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A finales de noviembre de 1963, pocos días después de que el tejano Lyndon Johnson sucediera al asesinado Kennedy en la presidencia de los Estados Unidos, el famoso periodista radiofónico y escritor Alistair Cooke recibió en su despacho de Nueva York el siguiente telegrama del director de un periódico británico: «Apreciaría mucho un artículo sobre Tejas como contexto de Johnson. Stop. Cowboys, petróleo, millonarios, grandes ranchos, tosquedad general, mala educación, etc.».

Alistair Cooke, nacido y educado en Inglaterra, pero nacionalizado norteamericano, era ya por entonces un excelente conocedor de los Estados Unidos y un experto en los matices y los desencuentros de las complejas relaciones culturales entre Europa y Norteamérica. Su delicadeza le llevó a rechazar el encargo. «Mi artículo —nos cuenta— tendría que haber demostrado que el director estaba equivocado de principio a final». ¿Mala educación, los tejanos? Al contrario, tenían finos modales llenos de una vieja cortesía, que sin duda era de raigambre hispánica. Y en la región tejana del río Pedernales, de donde era originario Johnson, los ranchos eran pequeños y no había ni petróleo ni millonarios.

Alistair Cooke tenía, entre otras habilidades, la de utilizar anécdotas para introducir categorías. Siguiendo esa misma técnica, cabe decir que si aquel director de periódico inglés se equivocaba al caracterizar a los tejanos, acertaba en cambio en el planteamiento general de su encargo. En efecto: el background, el contexto geográfico, cultural y religioso de los políticos norteamericanos, ha tenido siempre una extraordinaria importancia a la hora de conocerlos y valorarlos. A lo largo de una campaña electoral, los creadores de opinión utilizan ese contexto como un eje de coordenadas que permite juzgar a los candidatos y predecir las reacciones que tendrán ante los distintos problemas de la cosa pública. Más tarde, el mismo background servirá para explicar conductas y decisiones adoptadas por el candidato elegido. Así, en el caso de Johnson, su negativa a retirarse de Vietnam venía impuesta, según algunos observadores, por el sentido tejano del honor (Texan honor): no quería ser el primer presidente de los Estados Unidos que perdía una guerra.

La necesidad de establecer las coordenadas vitales de los políticos norteamericanos se concibe fácilmente teniendo en cuenta la gran diversidad que recorre los Estados Unidos de parte a parte desde su fundación y que no ha dejado de aumentar con el paso del tiempo. Esa diversidad es, en primer lugar, territorial. El federalismo norteamericano responde a la profunda descentralización originaria del país. Washington DC nunca ha sido como París o Londres, ciudades dotadas de un espíritu capitalino tan potente y prestigioso que en él se disuelven las particularidades locales de los representantes políticos que acuden al parlamento nacional. La diversidad religiosa tiene también mucha importancia. Norteamérica fue siempre la tierra prometida del protestantismo en sus diversas ramas, pero el catolicismo y el judaísmo no tardaron en incorporarse.

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Si a lo anterior se añade el talento y el gusto de la civilización angloamericana por la biografía y la semblanza, a nadie podrá sorprender que el retrato regional, cultural y religioso de los políticos sea en Estados Unidos un subgénero literario imprescindible, sobre todo en periodo electoral. Merece la pena hacer un recorrido, aunque sea breve y parcial, por las vicisitudes y la evolución de esa galería de retratos que nos ha legado el periodismo norteamericano. En el principio había dos grandes viveros de personajes, uno al sur y otro al norte: la aristocracia de plantadores virginianos y la teocracia de origen puritano de Nueva Inglaterra. Notables virginianos fueron cuatro de los primeros seis presidentes de los Estados Unidos. Entre ellos destaca la figura fundacional de Washington y la distinción intelectual de Jefferson, redactor de la Declaración de Independencia, y de Madison, principal autor de la Constitución norteamericana. Sin embargo, la vieja clase dominante del estado de Virginia resultó prácticamente aniquilada durante la Guerra de Secesión.

Más longevas fueron las clases dirigentes de Nueva Inglaterra, cuyo centro estaba en Boston, Massachusetts. A ellas pertenecieron John Adams y John Quincy Adams, padre e hijo, segundo y sexto presidentes de los Estados Unidos. Un subconjunto particularmente exitoso de esta élite fue el de los llamados «brahmanes» de Boston, un trenzado de familias tradicionales encabezado por los Cabot. Entre las mejores piezas de nuestra galería está la crónica que H. L. Mencken, quizá el periodista americano más influyente del primer tercio del siglo XX, hizo de la convención republicana de 1920, presidida con eficacia, superioridad y desdén por Henry Cabot Lodge, gran patricio bostoniano que por entonces se acercaba al final de su carrera de treinta años como senador por Massachusetts. Su nieto, Henry Cabot Lodge Jr., fue candidato a la vicepresidencia con Nixon en 1960. Pero, como es sabido, aunque el político que ganó aquellas elecciones también procedía de Massachusetts, no pertenecía a la vieja casta brahmánica, sino a una nueva dinastía católica e irlandesa; se llamaba John F. Kennedy.

