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Parece como si la primera existencia de Rimbaud hubiera sido una bofetada a toda esa civilización burguesa que el malditismo se propuso socavar, pero cuya denuncia muy pocos llevaron hasta el extremo que alcanzó el autor de Una temporada en el infierno. Incluso su silencio posterior, enigmático, ha dado lugar a innumerables especulaciones. Pero si resulta complicado, en ocasiones, comprender su simbolismo poético, más difícil es aún aclarar las intenciones que llevaron a este enfant terrible a desprenderse de la escritura. Aunque en castellano disponíamos ya de gran parte de su obra poética y de su correspondencia, esta edición, a cargo de Mauro Armiño, ofrece el corpus rimbaudiano completo, ordenado cronológicamente, lo que permite descubrir las claves de su evolución y el enriquecimiento paulatino de su imaginación lírica. No es menor el interés de las cartas, donde el joven poeta va descubriendo su estilo, entre la crítica a la tradición, buscando los novedosos intersticios que las modas del momento no advertían, y explicitando su vocación literaria así como su original concepción de la poesía.

El poeta, para él, es un vidente, el que explora lo desconocido, que propone el «desarreglo de todos los sentidos», la personalidad fuerte que no solo se asoma al abismo, sino que se precipita en él, el auténtico «ladrón del fuego». Y esta última expresión es atinada: Rimbaud aparece como el genio prematuro, como el adolescente que convierte su irreverencia en una impactante figura retórica. Y hay que reconocer que la llamada prometeica no es casual, como habrá de admitir quien conozca la obra de este poeta a veces misterioso, declaradamente rupturista e inclasificable.

La poesía de Rimbaud es escandalosa, intencionadamente obscena a veces, pródiga en imágenes e irreductible casi siempre a todo esfuerzo exegético. Ya en la primera parte de su producción se siente el inconformismo de quien declara que el «cielo» le resulta «demasiado pequeño» y convierte sus versos en un afilado ariete para demoler las apariencias. Pero ¿no puede ser esa vocación a la locura del joven e interrumpido poeta una consecuencia también de la hipocresía y superficialidad de una sociedad sostenida aparentemente sobre unos valores de los que implícitamente se desdecía?

Si se tratara de leer la historia de la cultura, no hay duda de que en el poeta francés se encuentra in nuce la semántica surrealista y que en su temporada en el infierno halló muchos de esos monstruos y demonios que más tarde Freud pretendió sistematizar. Pero que Rimbaud abandonara después la escritura debería servir como alerta; en el caso de Freud, su pretensión fue la normalización de la perversidad, la aclimatación del sujeto contemporáneo a la vida en el infierno de su yo. A veces, pues, la lectura de los versos de Rimbaud —entre enloquecidos y trepidantes, lúcidos y enfermizos— puede provocar desasosiego porque sus poemas viajan hacia una interioridad alienada, hacia un yo oscuro y pérfido, que sacraliza su propia irreverencia («terminé por encontrar sagrado el desorden de mi espíritu», señala el joven Rimbaud).

La poesía de Rimbaud es escandalosa, intencionadamente obscena a veces

Hay quienes han leído, precisamente, Una temporada en el infierno como un camino de redención (como explica el propio Armiño en la introducción), pero es dudoso que el protagonista de ese viaje acabe recalando en la fuente de la gracia, como pretendía P. Claudel. Porque parece que Rimbaud se consideraba condenado por la educación de su infancia.

Este fue, por cierto, el único poemario que Rimbaud publicó en vida y está compuesto en el contexto de su turbulenta relación con Verlaine, cuando más inmerso estaba en su «ebriedad alucinatoria y vidente», dice Armiño. Escrito a continuación de «Prosas evangélicas», esa obra es más bien una renuncia simbólica al catolicismo y una reivindicación del paganismo, aspectos estos que servirían para mostrar por sí solos la importancia de Rimbaud en un nuevo movimiento, claramente anticristiano, en el que podríamos incluir, junto con él, también a Nietzsche. Estas dos figuras influyeron en la transformación de sus respectivos campos y fueron unos adelantados, pues el peso y la importancia de sus contribuciones ha tardado algún tiempo en ser reconocido.

Más enigmáticos son los poemas en prosa que componen el otro libro famoso de Rimbaud, Imaginaciones, cuya disposición fue establecida por Verlaine, y en el que se produce una clara transformación formal. El poeta intenta vislumbrar el fruto de sus supuestas recreaciones, pero se presiente ya el silencio al que decidirá confinarse tras su errática existencia. Son tal vez, por los elementos oníricos que conllevan, los poemas que más influencia posterior tuvieron, sobre todo en el movimiento surrealista, y en ellos destaca el lírico empleo de imágenes sensoriales, cuyo significado no es preciso y que escapan a una lectura superficial. Pero hay que reconocer que es esa heterogeneidad simbólica uno de los aspectos más atractivos de esa compilación poética.

Si Rimbaud renegó o no más tarde de su vida demoníaca no podremos saberlo nunca. Pero como personaje, esta estrella fugaz de la poesía francesa simboliza y representa la relevancia cultural de las enfermedades del espíritu. Eric Voegelin, conocido por su famosa teoría sobre los movimientos gnósticos contemporáneos, identificaba también como factores disolventes de la cultura clásica ciertas tendencias neumopatológicas. Como en el caso de Nietzsche, también en Rimbaud se presenta una distorsión espiritual que conduce al alma hasta el volcán de la locura. En uno y en otro caso, comparece el hastío por la herencia que se les exigía encarnar y, sobre todo, la revuelta del hombre contra la trascendencia. Tanto el joven poeta francés como el polémico pensador alemán adoptan una forma de existencia que viene, de algún modo, a rubricar su obra. Como testimonio del alma encallada en su propias fantasmagorías, en sus propios demonios, el repaso por la obra poética de Rimbaud es suficientemente elocuente.

Profesor de Filosofía del Derecho. (Universidad Complutense de Madrid).