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El año pasado se publicó un libro importante: The Year of Our Lord 1943 de Alan Jacobs, en Oxford University Press. Que no se haya traducido al español todavía puede explicarse porque el libro analiza la posición intelectual de varios escritores de las potencias aliadas a partir del momento en el que se dan cuenta de que iban a ganar la II Guerra Mundial. Ni España participó en la guerra ni se estudia (¡ni se nombra!) a ninguno de nuestros pensadores o escritores. Los analizados son los franceses Simone Weil y Jacques Maritain, el norirlandés C.S. Lewis, el inglés W. H. Auden y el anglo-americano T. S. Eliot.

The year of Our Lord, 1943, de Alan Jacobs, 280 págs.

El punto de partida es la inquietud de muchas de las mejores mentes de los países aliados acerca del modelo de sociedad que los aliados tenían que ofrecer para cuando terminase la II Guerra Mundial. A partir de ese reto, como afirma Jacobs: «Muchas de las ideas más ambiciosas y provocativas de aquellos años surgieron de un pequeño grupo de pensadores cristianos». Aunque el ensayo estudia pormenorizadamente a los cinco autores citados, insiste y demuestra que era una amplia constelación de pensadores (ampliamente referenciados, con numerosa bibliografía propuesta) los que estaban muy preocupados por el futuro y buscaban «cimientos de valor» sobre los que reconstruir un mundo que estaba destruyéndose.

El papel del intelectual

Jacobs sabe lo que se trae entre manos y dedica un capítulo entero («Learning in War-Time») a analizar el papel del intelectual ante una crisis de dimensiones mundiales. Casi todos los protagonistas del libro se plantearon en algún momento la utilidad del pensamiento y la creación literaria cuando lo que el mundo parecía necesitar eran armas y producciones industriales. Resultan apasionantes sus problemas de conciencia y la respuesta casi unánime que se dan todos, sin ponerse de acuerdo, por pura deducción. El trabajo intelectual en sí no es más digno que ningún otro ni mucho menos más heroico, pero resulta fundamental para ofrecer razones para combatir y para afrontar los retos del futuro.

Robert M. Hutchins presidente de la Universidad de Chicago, se preguntó en una conferencia: «¿Qué es lo que defenderemos?» y avisaba que «nuestra capacidad de contestar a esa pregunta es mucho más importante que la cantidad o la cualidad de aviones, bombas, tanques, lanzallamas y las diversas municiones que podamos oponer al enemigo».

La preocupación de todos ellos era no caer en un implícito mimetismo del modelo hitleriano

Con un gran despliegue de datos y un consistente aparato crítico, Alan Jacobs demuestra que la preocupación preponderante entre estos intelectuales cristianos (ya fuesen católicos como Maritain, anglicanos como Eliot o heterodoxos como Simone Weil) era no caer en un implícito mimetismo del modelo hitleriano, sino ofrecer una civilización distinta, coherente, consistente y fecunda.

La democracia por sí misma es sólo un método de gobernar, sostienen, al que se le pueden contagiar o inocular las mismas bases filosóficas del nazismo. El filósofo Mortimer Adler llegó a advertir: «Estamos mucho más cerca de Hitler de lo que nos atrevemos a admitir. Si todo es una cuestión de opinión y cada cual puede sostener lo que le parezca y el éxito es el test de la verdad, lo correcto termina estando del lado de quien tiene mayores batallones». Solamente la verdadera justicia, bien articulada y racionalmente defendida puede resistir el totalitarismo.

Por ello, otro capítulo del libro recoge los alegatos contra la fuerza como elemento legitimador del Derecho y de la política. Simone Weil escribió en su ensayo sobre la Iliada las advertencias más vibrantes contra el poder, que ella llevó a su propia vida hasta extremos heroicos, escogiendo siempre el bando de los más débiles. Pero es una constante de todos estos pensadores y de muchos otros, como Hannah Arendt. El peligro del positivismo jurídico, cuya magnitud pudo verse en los juicios de Nüremberg, era temible y no sólo se percibía entre los enemigos, sino en los planteamientos de la propia retaguardia.

En esa línea, el autor recoge múltiples advertencias contra el utilitarismo, cuya intromisión en las universidades parecía especialmente insidiosa. El esfuerzo por recuperar el humanismo, los grandes temas de la civilización occidental y los clásicos surge alrededor de esos años y no por casualidad. La vida necesita tener un sentido, como defendería Albert Camus, entre tantos otros. El sentido puede ser altísimo y digno o pueden darlo las ideologías políticas o las promesas de falsas utopías terrenales, como estaban comprobando en sus carnes durante la guerra.

La tecnología potenciaba el positivismo, el utilitarismo, la burocracia y el intervencionismo estatal

Una estridente aversión a la tecnología recorre el pensamiento de los cinco protagonistas del libro. Con más o menos grados, la ven como una fuerza ciega que termina alienando lo humano. Ayudaba, por supuesto, la percepción de que el Tercer Reich era, más que nada, una gran potencia tecnológica, pero había razones más profundas.

La tecnología potenciaba el positivismo, el utilitarismo, el sentimentalismo, el relativismo, la demagogia, la burocracia y el intervencionismo estatal. El ensayo recoge perspicaces llamadas de atención ante todos estos peligros de la modernidad, contra los que entendían que se ha de luchar con análogo empeño que con los fascismos.