En realidad, el declive de la clase política originaria de los trece estados fundadores de la Unión comenzó en 1828, con la elección de Andrew Jackson, el primer presidente de más allá de la cordillera de los Apalaches, que entonces marcaba la frontera oeste de los Estados Unidos. Jackson fue también el primer populista que ocupó la Casa Blanca; la etiqueta populista, nueva entonces, se aplicaría después a una larga serie de políticos norteamericanos. Uno de los más famosos (y también insuperablemente descrito por Mencken) fue William Jennings Bryan, tres veces candidato a la presidencia por el partido demócrata entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX, y secretario de estado con el presidente Woodrow Wilson. Gran orador y movilizador de masas, W. J. Bryan se identificó como nadie con los ambientes rurales del sur y del medio oeste de los Estados Unidos, recelosos de la América urbana y con una vida cotidiana muy marcada por una interpretación severa y literal de los textos bíblicos.

La lista de personajes, cada uno de ellos con su latitud y longitud territorial y cultural, podría seguir. Pero es tiempo de que proyectemos este sistema de clasificaciones sobre los candidatos que concurren a las elecciones a la presidencia de los Estados Unidos en noviembre de 2008. John McCain, el candidato republicano, es ciertamente un caso especial, pero no se escapa del sistema. El hoy senador por Arizona es hijo y nieto de almirantes y ha servido durante veintidós años en la Armada estadounidense, de los cuales vivió cinco y medio como prisionero de guerra en Vietnam. McCain nació en la zona norteamericana del canal de Panamá y ha escrito que su familia «no estaba arraigada en un lugar, sino en la cultura de la marina». En suma, es un político salido de las fuerzas armadas. No se han dado muchos casos en la historia norteamericana, pero sí muy ilustres: la lista empieza nada menos que con Washington, y continúa en el siglo XIX con Ulysses S. Grant y en el siglo XX con Eisenhower. El tipo no es muy frecuente, pero está bien definido.

Quien sí se escapa de todo sistema taxonómico es el senador por Illinois y candidato demócrata, Barack Obama. Oigamos primero lo que él dice de sí mismo. «Tengo un nombre raro y un background exótico, pero mis valores son esencialmente americanos. Mis raíces están en la comunidad afroamericana, pero no me limitan». «Creo que si podemos decirle al mundo: “Tenemos un presidente en la Casa Blanca que tiene todavía una abuela que vive en una cabaña a orillas del Lago Victoria y tiene una hermana que es medio indonesia y está casada con un canadiense de origen chino”, la gente pensará que ese presidente va a comprender mejor lo que pasa en sus vidas y en sus países. Y tendrán razón». Hay en estas palabras una declaración que contradice la tesis que aquí se sostiene sobre lo inclasificable del personaje: «Mis raíces están en la comunidad afroamericana». Sin embargo, a la vista de la biografía del senador Obama, cabe dudar de que esas raíces sean muy profundas.

En efecto, Barack Hussein Obama nació en 1961 en Honolulu (Hawai) de un padre keniata de familia musulmana y una madre norteamericana blanca originaria del estado de Kansas. Su padre abandonó la familia cuando el niño tenía dos años y su madre se volvió a casar con un indonesio, con lo que Obama vivió en Yakarta hasta los diez años. Después volvió a Honolulu con sus abuelos maternos y allí terminó su enseñanza secundaria en 1979. Su educación superior tuvo lugar sobre todo en la Universidad de Columbia (Nueva York) y en la Facultad de Derecho de la Universidad de Harvard. Entre Columbia y Harvard, Obama pasó tres años (1985-1988) dirigiendo un proyecto de «desarrollo comunitario» en el South Side, un distrito pobre de Chicago. Sin duda, durante aquel periodo entró en contacto con la comunidad afroamericana, pero lo cierto es que sus años formativos discurrieron muy lejos de esa órbita étnica y cultural.

Una conexión tardía con Chicago y con la comunidad negra americana no desdibuja lo esencial de su biografía que, como él mismo dice, se caracteriza por el exotismo. Cabe decir que esa biografía es fruto de la gran ascensión de los Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo XX. Cuando un país deviene en gran potencia mundial, ocurre un doble movimiento: se proyecta sobre el mundo y recibe en su seno al mundo, lo que acaba transformando las trayectorias vitales tradicionales de sus ciudadanos, cuyas biografías se van salpicando de elementos foráneos. Así le ha ocurrido a Barack Obama, y esos elementos resuenan favorablemente, sin duda, en muchos rincones del planeta. Pero, sobre todo, su exotismo le permite escapar de las intrincadas clasificaciones que han regido la vida política norteamericana hasta nuestros días y dirigirse de manera mucho más libre y directa a todos sus conciudadanos. Ello le convierte —la combinación es formidable— en un símbolo de la globalización y en un candidato postamericano, es decir, distinto de la América que hasta ahora hemos conocido.

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