Tiempo de lectura: 14 min.

Si hay un concepto de las matemáticas que desde su origen ha generado fascinación fuera del mundo estrictamente matemático, ése es el concepto de infinito. El alto valor hermenéutico que esta noción ha alcanzado en terrenos tan dispares como la filosofía, la teología, la física o el arte merecen unas notas tan perspicaces y bien documentadas como las siguientes de Antonio J. Duran.


Desde que los primeros matemáticos y filósofos griegos iniciaron sus devaneos con el infinito, éste anduvo envuelto en escándalos y polémicas. Aparecía, más o menos camuflado, en la imposibilidad de medir con la misma unidad la diagonal de un cuadrado y su lado: resultado de fatales consecuencias para la concepción pitagórica del mundo. Estuvo también presente en las aporías de Zenón contra la pluralidad y el movimiento, que venían a mostrar, entre otras cosas, el enfrentamiento dialéctico entre las escuelas filosóficas creadas por Heráclito y Parménides.


Con estos antecedentes no tardó en llegar la prohibición, o mejor, la regulación del uso del infinito. En efecto, ante la imposibilidad de negar los procesos infinitos -«En lo pequeño no existe lo extremadamente pequeño, sino algo cada vez más pequeño», escribió Anaxágoras y, también, «en lo grande siempre hay algo más grande»-, Aristóteles trató de regularlos; para ello prohibió el infinito en acto: «no es pasible que el infinito exista como un ser en acto o como una sustancia y un principio», leemos en el libro III de la Física; pero, como él mismo reconoce poco después: «es claro que la negación absoluta del infinito es una hipótesis que conduce a consecuencias imposibles», de manera que «el infinito existe potencialmente», esto es, «el infinito es o por adición o por división», o de otra forma, «la magnitud no es actualmente infinita, aunque infinitamente divisible» -por ejemplo, la regulación aristotélica impide considerar un segmento como una colección de infinitos puntos alineados, pero sí permite divisiones del segmento por la mitad, digamos, tantas veces como se quiera-.


El infinito potencial de Aristóteles es, pues, definido como atributo: la posibilidad de ir más allá de cualquier límite -considerando, por ejemplo, números más grandes que uno dado-.


En cambio, el infinito en acto debería ser entendido como una negación, es lo que no tiene límites. Está definición por negación aparece claramente en la etimología griega del término infinito: apeiron. La etimología latina es una copia de la griega: in-fini-tio, -la raíz fini deriva, curiosamente, de fines, la palabra latina para designar el cercado que cierra un campo-. La palabra infinitio fue un invento de Cicerón -aparece por primera vez en su obra De finibus (libro 1, cap. 21)-; es sin duda significativo de lo que fue la cultura romana: hasta fecha tan tardía como mediados del siglo I a. C., cuando Cicerón introdujo el término, los romanos no podían referirse al infinito por carecer del término y, presumiblemente, del concepto -eso mismo ocurrió con otros conceptos filosóficos que ya venían manejando los griegos desde hacía varios siglos-.


El infinito en acto careció de una definición medianamente precisa que permitiera su análisis matemático hasta bien pasada la mitad del siglo XIX. Tal definición sintetiza una característica intrínseca de lo infinito como ente acabado. Como veremos pronto, la gestación histórica de esta definición es sorprendente porque esa característica intrínseca fue considerada durante bastantes siglos como un indicativo del carácter paradójico del infinito y una invitación a abstenerse de su estudio.


En cualquier caso, Aristóteles convirtió el infinito en un monstruo con dos cabezas -o de dos espaldas, si se prefiere una comparación más carnal-: el infinito en potencia y el infinito en acto; siguió creciendo de esta forma el mítico horror infiniti que pareció aquejar al mundo griego -aunque hubiera quienes, como Arquímedes, contravinieran la prohibición aristotélica usando el infinito en acto-.


