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Son tantos y tan diversos los actos ya celebrados o previstos en numerosos países americanos y europeos para este año de gracia de 1992, que al ciudadano de a pie no la cabe duda de que algo importante se rememora. De lo que no está tan seguro es de qué se trata: ¿del descubrimiento europeo del Nuevo Mundo?; ¿del encuentro de razas y culturas que en él tuvo lugar a partir de entonces?; ¿de la transformación del Atlántico de barrera infranqueable en camino muy transitado, como sugiere la exhibición sobre «El hombre, el buque y el mar» que va a inaugurarse en Génova?; ¿de los nuevos horizontes físicos y mentales que nos han ido abriendo los humanos impulsos de curiosidad y aventura, como pretende mostrar la ya famosa «Expo» de Sevilla?; ¿de la dispersión mundial de especies vegetales y animales, cual va a presentarse en «Simientes de cambio», la mayor de las exposiciones organizadas en el Museo Nacional de Historia Natural de Washington D.C., y que ilustrará el papel histórico desempeñado en los cinco últimos siglos por el maíz, la patata, el caballo, el azúcar y los microbios patógenos?; ¿o quizás de la invención de la contabilidad por partida doble, evocada en la muestra sobre «500 años de técnicas contables» que se va a inaugurar en Columbus, Obio?.

Tampoco existe unanimidad, sino confusión y antagonismos, acerca del significado de las conmemoraciones. ¿Se trata de celebrar acontecimientos meritorios y creadores, sea mediante la construcción de un faro-mausoleo en Santo Domingo, o de una estatua en Columbus, Wisconsin, o a través de ia singladura transatlántica de réplicas de las naves que la llevaron a cabo hace medio milenio? ¿Procede, por el contrario, denunciar-en vez de celebrar acontecimientos del pasado que reflejan, no la grandeza de los hombres, sino su arrogancia y brutalidad, tal como pretenden hacer en Quezaltenango, Guatemala, los organizadores de un «Encuentro continental» proyectado para Octubre próximo? ¿Es preferible reflexionar acerca de la dimensión ética de ciertos hechos históricos y de sus consecuencias, como lo ha intentado, por ejemplo, en Estados Unidos, el National Council of the Churches of Christ, por cierto, con resultados que -muy benévolamente- pueden calificarse de desafortunados? ¿O sería mejor limitarse a estudiar esos hechos científicamente, tal se ha pretendido en el Congreso Internacional que en Diciembre último organizó la Real Academia de la Historia? ¿O se trata, tal vez, simplemente de negociar, bien sea con el rodaje de películas y series televisivas sobre Colón, o provocando corrientes turísticas por cualquier medio, o fabricando y poniendo de moda millones de camisetas, llaveros, encendedores y demás quincalla estampada con símbolos y motivos colombinos? No parece ocioso despejar algunos de estos interrogantes y puntualizar ciertos extremos polémicos.

Un largo proceso histórico

Colón y sus tripulaciones hallaron en 1492 seis remotísimas islas, una ruta para regresar desde ellas a Europa y las suficientes muestras de oro para que sirvieran de estímulo a posteriores navegacionesa aquellos parajes. Aunque a tales hechos se les considere hoy el descubrimiento de América, éste no fue sino el resultado de un proceso histórico complejo y de larga duración, cuyo inicio podria remontarse hasta las navegaciones de los vikingos y su llegada a desconocidas «islas» occidentales a partir del año 983. Arribaron a ellas -como acaeció a casi todos los descubridores hasta entonces- porque sus naves fueron arrastradas por vientos, temporales y corrientes mucho más allá de donde pretendían llegar. En cambio, cuando en 1434 inician los portugueses sus viajes al Sur del cabo Bojador, se proponen, no sólo ir cada vez más allá, descubrir tierras y mares a la sazón desconocidos para los europeos, sino también explorar la costa africana y las aguas atlánticas de manera continua y sistemática, hecho que constituyó una importante novedad en la historia de las navegaciones.

Las así emprendidas por los marinos del Algarve portugués progresaron hacia el Sur a un ritmo hasta entonces increíble, gracias a la planificación eficaz, la unidad de dirección y la continuidad en el esfuerzo debidas al príncipe Don Enrique, hijo y hermano de monarcas lusitanos, quien las financió en sus difíciles comienzos, las prestigió hasta convertirlas en un buen negocio y creó en tomo a ellas una red de intereses suficiente para que se transformasen, después de su muerte (1460), en tarea nacional de su patria. Sin tan estimulante liderazgo, los marinos de la Baja Andalucía se limitaron aparentemente al comercio y la colonización de las islas Canarias, pero no dejaron de competir con sus rivales portugueses en la navegación y tráfico del litoral descubierto, como lo demuestran sus expediciones de corso a Guinea durante la guerra luso-castellana de 1475-1479.

