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Si para muchos izquierdistas los conceptos “feminista” y “cristianismo” son abiertamente contradictorios, la incredulidad es aún mayor cuando hablamos del islam. Para la “sabiduría convencional” de Occidente, la religión de Mahoma y la opresión de la mujer son la misma cosa. Este es tópico ya desmentido por la existencia, en diversos países, de un feminismo musulmán que ha realizado importantes aportaciones. Entre sus autoras, imposible olvidar a la marroquí Fatema Mernissi (1940-2015). En un libro pionero, El Harén político, mostraba que Mahoma había sido un hombre de mentalidad avanzada al permitir a la mujer intervenir en actividades importantes como la oración y la guerra. No se le puede culpar a él, sino a otros hombres, de la introducción de ideas misóginas.

Saphia Azzeddine: El viento en la cara. Grijalbo, 2018

Heredera de este combate ideológico es una compatriota de Mernissi, la escritora, actriz y directora de cine Saphia Azzeddine (1979). Su primer libro, Confesiones a Alá, fue toda una revelación por la forma impactante en que clamaba contra la opresión de la mujer. Su última novela, El viento en la cara (Grijalbo, 2018), es a la vez una crítica feroz al integrismo y una defensa igualmente apasionada de la tradición musulmana, interpretada en sentido ilustrado.

La protagonista, Bilqiss, no se resigna aceptar un puesto subalterno frente a los hombres, algo que le es imposible por carácter y por cultura, puesto que ha descubierto a través de los libros un mundo muy distinto a la mediocridad de la vida cotidiana, en la que domina la zafiedad y el autoritarismo desatado.

Ser mujer significa sufrir menosprecio solo por esa razón. El padre de la protagonista se toma su nacimiento con un resignado “hágase la voluntad de Alá” porque hubiera preferido un niño. Suspende, por eso, los festejos que hubieran acompañado la llegada de un varón. La pequeña no puede ni imaginar cómo, en el futuro, su sexo va a condicionar su destino en términos dramáticos. No le permitirán continuar sus estudios y la obligarán a casarse con un hombre mucho mayor que ella, que la maltratará y del que solo podrá librarse con un procedimiento poco ortodoxo.

Alá detesta a los que se amparan en su nombre para cometer crímenes sancionados con el nombre de ley

La tragedia se desata cuando Bilqiss se atreve a sustituir al muecín y realiza la llamada a la oración. En unos términos, además, que sublevan por su heterodoxia a las mentes bienpensantes. Ha cometido una blasfemia y debe ser juzgada en consecuencia. Si, como es más que probable, recibe un veredicto inculpatorio, su destino será la muerte por lapidación. Nada de eso la arredra, más bien lo contrario. De acusada se convierte en acusadora para denunciar el fraude de la religión oficial. Y lo hace desde la posición de una profunda creyente, muy segura de que Alá detesta a los que se amparan en su nombre para cometer crímenes sancionados con el nombre de ley. En el islam que ella profesa, todos los creyentes son absolutamente iguales ante Dios, por lo que no hay espacio para justificar la desigualdad de género en nombre de una realidad trascendente.

Una lógica implacable pone al descubierto las contradicciones, no del islam, sino del islamismo. Los líderes religiosos prohíben la depilación de las cejas porque eso altera la creación. En cambio, juzgan apropiado lapidar a una mujer, como si desfigurarle el rostro a pedradas no fuera un atentado mucho peor contra la obra divina. Matar no les escandaliza: toda su indignación se reserva para los mil y un asuntos fútiles que se empeñan en prohibir.

La protagonista podría eludir su destino si dice lo que el juez le exige que diga, una disculpa, pero no está dispuesta a traicionar sus principios por salvar la piel. El lector, por ello, se acuerda del personaje de Tomás Moro en Un hombre para la eternidad, la gran película de Fred Zinnemann. Bilqiss, como el santo inglés, pone su conciencia por encima de todo. Ella también se encuentra “sola ante el peligro”. Sí, sola. Aunque cuente con el apoyo de la periodista norteamericana Leandra Hersham. Entre las dos mujeres, la incomprensión será total. Bilqiss no ve en la reportera a una aliada, capaz de difundir por todo el mundo la injusticia que sufre. La considera, por el contrario, una progresista superficial a la caza de una historia de interés humano. Su aventura no deja de ser una búsqueda de exotismo y emociones fuertes, un parque temático donde los otros existen en función de ella misma.

El personaje de Leandra sirve para cuestionar el feminismo hegemónico

Por eso, porque duda de su autenticidad, Bilqiss se burla de ella haciéndole creer que el juez la ha besado. No hace más que embaucarla con un cuento romántico porque sabe que es lo que ella desea escuchar. Adopta, por tanto, la pose más predecible, como sucede tantas veces cuando un occidental se entrevista con un informante de otra cultura.
El personaje de Leandra sirve para cuestionar el feminismo hegemónico, en una línea que nos recuerda a la de la pensadora sirio-española Sirin Adlbi Sibai, que en La cárcel del feminismo criticaba la tendencia a pensar solo en las blancas, occidentales y burguesas, con escasa atención a las mujeres que pertenecen a otras civilizaciones. Nos hallaríamos, dentro de esta óptica, ante uno de los rostros de la colonización cultural.

Tanto en su libro como en diversas entrevistas, Azzeddine pone el dedo en la llaga al mostrar el doble rasero que implica injusticias en casa ajena mientras se dan por buenos comportamientos igualmente censurables. De manera provocativa, pero con inmensa lucidez, la escritora marroquí nos obliga a cuestionarnos nuestro sentido de la superioridad cuando afirma que “Madonna medio en pelotas en tan machista como una mujer con velo”. Quiere decir que, tanto en un caso como en otro, es el deseo masculino lo que cuenta.

La escritora marroquí nos obliga a cuestionarnos nuestro sentido de la superioridad

El viento en la cara se lee como la reivindicación de un islam progresista, escrito desde la convicción de que los países musulmanes pueden encontrar su propio camino hacia la modernidad sin copiar a Occidente de manera servil. La referencia, para Saphia Azzedine, se halla en un pasado glorioso en que el esplendor de la civilización musulmana se medía por la cantidad de libros que poseían sus bibliotecas. La historia, aquí, no es un tiempo nostálgico al que regresar, sino el punto de apoyo para encarar el futuro desde los restos que marca el presente. La autora no deja de arremeter contra las intromisiones imperialistas en los países islámicos, pero cree que ya es hora de que estos no se escondan tras las culpas de los demás. Quiere que su mundo haga autocrítica y asuma sus propias responsabilidades.

Doctor en Historia por la Universidad de Barcelona. Entre sus trabajos destaca la biografía "Francisco de Miranda, el eterno revolucionario" (Arpegio, 2012). Colabora como articulista y crítico en publicaciones como "Cultura/s" (suplemento cultural de "La Vanguardia") e "Historia y Vida".