vdi1.jpgDigamos que una de las razones para la prohibición del infinito en acto proviene de que este concepto supone una contradicción con el postulado lógico que asegura que el todo es mayor que la parte. Aunque quien supo explicar esto mejor que nadie fue Galileo en sus Discorsi (1638): puesto que cada número genera un cuadrado distinto -el dos genera el cuatro, el tres el nueve, el cuatro el dieciséis, etc.- y a su vez cada cuadrado viene generado por un único número, podemos emparejar los números con sus cuadrados concluyendo que habrá tantos cuadrados como números; pero es de todo punto obvio que los números cuadrados son sólo una parte de los números -el dos, el tres, el cinco, el siete son números pero no cuadrados- y, en consecuencia, concluimos que hay más números que cuadrados -él todo es mayor que la parte-. Nos encontramos, pues, con la paradoja de que los números son, a la vez, tantos y más que los cuadrados. Galileo concluía que «los atributos de mayor, menor e igual no se aplican a los infinitos».


Esta aparente paradoja del infinito en acto tiene un antecedente interesante que conviene comentar. Casi el mismo argumento aparece ya en Thabit ihn Qurra (836- 901). Contraviniendo a Aristóteles, Thabit concluyó que el infinito en acto es admisible, 1a comparación entre infinitos es también posible -emparejando sus elementos- y por tanto es posible establecer jerarquías de tamaño entre ellos. Es significativo que Thabit hiciera estas elucubraciones dentro de la controversia teológica relativa a la enumeración de las almas y al conocimiento por Dios de la infinidad de seres.


EL INFINITO EN LA ESENCIA DE DIOS


Porque el infinito es, desde luego, adjetivo muy suculento para atribuirlo a la divinidad. Degústese el siguiente uso que hace Cervantes del término infinito en El Quijote: «la fresca aurora … iba descubriendo la hermosura de su rostro, sacudiendo de sus cabellos un número infinito de líquidas perlas, en cuyo suave licor bañándose las yerbas, parecía asimesmo que ellas brotaban y llovían blanco y menudo aljófar»; y repárese en que la fresca aurora no es otra que la homérica Eos, la de sonrosados dedos. Si el infinito da juego para enjuiciar la belleza de una diosa menor como es Eos, qué no permitirá a la hora de calificar los atributos de una Divinidad Absoluta como la cristiana.


Conviene ilustrar con un ejemplo el tipo de razonamientos teológicos que la prohibición del infinito en acto permite. Los que siguen son debidos a Juan Filopón, pensador cristiano de la Alejandría del siglo VI d. C., entonces ciudad cristiana, una vez purgados todos los elementos paganos (léase los últimos científicos herederos de la tradición clásica) tras el asesinato de Hipatia a mediados del siglo V; van contra la suposición aristotélico-platónica de la existencia eterna del mundo, y dice así: si el Mundo no tuviera un principio, el número de hombres engendrados antes de Sócrates, digamos, sería infinito; pero no infinito en potencia, sino infinito en acto. Dado que el infinito en acto no puede existir, el Mundo no es eterno: tuvo que ser creado.


Es bien conocido el proceso de absorción de parte de la filosofía griega por cuenta del pensamiento cristiano, proceso que se inició con la deglución -permítaseme el término- por san Agustín de parte del pensamiento de Platón -versión Plotino-, y culminó con Tomás de Aquino haciendo lo propio con el pensamiento de Aristóteles.


La filosofía de los griegos necesitó desde luego de cierta adecuación. Este resultó el caso de la regulación aristotélica del infinito que fue, en parte, modificada por Tomás de Aquino. Éste consideraba a Dios como el primer infinito, plenamente y en toda línea: el infinito en acto. Como, además, es necesario su conocimiento absoluto de todo lo existente, Dios conoce la totalidad de los números como un todo; digamos que todos están presentes a la vez en su pensamiento y por tanto esta presencia sería un ejemplo de un infinito en acto. El pensamiento filosófico de Tomás de Aquino admitía, pues, la existencia del infinito en acto aunque, eso sí, únicamente conocible por Dios y fuera del alcance de la mente humana.