Las distancias recorridas, cada vez mayores, exigieron grandes progresos en la náutica y la construcción naval, pronto demostrados en la rápida exploración del golfo de Guinea, completada en 1471-1475 pese a sus enormes dificultades. Por entonces, e incluso antes de esas fechas, carabelas y pilotos del Suroeste peninsular eran capa ees de realizar sin excesivo riesgo la travesía del Atlántico, pero ignoraban que éste tuviese un límite y una orilla occidental situada a distancias para ellos asequibles, Más larga y difícil que la ruta transatlántica era la vuelta de Guinea, que les exigía navegar desde el golfo de ese nombre hacia el Sur, en busca de vientos favorables, y alejarse después hacia el Oeste, con objeto de aprovechar los vientos alisios, mas no tanto como para que les impidiera el regreso a Europa. Hasta alcanzar las islas Azores, la navegación resultaba fatigosa y peligrosísima, cual puede observarse en el gráfico 1; desde las Azores o sus proximidades, con vientos de popa, el viaje se tornaba seguro y rápido.

Durante la primera mitad de la vuelta de Guinea y navegando en estación poco propicia, bastaba encontrar un temporal o vientos inusualmente fuertes para que un buque de la época se viese arrastrado, sin posibilidad de evitarlo, hasta las Pequeñas Antillas. En consecuencia y a partir de 1475, si continuaban las navegaciones a Guinea, era inexorable y seguro que, más pronto o más tarde, en aguas del Atlántico central se alcanzarían las costas americanas. A partir de 1492, numerosas expediciones llevadas a cabo a lo largo de un tercio de siglo, permitirían conocer el trazado de la orilla occidental del Atlántico, como puede advertirse en el gráfico 2; ello representaba la primera fase del verdadero descubrimiento de América por los europeos, tarea que requeriría, hasta completarse, varios siglos de exploraciones marítimas y terrestres.

Fechas simbólica

El primer viaje de Colón, no más difícil y peligroso que otros muchos anteriores y posteriores, aparece como uno de tantos en el largo proceso descubridor, No obstante, si la verdadera importancia de un hecho histórico reside en sus consecuencias, bien puede decirse que las navegaciones de Colón a América y de Vasco de Gama a la India hacen del período 1492-1499 e) comienzo preciso de la historia moderna. Antes de él, coexistieron en el mundo varias grandes civilizaciones muy diferenciadas entre sí, en cierto equilibrio y en relativo aislamiento mutuo. Después de estos años se inicia una nueva Edad -que más que Moderna debería llamarse Europea- caracterizada por la multiplicidad de contactóse interinfluencias culturales, por la progresiva homogeneización cultural del mundo y por la hegemonía política y tecnológica de la civilización europea sobre todas las demás.

Cierto que la Historia es un fluir constante en el que, como en el caso de un río, no existen ni cortes ni discontinuidades; cierto también que tampoco se dan relaciones simples de causa a efecto, sino más bien relaciones complejas en las que cualquier hecho responde a numerosas concausas relacionadas entre sí. Pero asimismo es verdad que sin un determinado grado de simplificación y organización no se podía hacer inteligible la enorme heterogeneidad y aparente confusión del acontecer histórico. Algunos hechos y fechas adquieren así un valor emblemático y sirven para representar -sin que por ello se falsee la Historia- el final de una situación y el principio de otra, el ocaso de un sistema de valores y el ascenso de otro. En el pórtico de una Edad caracterizada por el desarrollo de las comunicaciones y la progresiva homogeneización cultural del mundo, parece correcto simbolizaren tos dos grandes viajes marítimos de 1492-1499 los múltiples cambios y novedades que iban a transformar el mundo, a globalizar tanto la Historia como el destino de la Humanidad.

En el aspecto material, la rápida implantación en América de casi todas las especies animales y vegetales domesticadas procedentes del Viejo Mundo, supuso en el Nuevo una revolución ecológica que, a la larga, resultó enriquecedora para la naturaleza y útil para sus habitantes. La simultánea, aunque más lenta, dispersión mundial de especies vegetales americanas ha dejado en todos los demás continentes un balance general de análogos beneficios. Mucho más que representar un signo de explotación y pillaje, los metales preciosos americanos permitieron la existencia de un comercio mundial y actuaron como poderoso estimulo para el desarrollo económico no solo de Europa y de algunas regiones de Asia, sino de la propia América. Cierto que todo ello no careció de efectos negativos y consecuencias desfavorables; cada cambio histórico ofrece posibilidades y riesgos, perspectivas ventajosas y destructoras, luces y sombras, sin que sea posible separarlas ni eliminar las no deseables. Lo que no resulta justo es proclamar unas e ignorar otras. Decir, por ejemplo, que el tabaco -planta americana- ha arruinado la salud de millones de seres humanos en e) Viejo Mundo y silenciar que la patata -planta también americana- ha salvado del hambre a todavía más millones de individuos.

