de la República de Bonn cristalizó en torno a la aceptación de que la República Federal debía compensar económicamente a las víctimas del nacionalsocialismo —en primer lugar, al Estado de Israel y a las comunidades supervivientes de judíos alemanes—, pero también a sus enemigos durante la Guerra. La República Federal sugería también de esta manera que era ella —la «pequeña Alemania»— la única sucesora de la vieja construcción nacional alemana, frente al intento de la República Democrática de apropiarse de los símbolos del Imperio prusiano.


Sin embargo, conforme se fue desplazando el sentido de la culpa desde el ámbito de la responsabilidad moral al de la responsabilidad histórica, la idea de reconciliación se fue también viendo progresivamente transmutada en un cálculo de reparaciones económicas. Paradójicamente, la generalización del sentido de la culpa, su conversión en una presencia histórica permanente y legitimadora por vía negativa, hizo también que se extendiera el sentimiento de que Alemania debía pagar ilimitadamente. Se multiplicaron los fondos alemanes destinados a Israel, y Alemania se convirtió en el paymaster, en el «maestro pagador» de la Comunidad. En paralelo al éxito del milagro económico alemán, los sucesivos aumentos de la contribución alemana a las arcas comunitarias se justificaban en virtud de la responsabilidad cada vez más universal de Alemania. Cualquier movimiento alemán que pudiera interpretarse en la dirección de reducir su pesada sobrecarga histórica levantaba inmediatamente recelos y movilizaba imágenes y ejemplos del muy presente pasado.


No resulta por ello extraño que las palabras de Walser hayan sido sentidas sobre todo como una liberación por los miles de ciudadanos alemanes que le han dirigido sus cartas con motivo del intenso debate suscitado por su discurso de Frankfurt. Lo que ha acabado de colmar la paciencia de muchos ciudadanos alemanes y crispado el anhelo de «liberación» ha sido la interposición masiva en los últimos meses de demandas judiciales contra empresas y bancos alemanes por un sinfín de organizaciones y personas individuales reclamando compensaciones económicas por sus bienes perdidos y por el daño sufrido.


Es cierto que para éste, como para otros muchos temas relacionados con Alemania, la reunificación supuso una cesura esencial. Significativamente, los efectos de esta cesura no se han comenzado a percibir en toda su extensión hasta la llegada del nuevo Gobierno de coalición socialdemócrata-verde y la proclamación por el Canciller Schröder de la nueva República de Berlín.


Esta proclamación del fin definitivo de la posguerra y sus consecuencias, y la consiguiente inauguración de una nueva era, no persigue únicamente el objetivo de distanciarse del largo reinado de Kohl. Significa también que la generación del 68, llegada al poder tras su larga «marcha por las instituciones», está dispuesta a descargar a los alemanes de su difícil lastre histórico zanjando por lo sano. La tan necesaria normalización de Alemania parece querer ahora conseguirse a base de Realpolitik, de pragmatismo puro y duro en la gestión del poder. Los dirigentes del 68 intentarían así aplicar al cuerpo social alemán la misma y amarga medicina que ellos tuvieron que tragar para desprenderse de su intensa carga ideológica a lo largo de treinta años de feroz lucha política, y así hacer posible el triunfo.


El nudo gordiano de la lacerante cuestión de la identidad alemana se cortaría así por la vía aparentemente más sencilla: desprendiéndose cuanto antes de toda la carga. La carga moral, la histórica y la económica. Todas las cargas. Todos los lastres, los legítimos no menos que los excesivos. Como el propio Schröder diría abiertamente, comentando el discurso de Walser: «Walser ha expresado públicamente lo que muchos no se atreven a decir».


En efecto, para el Canciller Schröder se trata de una redención, de liberar al pueblo alemán para que pueda concentrarse en el único objetivo que cuenta: el triunfo, el éxito, la nueva República de Berlín.


Dicho con otras palabras: la muy necesaria normalización de la sociedad alemana podría correr el peligro de derivar en una falsa normalización. Qué duda cabe que la superación del autoflagelo alemán es una exigencia para la salud mental no sólo de los alemanes, sino de toda Europa. Para que los traumas de la tragedia europea dejen de perseguir al continente y deje Europa de estar paralizada para asumir su responsabilidad solidaria con el resto del mundo ante los múltiples desafíos de la tecnología, la política y la economía de un mundo global.


Pero el camino para la normalización y la recuperación del legado civilizatorio europeo no puede estar lleno de anacrónicas aspiraciones de gran potencia. Ni en el caso europeo, ni menos aún en el caso alemán.


Desde hace años, Jürgen Habermas, sin duda uno de los mejores escrutadores de las sensibilidades del alma alemana, no ha cesado de señalar que la nueva República de Berlín no debería caer en el intento de establecer viejas continuidades históricas y recrear la ficción de una soberanía nacional-estatal3.


La apuesta frente a los problemas globales de nuestro mundo no puede ser otra cosa que en favor de la plena integración europea y de la plena integración de Alemania en Europa. Sólo así podrá garantizarse una capacidad de acción renovada para nuestras viejas sociedades europeas, y sólo así podrá hacerse frente al chauvinismo del bienestar que parece atenazarlas. El debate sobre la República de Berlín y la superación de la culpa alemana no ha hecho, en realidad, más que comenzar.


NOTAS
1 Karl Jaspers, El problema de la culpa, Paidós, Barcelona, 1998, p. 111.
2 Ibid., p. 132.
3 Cfr., por ejemplo, el volumen Die Normalität einer Berliner Republik (Kleine Politische Schriften Vlll), Suhrkamp, Frankfurt, 1995.

Abogado. Diputado del Partido Popular