El gen democrático es la segunda entrega de una trilogía de la que ya se ha publicado la primera parte (El experimento moderno, Trotta, Madrid, 1992) y cuya tercera parte (Viaje a la intemperie) verá la luz próximamente. En ella, el autor quiere ofrecer una reflexión en el momento actual sobre la teoría y práctica de la democracia.
El tema de fondo, hilo conductor de toda la obra, lo constituye la relación entre la política y el individuo. Se trata de dar respuesta a la pregunta: ¿tiene alguna influencia en el mundo interior del ciudadano el tipo de régimen político en el que vive? Si es así, ¿cómo influye en la persona vivir en un régimen democrático o en un régimen autoritario, en un tipo de democracia o en otro? Y, en consecuencia, ¿hasta dónde debe la política tener en cuenta al individuo, con las peculiaridades que le son propias?
El siglo XX, que para el autor termina propiamente en 1989 con la caída de los regímenes comunistas, se caracteriza por una extensión progresiva de la democracia, que ha tenido lugar de la mano de una creciente desafección respecto de ella, motivada por la impresión de que democracia significa corrupción. Ésta es la idea que dio origen a El experimento moderno y que será desarrollada en El gen democrático. En aquel primer libro, el autor aludía a la «confusión perversa» de la modernidad entre pensar y actividad mental. Frente a ella, Roiz mantiene que la actividad mental es mucho más amplia que el pensamiento, pues abarca asimismo toda la esfera de lo afectivo, que también es un elemento constitutivo de la interioridad y, en ocasiones, mucho más determinante de nuestro modo de actuar que la pura consciencia. El individuo es, por tanto, mucho más rico, pero también mucho más vulnerable de lo que la modernidad lo ha considerado.
Para mostrar cómo no todo está racionalmente -conscientemente determinado, Roiz utiliza la tragedia de Hamlet. En «El poder de la ausencia» (capítulo 1), explica cómo la presencia no visible del rey ausente condiciona el comportamiento de quienes ahora son los protagonistas de la vida política de Dinamarca. Se trata de una ausencia que está presente de una manera metafísica, no visible, activándolo todo.
Otra característica de este siglo es que carece de pensamiento político propio. Vive del pensamiento del siglo XVIII, «el pensamiento borbónico» (capítulo 2). Se trata de una «tradición sobria y realista que levanta el baluarte de la verdad de los hechos frente a las teorías, y que reivindica la concreción de los datos frente a las ilusiones religiosas o psicológicas» (pág. 54). Esta línea de pensamiento que se remonta hasta Hobbes es la que anima la actuación de los principales líderes políticos en la actualidad. Es una corriente marcada por un individualismo radical que se manifiesta en el rechazo de todo lo religioso, y que está presente en el pensamiento democrático español. Esto no deja de resultar paradójico en un país cuya identidad frente a Europa ha estado caracterizada por ser el brazo armado de la ortodoxia católica. Quizá este hecho haya vacunado a todo el mundo contra las verdades absolutas y haya motivado el empeño de los pensadores españoles por dejar claro que no buscan implementar la verdad. Cotno resultado de ello, «nadie mantiene su verdad en público» (pág. 103) y las explicaciones con una pretensión de verdad son sustituidas por planteamientos pragmáticos, por recetarios ad casum para solucionar las diferentes cuestiones que puedan surgir en la vida cotidiana.
Otra de las características del hobbesianismo español es la consideración de la sociedad como una «zona abierta» a la visión de todos, en la cual todos estamos en presencia de todos, donde es posible establecer un control sobre todas y cada una de nuestras acciones, de manera que nadie quede en la oscuridad de la vida privada. El ámbito de la privacidad es el ámbito de los intereses particulares, que no deben trasladarse a la esfera pública. La pretensión de organizar la vida pública a partir de los intereses particulares es lo que ha llevado a lo largo de la historia a la corrupción y al enfrentamiento fratricida. En el fondo, Hobbes es, por tanto, un puritano radical, al pretender despojar al individuo en su dimensión social de todo interés particular.
La pregunta que el autor plantea en el capítulo tercero -«¿Hay un lugar para la omnipotencia?»- encuentra su respuesta a la luz de la constatación de la debilidad de un individuo que no es razón pura y que debe sustituir las pretendidas explicaciones últimas por planteamientos mucho más modestos. «Esa omnipotencia temperada es un requisito de la democracia moderna» (pág. 108).