En lo que respecta a la cultura no material, el Nuevo Mundo quedaría transformado por la presencia de los europeos, pero a su vez transformó a éstos, a los pueblos indígenas -que sobrevivieron a la traumática experiencia del choque de culturas- y a los africanos que fueron llevados allí -sobre todo a las regiones tropicales- en la mayor de las emigraciones forzosas. Juntos, aunque en desigual medida, contribuirían a crear en América una variada y rica constelación de nuevas provincias de la civilización occidental originaria de Europa. Esta no quedó menos transformada: la tradicional estructura de su economía, de sus ciencias y de sus creencias se tambaleó ante lo insuficiente de las respuestas que podía dar al desafío representado por un mundo nuevo, imprevisto y desconcertante. América constituyó un formidable estímulo para ia creatividad europea, decisivo en la revolución científica del siglo XVII -que se inició en el XVI por hombres como Francisco de Vitoria, José de Acosta y tantos más- así como en el pensamiento de la Ilustración y en los comienzos de la revolución tecnológica del siglo XVIII.

El impacto cultural del descubrimiento de América en Asia y en África fue menos intenso, menos profundo y más lento que en Europa, pero igualmente importante a largo plazo. El proceso de Las luchas entre españoles e indios acabaron en una síntesis racial y cultural vigorosa y fértil. transformaciones culturales desencadenado por el descubrimiento de América no sólo afectó a todos los aspectos materiales, técnicos, intelectuales y éticos de la vida humana, sino también, más pronto o más tarde, en mayor o menor medida, a todos los lugares del mundo.

La nación y sus fastos

En esa peculiar mezcla de calendario y registro que eran los fasti, los antiguos romanos anotaban sus fiestas, sus juegos, sus victorias militares, las fechas de dedicación de sus templos y, en general, los hechos memorables de su República. Antes y después de ellos, ningún pueblo ha podido prescindir ni de su memoria histórica ni de cierta articulación ceremonial. En el caso de España, es natural que esa memoria histórica se centre en la labor pobladora, cristianizadora y culturalmente creadora que el pueblo y el Estado españoles llevaron a cabo en América, y ello por dos razones. La primera, porque tales actuaciones constituyen lo más importante de nuestro pasado y lo que dio a nuestra historia una dimensión universal. El segundo motivo seria el deseo de responder a una leyenda negra antiespañola, difundida a partir del siglo XVI por toda Europa y utilizada como arma de propaganda en los conflictos internacionales -tanto militares como políticos y religiosos- de aquella época.

Es curioso advertir que en el amasijo de falsedades, exageraciones y verdades que componen esa leyenda, los datos más precisos y los argumentos más sólidos procedan de algunos de los escritores españoles que participaron en un duro y apasionado debate moral y jurídico acerca de la conducta de sus compatriotas y de sus gobernantes, en lo que constituyó el primer caso -y eí más sonado- de un pueblo que sometió sus propias actuaciones a un severo escrutinio ético. Dado el carácter polémico que desde entonces ha conservado la cuestión, se explica el hecho de que algunos reaccionasen subrayando los aspectos positivos de la acción española en América, considerando realidades lo que en buena parte no fueron más que buenas intenciones e ignorando cualquier faceta negativa. Tal leyenda rosa, al igual que la leyenda negra que la provocó, resultan hoy insostenibles, aunque no falten quienes se empecinen en mantenerlas. Ya nadie medianamente informado ignora que la conducta de los castellanos en América no fue más cruel ni violenta que la de cualquier pueblo coetáneo, que su esfuerzo bélico resultó muy fugaz comparado con su pacífico empeño poblador y que su comportamiento ético estuvo más por encima que por debajo de la media usual de la época en cualquier otro lugar del mundo. Las epidemias de enfermedades infecto-contagiosas, que constituyeron al aspecto más catastrófico derivado de su presencia en América, ocurrieron de forma inevitable, por ignorarse entonces, los mecanismos de transmisión de esos males. Europa padeció numerosas invasiones y sufrió mortíferas epidemias antes de participar en su propagación y tornarse a su vez invasora. El pasado no puede juzgarse con criterios del presente y la historia es irreversible, con su cortejo de guerras, violencias, plagas y desastres, que ningún pueblo se ha visto libre de padecer ni de infligir.