El caso de la tecnología puede servirnos de ejemplo para mostrar la verdadera importancia del ensayo de Alan Jacobs. Sin duda, su lectura es muy interesante desde una perspectiva histórica y muy enriquecedora desde un punto de vista literario, pero lo más urgente es su aplicación a nuestro mundo, tanto en el diagnóstico como en la propuesta de soluciones.

Apenas hay riesgo para las democracias occidentales que ellos no detectasen que haya crecido en la actualidad

Los problemas que aquel pequeño grupo de intelectuales fue capaz de vislumbrar y prever en 1943 no han hecho sino aumentar de forma exponencial en estos tres cuartos de siglo. Apenas hay riesgo para las democracias occidentales que ellos no detectasen que haya crecido en la actualidad. Situarnos, por tanto, en 1943 nos sirve como esos dos pasos atrás de que quien contempla un cuadro para valorar mejor el paisaje.

En el espejo de la Europa de la II Guerra Mundial podemos ver inquietantemente bien la Europa de la actualidad, sobre todo porque estos intelectuales eran muy conscientes de que la guerra era la terrible manifestación externa de profundísimas corrientes subterráneas aún más venenosas. En Cartas del diablo a su sobrino, C. S. Lewis, a pesar del humor finísimo, transparenta esta situación con mucha claridad.

La sensación que muchos de ellos tuvieron de que las potencias aliadas estaban ganando la guerra para perder la paz, pudiera parecernos exagerada. No en vano Jacques Maritain tuvo en los años siguientes una gran influencia política en los partidos democristianos que tanto poder tuvieron en Italia o Alemania y algo menos en Francia. Y el pensamiento político de T. S. Eliot caló en las corrientes más conservadoras de Inglaterra.

Sin embargo, en efecto, la sensación de que a la larga el positivismo, cierto nietzscheanismo utilitario y la tecnocracia terminarían triunfando si no se les oponía un vigoroso humanismo cristiano, ha devenido realidad en nuestro siglo XXI. El lector asiste asombrado a unos juicios sobre su tiempo que terminan siendo exactas descripciones del nuestro.

Soluciones perennes

The Year of Our Lord 1943 recoge, además del diagnóstico y la profecía, una serie de soluciones y tratamientos. Fiándonos de la autoridad adquirida por quienes fueron capaces de identificar las enfermedades con tanta precisión como previsión, podemos considerar las terapias que propusieron. Si entonces no funcionaron a largo plazo, fue porque faltó la voluntad de aplicarlas y se rompió, en cierto modo, la continuidad intelectual. Quizá el secreto propósito de Alan Jacobs sea restablecer la influencia de estos pensadores y su recepción en el momento actual.

Aunque cada uno de ellos usó su terminología particular, todos proponían una vuelta a la dignidad inalienable de la persona, al humanismo integral, al pensamiento cristiano, a los libros clásicos y al estudio profundo de los maestros.

En sus comentarios sobre el presente invocan constantemente la guía de los grandes como Shakespeare, Cervantes, Homero, John Milton, el doctor Johnson, etc. Como resume Jacobs: «Compartían el convencimiento de que la restauración [de los valores eternos] no sería conseguida solamente ni tampoco primordialmente por la Teología como tal, sino también y más eficientemente a través de la filosofía, la literatura y las artes». A través de esas actividades (que Jacobs cree que lo mejor es llamar “humanísticas”) llegará la real renovación o, si fuese necesario, el revulsivo que la civilización occidental requiere.

Con la excepción de Maritain, nuestros autores dieron un paso más hacia dentro y se centraron en su labor creativa

Con la excepción de Jacques Maritain, que desarrolló después de la guerra un incansable activismo político, y de Simone Weil que murió en 1943, los demás, que habían acariciado la idea de un compromiso político más directo, fueron entendiendo que su campo de batalla estaba en la propia creación artística y en la influencia social a través de las mentes y los corazones de los lectores.

Nuestros autores dieron un paso más hacia dentro y se centraron en su labor creativa. C. S. Lewis fue muy consciente del valor de la narrativa para cambiar las mentes y de la imaginación para transformar la sociedad. Eliot, en sucesivos ensayos poéticos, va tomando conciencia de que el poeta ha de intervenir en la sociedad principalmente a través del idioma común, enriqueciéndolo y afinándolo. Auden buscó una poesía con un compromiso histórico, que no dejase jamás de ser una poesía extraordinaria. Simone Weil dejó escrito que para llegar lejos, mucho más útil que pisar tanto el acelerador, es llenar el depósito de gasolina. Con esta metáfora tan mecánica quería, paradójicamente, convencernos de la importancia del enriquecimiento interior y espiritual.

Frente a una sociedad que se lanzaba de cabeza al vertiginoso deportivismo del lema olímpico en sus variantes tecnológicas, industriales y de entretenimiento: Citius, altius, fortius («más rápido, más alto, más fuerte»), lo que estos intelectuales proponían era lo que, en acertado aforismo de José María Jurado, ofrece el arte y el humanismo: «Más lento, más hondo, más suave».

Cuando se cierra este ensayo se asume que todavía estamos a tiempo, si no cerramos los ojos a la luz cegadora de unos análisis tan valientes. Entre otras cosas, porque las soluciones ofrecidas no caducan con el tiempo: son los valores inmortales de la cultura y la civilización.

Poeta, crítico literario y traductor.