Esta pretensión de frugalidad en las explicaciones últimas se manifiesta también en una «desteologización de la vida política» (pág. 112). Este fenómeno consiste en el rechazo de toda trascendencia en la política, que lleva a planteamientos historicistas, a la consagración de la verdad como una realidad histórica. La única regla moral consiste en adaptarse a las regularidades cósmicas, a las leyes de la naturaleza. «La nación, las leyes naturales (…), la patria, el proyecto imperial, el etnocentrismo y, sobre todo, un naturalismo despótico aunque impersonal, han sustituido las certezas de u n mundo católico siempre ordenado y jerarquizado adecuadamente» (pág. 125). No hay ningún tipo de ley moral ni positiva que pueda imponerse a los dictados de la naturaleza.
Por eso, cualquier intento de fundamentación teórica despierta una actitud de sospecha. Frente a ella, la lógica política tiene que plegarse a la fuerza de los hechos. Ésta es la razón por la que una cultura tan rica como la española ha sido tan poco fructífera en lo que a teoría política se refiere.
Al final del libro, el autor retoma aquello que el primer capítulo apuntaba mediante el recurso al relato. Abunda en la idea de que otro de los rasgos que nuestra época ha heredado de la modernidad es la confusión entre actividad mental y pensamiento, pura actividad consciente que se muestra incapaz de proporcionar una explicación satisfactoria de los acontecimientos que nos rodean. El concepto de yo debe ser sustituido por el de self, como aquella realidad que engloba todo el mundo interno del individuo, incluyendo también la esfera de lo inconsciente, de lo afectivo, de lo que no es pura conciencia. El yo moderno sería un aspecto más de ese self que abarca el «mundo interno del ciudadano» (capítulo 4) en su totalidad. Existe toda una serie de mecanismos, impulsos, afectos no perfectamente controlables por la consciencia, que influyen en el comporta miento humano, que hacen que el sujeto democrático no sea capaz de una responsabilidad total de sus actos, como quizá en ocasiones se le ha querido atribuir. «La filosofía política va a tener que contar con ciudadanos que son entelequias más endebles de lo que pensábamos, y en las que antes confiábamos» (pág. 138). Por eso el gran problema del comunitarismo es que no cuenta con la debilidad del individuo y, por ello, en la base del republicanismo democrático se encuentra una excesiva confianza en el ser humano, en su capacidad para la solidaridad y el consenso. Frente a este optimismo, es preciso, para formular una teoría de la democracia adecuada a nuestra realidad, tomar conciencia de las limitaciones de nuestro control sobre el self de los in dividuos y los grupos. «La democracia solo resulta posible cuando se acepta una identidad múltiple o fraccionada, un self integrado por ciertas piezas internas a él que, aunque son susceptibles de posesión, no lo son de control» (pág. 144).
Por eso una adecuada teoría democrática tiene que hacerse cargo de las diferencias individuales, aquéllas que escapan a la razón abstracta y universal, aquéllas que se derivan, por ejemplo, del género (capítulo 5). De ahí la necesidad de revisar la frontera que con tanta nitidez pretende establecer el liberalismo entre lo público y lo privado, recluyendo toda idiosincrasia particular en el ámbito de la privacidad. Pero, en realidad, lo que separa lo privado de lo público es más bien una ‘zona borrosa», que con frecuencia tendrá que ser traspasada si se quiere organizar una sociedad de forma que realmente se haga justicia a los individuos que la componen. No se trata, por ejemplo, de incorporar a la mujer sin más, a la vi da pública, cuando ese ámbito de lo público está regulado de una manera patriarcal, que favorece al hombre y perjudica a la mujer. Con eso solo se ha puesto un parche; el problema de la discriminación de la mujer no se solucionará mientras no se incorporen las diferencias en la elaboración de las políticas. Y para ello resulta in suficiente el abstracto sujeto liberal que pretende proteger su self de toda intromisión estatal, con el fin de salvaguardar un margen máximo para la libertad, bajo el lema que reza «cuanta más política, menos libertad». Por esa razón, el feminismo actual no acepta «la uniformidad de lo público, un ámbito público incluyente, y pasa directamente a promover la heterogeneidad en público » (pág. 202).
El análisis y diagnóstico que el autor hace en su libro, así como sus prescripciones para la elaboración de una adecuada teoría de la democracia, no constituyen una llamada a la irracionalidad, sino a una democracia más humilde, más consciente del poder y la limitación de los individuos que la construyen y hacen funcionar.