Entre el aluvión de títulos dedicados al mundo clásico (ensayos monográficos, adaptaciones, textos divulgativos…), destaca este breve ensayo del historiador de la Antigüedad británico Neville Morley, El mundo clásico. ¿Por qué importa?, (Alianza).
El traductor le atribuye al libro “un cierto aire provocador, novedoso y erístico”. Si el calificativo de erístico -según el Diccionario, que «abusa del procedimiento dialéctico hasta convertirlo en vana disputa»- nos parece, más que exagerado, injusto, no cabe duda de que este libro no disimula un tono irónico que puede llegar a resultar, en efecto, algo provocador. También bienhumorado y, por ello, de grata lectura.
Se trata de un trabajo estimulante, lleno de reflexiones y sugerencias. Así, por ejemplo, sobre la tragedia griega y su contexto histórico y político; sobre la importancia del Grand Tour de los siglos XVIII y XIX, por el que las clases altas redescubrieron el mundo clásico, o sobre la relación entre imperialismo y estudios clásicos.
Un trabajo escrito por un prestigioso profesional de la materia que reconoce absolutamente la importancia del legado clásico
Un trabajo escrito por un prestigioso profesional de la materia que, según propia confesión, viene no a enterrar la cultura clásica, sino “a encarecerla”. Con toda su peculiaridad, reconoce absolutamente la importancia del legado clásico, a cargo de un profesional comprometido con su disciplina que, entre otros detalles, mantiene una cuenta en Twitter dedicada a corregir falsas citas de Tucídides. Un autor cuyos argumentos, en tanto nos interpelan y estimulan, merecen ser atendidos más allá del acuerdo que susciten en el lector.
Si hay una tesis que destaque entre las múltiples reflexiones que contiene, y recorra sus páginas a modo de estribillo, esta es la que postula unos estudios clásicos parecidos a un ágora abierta y no a una acrópolis fortificada, en los que unas especialidades dialoguen con otras en un intercambio fructífero.
Junto a esa idea, está también la propuesta de sacar a los estudios clásicos del feudo exclusivo de la Filología. Los argumentos a favor de esto último, junto con las ironías a costa del gremio de “Auténticos Filólogos Clásicos”, título que el autor se siente feliz de no poseer, no son escasos (el elitismo de ese “selecto grupo de personas”, “el montaje general de la empresa”), enlazando en eso con las críticas que Nietzsche hacía a dicho gremio.
Lo esencial a este respecto, en opinión de Neville Morley, es que los historiadores pueden apoyarse en restos materiales tanto o más o mejor que en textos literarios; máxime cuando los textos literarios que nos han llegado de la Antigüedad no son sino una muy pequeña parte de lo que se escribió entonces. Por otro lado, un estudioso de la filosofía, la historia o la economía clásicas –sostiene el autor- puede abordar su investigación sin necesidad de leer textos originales, sea porque dicha investigación pueda hacerse basándose en los dichos testimonios materiales, sea porque pueda servirse de las buenas traducciones existentes, o porque el asunto de su disciplina sea en sí mismo contemporáneo, por ejemplo, la recepción de los clásicos.
Morley sostiene que la lingüística y la filología no son el núcleo duro de estos estudios
Morley sostiene que la lingüística y la filología no son el núcleo duro de estos estudios, por más que resulten de utilidad, y eso a cambio de dar una visión parcial por estar limitadas a ese puñado de textos supervivientes. “Los estudios del mundo clásico no necesitan que todo el mundo sea lingüista”, afirma. Más aún, Morley aconseja valorar qué destrezas se dejan de adquirir por dedicarse en profundidad al estudio de las lenguas; la arqueología, insiste, puede ser tan importante como aquellas.
En cuanto a su defensa de unos estudios clásicos entendidos como ágora abierta, vale decir sin fronteras, esta constituye otro de los puntos fuertes del libro. Convencido de que “el futuro es interrelación comparada”, aboga por una interdisciplinariedad algo promiscua como asunto clave para el éxito de la cultura clásica, por un enriquecedor conflicto de paradigmas, aproximaciones y metodologías diferentes, la ruptura de barreras, el intercambio de ideas, la exploración de distintas perspectivas.
Una disciplina abierta que sea punto de encuentro de diversos puntos de vista. Morley encuentra, además, una coherencia profunda entre ese modo de entender estos estudios y lo que fue realmente el mundo clásico, en el que se dio un trasiego de gentes, bienes e ideas en un Mediterráneo que no fue un entorno cerrado, sino el extremo occidental de Eurasia. El Mediterráneo es un centro de gravedad, pero no delimita geográficamente a la disciplina, afirma Morley.