ARTE Y CIENCIA DEL INFINITO


Otra vía de penetración del infinito en acto en la cultura occidental se produce a través de la pintura del Quatroccento italiano, donde aparece implícitamente con el uso de la perspectiva -concretamente, en forma de punto de fuga central donde concurren las rectas paralelas entre sí y perpendiculares al plano del cuadro-. Así, las matemáticas como herramienta artística son usadas por Filippo Brunelleschi (1377-1446), Leone Battista Alberti (1406-1472) y, sobre todo, Piero della Francesca (1410-1487) -en su celebrado trabajo De prospettiva pingendi encontramos importantes avances sobre el tratado Della Pintura escrito por Alberti medio siglo antes-. Sin olvidar al mejor matemático de entre todos los artistas del Renacimiento: Alberto Durero (14711-528). El uso del infinito permitió al arte del Renacimiento convertir «el espacio en el que se disponen las cosas en un elemento infinito, continuo y homogéneo», por decirlo en palabras del profesor Joan Sureda.


Pero dejemos la pintura y volvamos de nuevo a la filosofía. Aunque los escolásticos vetaran a los hombres el entendimiento del infinito en acto, el infinito como atributo de Dios aparece con bastante frecuencia en los filósofos del siglo XVII. Así, en Descartes: «Por Dios entiendo una sustancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente»; en Spinoza: «Entiendo por Dios un ser absolutamente infinito, es decir, una sustancia constituida por una infinidad de atributos, cada uno de los cuales expresa su esencia eterna e infinita»; y también en Leibniz: «Cabe juzgar que esa Sustancia Suprema, que es única, universal y necesaria debe ser incapaz de límites y contener tanta realidad cuanta sea posible» -compárense con la minimalista definición de María Zambrano: «la nada es Dios»-.


La implicación más o menos explícita del infinito en acto en todas esas elucubraciones sobre la esencia de Dios fue sin duda un tónico que permitió a los científicos del siglo XVII -algunos eran esos mismos filósofos que hacían comparecer al infinito como atributo de la divinidad- superar el horror infiniti que aquejó a los griegos. De esta forma se empezaron a usar, con enorme éxito, las cantidades infinitamente pequeñas -los infinitésimos o infinitesimales- e infinitamente grandes como herramientas para el tratamiento de diversos problemas matemáticos y físicos. Estas técnicas matemáticas cristalizarían a finales del siglo XVII con la invención del cálculo infinitesimal -uno de cuyos inventores fue, precisamente, Leibniz-: la herramienta matemática más potente y eficaz jamás creada para el estudio de la naturaleza.


Aunque durante el siglo XVII y el XVIII los matemáticos fueron conscientes de que no llegaban a entender la esencia de estos objetos infinitos en acto, no renunciaron, afortunadamente, a recoger los frutos que su presencia ofrecía.


Las manipulaciones con los infinitesimales culminaron en la figura de Leonhard Euler (1707-1783). Frente al escrúpulo con que los griegos manejaron el infinito -en potencia, no en acto-, Euler lo usó de manera casi morbosa convirtiéndolo en una poderosa herramienta de descubrimiento. Es tal la desmesura de Euler que sus matemáticas con los infinitos llegan a tener valor estético. Desde luego participan de lo sublime, la categoría estética de Kant, en cuanto que «producen un sentimiento de dolor y, al mismo tiempo, un placer despertado, una conmoción, un movimiento alternativo, rápido, de atracción y repulsión de ese mismo objeto». En cualquier caso, tienen la fuerza necesaria para generar en nosotros esa conmoción en la que T. W. Adorno sitúa el logro estético: la capacidad de producir algún tipo de escalofrío.


DOMESTICACIÓN DEL INFINITO


Los infinitos, tal y como los usó Euler y los matemáticos del XVIII, eran desde luego en acto. Aunque la primera formulación rigurosa y con bases lógicas adecuadas del cálculo infinitesimal -que culminó a mediados del siglo XIX- utilizó el infinito potencial. Lo hizo concretamente sustituyendo las cantidades infinitesimales por procesos de paso al límite que respetaban escrupulosamente la prohibición aristotélica del infinito en acto. Los infinitésimos pasaron a ser variables que tendían a cero, esto es, entidades infinitamente pequeñas en potencia.