La España de hoy, como cualquier otra nación, puede y debe conmemorar sus fastos, sin que tenga que excusarse ante nadie por la conducta de los españoles de otros siglos -de la que nosotros no somos responsables- ni pedir perdón precisamente a los descendientes de esos españoles viajeros y emigrantes que fueron sus antecesores directos, no los nuestros. Dice bastante en nuestro favor el hecho de que la mayor y más costosa parte de las conmemoraciones españolas de 1992 se dirija más al futuro que al pasado, se oriente a proyectos científicos y técnicos de cooperación iberoamericana y aspire a vitalizar y potenciar una comunidad de naciones libres y soberanas, que hablan el mismo idioma, que tienen un pasado en buena parte común y muchos intereses coincidentes, que unidas no aspiran a perjudicar a nadie, sino a beneficiarse todas ellas de los mutuos vínculos de interés, solidaridad y afecto que sean capaces de establecer y de reforzar.

Historia y debates políticos

El descubrimiento de América y su posterior repoblación fue una secular y única empresa europea, en la que distintos pueblos y naciones se sucedieron en el protagonismo principal -que se disputaron duramente entre sí-en función de sus respectivas situaciones geográficas, o bien en virtud de circunstancias históricas que, en etapas sucesivas, favorecieron a alguno de ellos con respecto a los demás. De lo que no parece caber duda es de la unidad subyacente del proceso, aunque cada nación europea lo protagonizase de acuerdo con sus propias tradiciones y a través de su personalidad cultural. En no pocos países americanos, esta visión eurocéntrica fue gravemente exagerada, hasta el punto de informar las mitologías de los entonces nacientes nacionalismos. En el caso de Estados Unidos, por ejemplo, estuvo durante mucho tiempo en boga la idea de que Colón llegó a un mundo prácticamente desierto, iniciando con ello un proceso de civilización, progreso continuo y perfeccionamiento ilimitado de los modelos europeos allí implantados, que concluye con la aparición del país más rico y poderoso, de la sociedad más avanzada y libre del mundo, orgullo de quienes la componen, modelo y meta de toda la Humanidad. Mutatis mutandi, esa mitología nacional se corresponde con las «ínclitas razas ubérrimas» de los países del Sur o, en otro orden de cosas, con la leyenda rosa española: para idealización mitificadora.

Si los Estados Unidos elaboraron el mito Colón tras la guerra de 1812, con objeto de diversificar su galería de héroes, hasta entonces exclusivamente británicos, depués de las guerras civiles de Independencia algunos países iberoamericanos comenzaron a mitificar su pasado precolombino, exaltando sus raíces culturales aborígenes. Ello ha conducido a símbolos tan equilibrados como el de la mexicana Plaza de las Tres Culturas, presidida por un edificio prehispánico, otro barroco y otro moderno que representan la triple base de su nacionalidad; pero asimismo ha llevado a los peores excesos del indigenismo, que considera la época de las civilizaciones aborígenes como una Edad de Oro brutalmente interrumpida por la llegada de los europeos, quienes inician una oscura Edad Media destructora y retrógrada que sólo concluiría tras la Independencia. En años recientes empieza a consolidarse otra interpretación todavía más radical, que pretende convertir a Colón en símbolo e inicio de un proceso de destructora explotación que llega hasta nuestros días. Lo caracterizan por el genocidio de los pueblos indígenas, esclavizados por los europeos y destruidos por las enfermedades que estos llevaron consigo; por el «ecocidio» resultante de una civilización que ha roto en todo el continente los equilibrios naturales, que ha destruido bosques y selvas, contaminando suelos y aguas, empobrecido flora y fauna generalizado el crimen y la injusticia. Se trata, como alguien ha escrito en Estados Unidos, de «otro convulsivo intento de reaventarse a sí mismos, de concebir una versión del pasado que justifique el presente y, si es posible, que configure el futuro».

Protagonizan esta actitud diversas asociaciones de «americanos nativos», afroamericanos e indios iberoamericanos, amén de intelectuales, ideólogos y políticos de diversas procedencias. Proclaman una versión idealizada de la población indígena y del mundo en que esta vivió, olvidando o ignorando que esa América tuvo también su propia historia de civilización y opresión, de guerras ofensivas y de crueldades, de violencia y de agresión, de esclavitud y de canibalismo Satanizan a Colón y a todos los europeos que le siguieron después, a quienes acusan de haber introducido todos los males en aquel incontaminado paraíso. Están por supuesto, en su derecho de forjar la mitología que responda a sus necesidades y sirva a sus fines, pero eso nada tiene que ver ni con la verdad ni con el pasado, sino con el presente y con los problemas políticos y sociales de nuestros días.