Asunto que le lleva a poner el acento en otra serie de jugosas cuestiones. Como los préstamos y relaciones que se dieron en aquellos siglos y todo lo que Grecia y Roma debían a civilizaciones tenidas por inferiores: la polis, sin ir más lejos, fue una variante de un fenómeno propio de Oriente Próximo. Y Roma era más que Roma o Italia. Entender cabalmente el mundo clásico es conocer también su periferia, abrir nuestro punto de vista, inevitablemente condicionado por ser el de los propios griegos y romanos, que veían a los otros pueblos como bárbaros; tratar de estudiar a esos otros pueblos (cartagineses, celtas), en la medida de lo posible, en sí mismos y no en relación a Roma.
El de los clásicos, en fin, es un universo amplio que requiere un acercamiento complejo, como complejo y fluido fue un mundo que, junto a sus numerosas e indudables luces, estuvo dominado por culturas guerreras aristocráticas que glorificaban la guerra y la desigualdad (los espartanos fueron los mejor organizados, más militarizados y más incultos entre gentes muy antipáticas, señala el autor en lo que parece un papel de abogado del diablo). Y porque, más allá de que nuestra sociedad provenga de aquella, la cultura clásica ha servido de coartada a las causas más variopintas, incluyendo algunas indudablemente oscuras.
El autor recuerda que el humanismo no evitó los horrores del siglo XX; que Aristóteles habló de esclavitud natural, sirviendo de aval al esclavismo moderno; que el imperialismo se ha apoyado en la cultura clásica (para el Nobel Derek Walcott, “las sombras de la esclavitud y su legado son inseparables de la glorificación del legado del mundo clásico”); que regímenes totalitarios han usado el simbolismo y la arquitectura clásicos; que los símbolos espartanos nutren mensajes y emblemas de grupos violentos y antidemocráticos de extrema derecha. La cultura clásica, en fin, nos recuerda Neville Morley, está abierta a ser usada también de esa manera.
Dentro de esa amalgamada complejidad, “los estudios clásicos interesan porque siempre han interesado” y es difícil considerar ningún aspecto de la cultura humana actual cuyo pasado no se haya visto de alguna manera influido por el mundo clásico. Sea lo antedicho o sea la importancia de la Grecia clásica en la historia de la homosexualidad, cuya legitimización debe no poco a la idealización del mundo antiguo.
Y precisamente por lo problemático del lugar que debe ocupar la Antigüedad clásica es por lo que ese periodo y su estudio siguen teniendo interés. Lo tienen, sobre todo, en opinión de Morley, no como un modelo a copiar servilmente, sino por los aspectos aprovechables que nos ofrecen, entre los que destaca la propia democracia. En otras palabras, no se trata de que la decadencia y caída de Roma puedan prefigurar, como tantas veces se ha querido ver, el modelo de nuestro propio posible destino, o que las migraciones de los bárbaros nos alerten contra los inmigrantes de hoy. En realidad, es lo contrario, y la obligación de los clasicistas es cuestionar esas conclusiones e insistir en que el mundo es complejo y nuestro conocimiento del pasado, inseguro; advertirnos de ese uso interesado del mundo clásico.
Los clásicos, insiste Morley, nos abren la mente, nos aclaran en qué consiste ser humano (¡la tragedia griega!), pero no predicen el futuro
“El estudio de estas disciplinas puede hacer valiosas contribuciones al futuro de nuestro mundo, entre las que incluyo la de cuestionar las prioridades de algunos de quienes buscan dictarnos el futuro”. Los clásicos, insiste Morley, nos abren la mente, nos aclaran en qué consiste ser humano (¡la tragedia griega!), pero no predicen el futuro.
Acercarnos a la complejidad de ese mundo requiere hacernos constantemente nuevas preguntas. Y en esa tarea, campos como el del feminismo y las nuevas interpretaciones de género nos impelen a revaluar cuanto creíamos saber y nos ayudan a enriquecer nuestra comprensión del pasado. Porque “es imposible explicar el pasado si no es a partir de nuestros propios presupuestos”, y “al apoyarnos de manera explícita en ideas y teorías modernas”, leyendo el pasado en términos de presente, “es menos probable que obtengamos una lectura equivocada”.
Con todas esas reticencias y convicciones, Morley se declara profundamente comprometido con el estudio de la Antigüedad clásica. “Hoy día, los estudios de la cultura clásica [amenazados por gente que dice valorarlos, señala Morley] son un campo de estudio vibrante, innovador, sofisticado y reflexivo; ¿por qué no iba yo a querer intervenir ahí?”. Además de con su tarea docente, interviene con ensayos como este, muy recomendable para profesionales de la materia en cualquiera de sus facetas (filología, historia, filosofía, arte…) y amantes (amateurs) del mundo clásico.