Para el filósofo coreano Byung-Chul Han, las cartas constituyen el alimento predilecto de los fantasmas. “Los besos escritos – apunta – no llegan a su destino. Los fantasmas los cogen y se los tragan por el camino”. Han piensa en la comunicación digital – de Twitter a Facebook o al correo electrónico –, pero cita a Kafka y su correspondencia con Milena, ese resto de un mundo clásico y burgués llamado a extinguirse durante el siglo XX. “¿De dónde habrá surgido la idea de que las personas podían comunicarse mediante cartas? – se preguntaba el autor checo –. Se puede pensar en una persona distante, se puede aferrar a una persona cercana; todo lo demás queda más allá de las fuerzas humanas”. Y, sin embargo, ¿qué es la literatura sino un registro de los espectros que iluminan o ensombrecen la vida? Los fantasmas se alimentan de nuestros besos escritos, del mismo modo que nosotros nos alimentamos de ese diálogo – ficticio o no – que se sostiene en el espacio y en el tiempo, entre el que escribe y el que lee.
En A la carta. Cuando la correspondencia era un arte (Elba, 2014), Valentí Puig antologa uno de los rostros posibles de la civilización, antes de que la inmediatez de lo digital sustituyera la espera, siempre anhelante, de la respuesta epistolar: de Franklin D. Roosevelt escribiendo a Winston Churchill un 8 de diciembre de 1941 – “Hoy estamos todos en el mismo barco con usted y el Imperio británico, y es un barco que no será hundido, que no puede ser hundido” – a Francis Scott Fitzgerald exhortando a su hija que no se preocupase “por la opinión de los demás, por el pasado ni por el futuro, por el triunfo ni por el fracaso, a menos que fuese culpa suya”. En su selección, Valentí Puig nos ofrece un sabio recorrido por la arquitectura privada de estos dos últimos milenios, un testimonio del valor de la mirada: una mirada concreta y personal, culta y universal, sobre las estancias nobles de la civilización.
Como en todas las artes antiguas, la correspondencia exigía cumplir con el sosiego de un tiempo ritualizado.
En una época anterior a los emoticonos, la densidad semántica del texto suplía la asepsia ocasional de los sentimientos. Al igual que en la literatura, lo importante sucede por debajo, como una luz que traspasa las teselas agrietadas de un mosaico. “En las cartas – escribe Valentí Puig – se hace crónica de la historia privada de las naciones, con el contrapunto de una emoción personal”. Confidencias amorosas, coquetería insustancial, filosofía política, decepción y desengaño, las artes de la educación… todo cabe en este género. Entre los clásicos, Lord Chesterfield, que se esmeró en enseñarle a su hijo las virtudes parisinas de la désinvolture; Flannery O’Connor, cuyas cartas iluminan una parte sustancial de su obra; y, por supuesto, el embajador Kennan, en cuyo epistolario la Guerra Fría pasa por el tamiz del pesimismo. Los tres volúmenes de las cartas de Isaiah Berlin nos resarcen de unos dietarios que no se escribieron o que nunca han sido publicados. Bonhoeffer y Hillesum reflexionaron sobre el Holocausto con una profundidad que sigue siendo fecunda. Cabe leer, en definitiva, el gozo del Gran Siglo francés con la mirada femenina de Madame de Sévigné.
Reivindicar el género epistolar – como hace Valentí Puig en este libro – supone preguntarse también por el andamiaje impúdico de nuestro tiempo, que ha hecho del exhibicionismo un signo de identidad. A ritmo de Whatsapp desvestimos nuestra interioridad, perdiendo en ello gran parte del grosor de la existencia. Leonardo escribió que “el rostro es la cárcel del amor”, dando así a entender que la vida íntima es lo que retenemos para nosotros, para nuestra familia y para el círculo de amigos más cercanos. Las cartas atestiguan las virtudes de lo privado, esa luz de las estancias holandesas que ayudó a sedimentar lo mejor de la civilización europea. Al menos, en nuestra imaginación. Al menos, para nuestra sensibilidad ética y estética. Si ése es el alimento de los fantasmas, bienvenido sea.