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En 2010 la editorial Pre-Textos publicó en un tomo la Obra completa de Ramón Gaya (1910-2005). Ahora se complementa ese volumen con la publicación de las cartas que el pintor murciano fue enviando a sus amigos a lo largo de su vida; la recopilación, ordenación y cuidado de los textos, a cargo de Isabel Verdejo y Nigel Dennis, se perfecciona con la reproducción de fotografías e imágenes de gran belleza, que hacen de este libro una pequeña joya bibliográfica.

Las cartas de Gaya se presentan organizadas en tres grandes apartados, que corresponden a periodos muy diferentes de su vida. En primer lugar, se recogen las cartas escritas entre 1927 y 1936, que pertenecen a su etapa de formación y que tienen como principal destinatario a Juan Guerrero Ruiz, crítico literario vinculado a la Generación del 27 y amigo íntimo de Juan Ramón Jiménez (a quien Gaya siempre consideró como su principal maestro). Se trata en esos años de una correspondencia más circunstancial, coyuntural, de asuntos prácticos o noticias, aunque siempre haya cabida para fulgurantes revelaciones («En París se vende la pintura por metros, como los solares por construir») o contundentes comentarios sobre personajes de la época («Todo el tiempo que estuvo con nosotros habló con gracia, con soltura, pero… ¿son éstas, cosas de un poeta puro?», se pregunta sobre Rafael Alberti, de quien añade: «La impresión que me produjo es de poco serio»). Queda constancia asimismo de su temprana decepción con el arte de vanguardia, que lo marcaría para siempre.

En el segundo apartado figuran las cartas redactadas entre 1948 y 1953, ya en su época de madurez, que resultan mucho más reflexivas y enjundiosas. Se recogen allí los preparativos de su primer viaje de regreso a Europa, tras trece años de exilio en México, así como las impresiones, pensamientos y sentimientos que fue relatando desde su llegada al Viejo Continente en junio de 1952. «No puedes imaginarte —le escribe a Tomás Segovia desde París— lo que viene a ser saltar así, de pronto, de las tristes Américas a las dramáticas Europas». Para Gaya esa vuelta a Europa significaba, sobre todo, el reencuentro con los museos, con sus maestros  o «amigos perennes» y con la que consideraba la verdadera patria de cualquier pintor: la Pintura. En las cartas que fue escribiendo durante aquel año ambulante en que recorrió distintas ciudades como París, Venecia, Florencia o Roma se refleja la intensidad de las emociones que Gaya experimentó en aquellos días de revelación y (re)descubrimiento de la pintura: «¡Qué Zurbarán! ¡Qué pinturas pompeyanas! ¡Qué Rembrandt!» exclama, por ejemplo, tras acudir a un museo.

Por último, se recogen las misivas que Gaya escribió a sus amigos entre 1955 y 1978, coincidiendo con su retorno definitivo a Europa en marzo de 1956 y su prolongada estancia en Roma antes de venir a España. Además de su total determinación por la soledad («mi único estado posible»), se hace patente el compromiso absoluto que el pintor mantiene con su vocación artística: «Trabajar, trabajar y trabajar. No esperes la llegada de la inspiración, porque la inspiración no llega así, de pronto y sin sentido, sino como un premio; la inspiración existe, pero debemos actuar —trabajar, esforzarnos, forzarnos— como si no existiera». Se incluye también, finalmente, un apéndice con las postales enviadas por el pintor entre 1980 y 1994.

Obviamente Ramón Gaya era, por encima de todo, un pintor. Y es en su pintura, por tanto, donde habría que buscar lo más original, valioso y verdadero de su creación artística. En lo referente a su obra escrita, parece mostrarse algo dudoso y vacilante; confesaba que le costaba mucho tiempo y esfuerzo expresarse por escrito y, a lo sumo, aceptaba describirse como «un pintor que escribe». Sin embargo, a muchos de nosotros la influencia de Gaya como maestro en cuestiones estéticas nos ha llegado más bien a través de su escritura, caracterizada por un estilo claro, sencillo, natural, por una prodigiosa capacidad de observación y por ciertas cadencias y modulaciones rítmicas muy personales (por ejemplo, esos puntos suspensivos y cursivas que subrayan, que particularizan, que… ahondan). Las ideas estéticas de Gaya, como él mismo reconoce, son fruto de la intuición, más que del razonamiento; son —por así decirlo— ideas «sentidas», «vividas», que han sido experimentadas y que buscan realizarse en la propia creación artística.

Solitario insobornable, siempre fiel a sus principios (contrario al arte deshumanizado de las vanguardias, a la abstracción, al juego banal, al experimentalismo…), la figura de Ramón Gaya representa «el valor del silencio, del apartamiento, de la autenticidad», como resume Andrés Trapiello en el prólogo. Su apasionada fe en el arte, su entusiasmo por la vida, su principio inalienable de que la realidad y el arte son la misma cosa… han orientado y orientan los pasos de numerosos lectores o discípulos bajo los principios clásicos del bien, la verdad y la belleza, que quedan religados o subsumidos en una realidad superior, totalizadora, sagrada: la vida. La vida y su misterio.

Hay que celebrar, pues, la publicación de estas cartas, que pueden leerse también como una biografía o autorretrato «en marcha» del pintor. La belleza de sus descripciones de momentos, lugares y personas, así como el hondo calado de sus reflexiones en torno a la pintura, la vida o la creación artística, convierten este conjunto de cartas en un referente indiscutible del pensamiento estético del siglo XX.

Un libro que podemos considerar ya clásico, eterno.

Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y profesor en la Universidad Rey Juan Carlos.