Sin embargo, la domesticación definitiva del infinito en acto estaba a punto de acometerse. Curiosamente, el primer paso lo dio uno de los matemáticos que en el primer cuarto del siglo XIX habían contribuido a la conversión de los infinitésimos en infinitos potenciales. Se trata del checo Bernhard Bolzano (1781-1848), que insistió en admitir la comparación de los infinitos. Así, definió que dos conjuntos infinitos tienen el mismo número de elementos si podemos emparejar sus elementos de dos en dos sin que falten elementos en un conjunto ni sobren en el otro -la misma idea que ya usara Thabit ibn Qurra en el siglo IX-. Los números cuadrados y los números, por ejemplo, son dos conjuntos infinitos con el mismo número de elementos, puesto que podemos emparejar un número con su cuadrado sin que nos sobren números ni nos falten cuadrados. ¿Qué ocurre con la paradoja de Galileo, con el postulado lógico del todo mayor que la parte? Las matemáticas ofrecen aquí un magnífico ejemplo de lo que Thomas Kuhn llamó ruptura de paradigmas -uno de los indicativos del inicio de una revolución científica-. Donde Galileo vio una paradoja que impedía aplicar a los infinitos los atributos de mayor, menor e igual, el matemático alemán Richard Dedekind (1831-1916) vio la propiedad intrínseca y característica de los conjuntos infinitos. En otras palabras, Dedekind ascendió la paradoja de Galileo a la categoría de definición de conjunto infinito: aquél que tiene los mismos elementos que uno de sus subconjuntos. Por cierto que Dedekind propuso una demostración de la existencia de conjuntos infinitos en acto basada en la lógica y en su definición de infinito. Este intento recuerda el argumento ontológico de san Anselmo (s. XI) en favor de la existencia de Dios -retomado después por Descartes-: el conjunto infinito de Dedekind era su «universo mental, es decir, la totalidad de todas las cosas que pueden ser objeto de mi pensamiento». Ni el intento de Dedekind de mostrar la existencia lógica de un conjunto infinito en acto, ni otros parecidos, han tenido éxito: para consternación del querido Bertrand Russell las cuestiones del infinito están entre las que, hoy por hoy, establecen la independencia de la república de las matemáticas frente a las agresiones imperialistas de la lógica.


En cualquier caso, el tiempo para el advenimiento del paladín que supo domeñar definitivamente al infinito en acto había cumplido y Georg Cantor nació en San Petersburgo en 1845, de padre danés y madre alemana.


Cantor es una figura pletórica y excesiva, capaz de poner en marcha una verdadera revolución que iba a cambiar la forma de hacer matemáticas. Inició un proceso de abstracción caracterizado por la aparición de pruebas de existencia no constructivas: la existencia de un determinado objeto matemático puede quedar garantizada aunque no se especifique cómo se puede construir dicho objeto. Significativamente, este proceso de abstracción en las matemáticas es contemporáneo con el acontecido en pintura o escultura con el que, por cierto, guarda reveladoras similitudes no por insospechadas menos sustanciosas -alguna se pondrá de manifiesto más adelante-.


El primer resultado importante que obtuvo Cantor sobre conjuntos infinitos establece que el infinito de los puntos que componen un segmento -el continuo- es mayor que el infinito de los números. Esto es, Cantor demostró que no todos los infinitos son iguales. Después demostró que siempre es posible construir conjuntos infinitos mayores que uno dado. A partir de aquí Cantor logró poner orden en el universo de los infinitos: los ordenó de forma parecida -es sólo una manera de hablar- a como están ordenados los números, estipuló como se podían sumar, multiplicar, etc. Creó en definitiva un paraíso para matemáticos del que dijo Hilbert (1925) que nadie nos lograría expulsar jamás. Solo que seis años después apareció el artículo de Gödel con el teorema de incompletitud y otra vez volvió el ángel con la espada de fuego; pero esa es otra historia de la que hoy no toca hablar -por más que sea apasionante no procede aquí, por razones de enfoque, analizar el detalle de la domesticación a que Cantor sometió al infinito-.


vdi2.jpgDe todas maneras no puedo dejar de mencionar que esa domesticación no fue completa: hay todavía unas multiplicidades incompletables (unos infinitos absolutos como los llamaba Cantor) fuera de cualquier control o dominio matemático (no digamos ya lógico). Se trata del infinito inmenso e inimaginable del conjunto de todos los conjuntos, o del conjunto de los conjuntos que se pertenecen a sí mismo, por citar sólo dos ejemplos. Es en ese infinito monstruosamente enorme donde se guarecen las paradojas que surgieron durante el cambio del siglo XIX al XX, y de las que la de Russell es la más célebre. Ese infinito excesivo, señor de un harén completó de paradojas, nunca preocupó a Cantor; como los escolásticos, Cantor lo desterró a los exclusivos dominios de la mente tortuosa de Dios.


Su dedicación a las cuestiones del infinito le creó a Cantor graves problemas con el establishmet matemático alemán -de hecho, siempre permaneció en una universidad de segunda fila (en Halle), a pesar de su categoría como matemático y sus intentos por llegar a Berlín o Gotinga-. Su investigación fue a menudo calificada de insignificante y carente de todo interés; cuando sus esfuerzos empezaron a reconocerse, se puso en boca de Henri Poincaré (1854-1912) la célebre infamia: «las generaciones venideras considerarán la teoría de conjuntos de Cantor como una enfermedad de la que uno tiene que recuperarse». En su defensa, Cantor siempre apeló a la consideración única y exclusiva de la realidad inmanente de los conceptos matemáticos sin ninguna obligación de examinarlos en lo que respecta a su realidad trascendente (aplicada). Esta característica que distingue a las matemáticas de las demás ciencias la sintetizó Cantor en una frase llena de hermosura: «la esencia de las matemáticas es la libertad».


La personalidad de Cantor fue controvertida, con pronunciadas tendencias místicas y dado a lo excéntrico en algunos asuntos. Fue un pío protestante, lo que no le impidió coquetear con el catolicismo; sostuvo que Francis Bacon fue el autor de las obras de Shakespeare y que José de Arimatea era el padre carnal de Jesucristo. A partir de los cuarenta años estuvo aquejado periódicamente de una enfermedad nerviosa que le ocasionaba crisis maníaco-depresivas. Finalmente murió en 1918, recluido en la clínica nerviosa de la Universidad de Halle.


EL INFINITO LITERARIO


Finalizaré estas observaciones explorando alguna de sus múltiples apariciones del infinito en la literatura. Desde mi punto de vista, quien mejor ha reflejado en sus escritos el infinito en potencia ha sido Frank Kafka. En muchas de sus novelas los días o las noches se suceden como en una pesadilla. Resulta perturbadora la posibilidad de que esa reiteración de acontecimientos aparentemente invariables, manifiestamente irreales, no tenga fin. La lectura de esas novelas desazona el espíritu cuando la sucesión temporal se pierde en un laberinto potencialmente infinito. Una de las más perturbadoras es El proceso, donde el protagonista, Joseph K., se ve envuelto en un proceso judicial aparentemente absurdo e irreal pero que cada vez se complica más: el mundo de la justicia aparece como vago y nebuloso donde hay que contratar un número de abogados siempre creciente, potencialmente infinito. Obsérvese qué bien reflejado queda el infinito potencial en el fotograma de la película que sobre la novela rodó O. Wells en 1962: lo que muestra el fotograma es el interior de los juzgados. El expediente de Joseph K. tiene que recorrer todos los buzones, ir de uno en uno; por muchos buzones por donde ya haya pasado siempre habrá un buzón más por donde el expediente tendrá que pasar: es el infinito en potencia -y, ¡ay!, tal vez también la realidad judicial.


Aunque la novela donde mejor refleja Kafka la potencialidad infinita de la iteración de los días es en El castillo. El protagonista, K., es contratado como agrimensor en unas tierras coronadas por un castillo. Sin embargo, su trabajo se va viendo obstaculizado por ambiguas prohibiciones y sucesos que se prolongan ad infinitum. Nunca mejor dicho, pues Kafka murió antes de terminar la novela, quedando la obra incompleta, como el infinito potencial.


Ahora bien, el escritor que a mi modo de ver mejor ha sabido recrear el infinito, no en potencia sino en acto, ha sido Jorge Luis Borges. Es tan poco probable que Kafka conociera la obra de Cantor como seguro es que Borges la había estudiado: véase, por ejemplo, su artículo «La metáfora» (1934), incluido en su Historia de la eternidad (1936), donde pone a pelear las hipótesis finitistas de Nietzsche con los infinitos de Cantor dándole clara ventaja a este último.


Para mí el texto donde Borges recrea mejor la facultad perturbadora del infinito en acto es el cuento «La Biblioteca de Babel» (1941) de su obra Ficciones (1944). El relato está escrito en primera persona por uno de los habitantes de la Biblioteca -con mayúsculas-. La Biblioteca es el único universo posible para los que la habitan; la Biblioteca se compone de un número indefinido de hexágonos, cada uno con un pozo de ventilación en medio protegido por una baranda. Hay un párrafo especialmente intenso; el que escribe siente cercana la muerte: «Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída que es infinita».


Siempre que leo este pasaje de Borges me viene a la cabeza la figura de Cantor y, también, el cuadro El grito (1893) del pintor noruego Edvard Munch. La angustia de este cuadro refleja bien el vértigo de la caída narrada por Borges. Después de algunas reflexiones he llegado a dar con la razón por la que ese párrafo de «La Biblioteca de Babel» me evoca el cuadro; es la siguiente: el cuadro de Munch produce angustia, desazón, principalmente porque uno no oye el grito: uno lo ve, lo siente, pero no lo oye; esto nos mantiene a la expectativa esperando oírlo en cualquier momento. Cuando leo el párrafo del cuento de Borges, pienso en el cuerpo que cae y se descompone en la caída infinita y siento que el vértigo de la caída debe hacer gritar al que cae, pero lo que cae es un cuerpo muerto y su grito debe ser mudo: como el grito del cuadro de Munch -debo confesar que me resultó bastante perturbador conocer el objeto que inspiró a Munch el rostro de El grito: una momia incaica parcialmente descompuesta que vio en la Gran Exposición Universal de París de 1889-.


Pero ¿y Cantor? ¿qué tiene que ver Cantor con el párrafo y el cuadro? Puesto que en el párrafo Borges escribe la caída infinita, la misma mención de la palabra infinito ya me hace evocar a Cantor -por la misma razón que el dragón me evoca a san Jorge-. Pero hay más. La fuerza simbólica del cuadro, el uso dramático de la perspectiva, la irrealidad y violencia de los colores, sugieren aspectos desmesurados, cercanos a lo infinito, a la infinita angustia del que grita. No es de extrañar que el propio Munch usara explícitamente la palabra infinito para describir la sensación que le llevó a pintar su cuadro: «Solo, temblando de angustia, sentí el grito, vasto, infinito de la naturaleza». De manera que también aquí aparece la palabra infinito que me hace evocar de nuevo a Cantor. Pero todavía hay más.


Las obras del propio Munch causaron en Alemania una polémica artística parecida a la polémica matemática generada por los trabajos de Cantor, y en fechas no muy alejadas: en torno a 1885 la de Cantor y en 1892 la de Munch. Concretamente, el 5 de noviembre de 1892 se inauguró la exposición de Munch en Berlín. Se cerró una semana después dando paso a una dura polémica: el affaire Munch, se la llamó. Durante la polémica se discutió mucho y agriamente sobre los límites de la libertad del artista. Una música parecida a la que le tocaron a Cantor -recuérdese que el propio matemático se defendió alegando que «la esencia de las matemáticas es la libertad»-Con el paso del tiempo, al igual que la obra de Cantor en matemáticas, la de Munch ha tenido enorme influencia, no sólo en los grupos expresionistas alemanes –Die Brücke, principalmente- sino también en Picasso -es apreciable la influencia de El grito en El guernica-. Una última e inquietante similitud entre Munch y Cantor: aunque no tan agudas ni persistentes como las de Cantor, también Munch sufrió crisis nerviosas.