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No recordamos exactamente el nombre de aquella coctelería. Posiblemente sea que no queremos recordarlo. Quizás tuviera un nombre rizadamente anglosajón, o algún arcano acróstico, o algo más nítidamente hortera. Pero el caso es que nos gustaba, y todos los fines de semana, Ane y yo quedábamos con Juanjo y Diana, dilatábamos la tarde en la calle Pozas y, después de un sandwich o una hamburguesa, nos dirigíamos a la coctelería. Allí, mientras Juanjo resolvía de nuevo tomarse un destornillador (de aquéllos llenos de fruta, cuyo aroma zumbaba en medio del círculo que hacíamos con los taburetes), Diana, Ane y yo nos introducíamos en la carta de cócteles dispuestos a probar los néctares más extraños.


– Por favor, un Remeros del Volga, un Ciudad Prohibida de Pekín y un Caricia del Caribe – podía ser nuestra demanda, ese tipo de cosas que uno pronuncia con tono difícil, con la voz potente que se reclama siempre de un tipo seguro de sí mismo pero, a la vez, con el deje de escepticismo de quien sabe que esas denominaciones no pasan de ser un género literario.


– Johnny: un Remeros, un Pekín y un Caribe -compilaba entonces Genaro, el encargado, mientras miraba a la otra punta de la barra.


Y allí, muy cerca de la puerta de la cocina, Johnny sonreía y ponía manos a la obra.


Aquella era una de nuestras aficiones nocturnas más queridas: recorrer las coctelerías de la ciudad. Era un quiero y no puedo para gente como nosotros, que ya no buscábamos aventuras ni sucesos extraordinarios, sino la suave tranquilidad de dos parejas con vocación de indisolubles. Juanjo y yo éramos amigos desde el colegio. Nos habíamos emborrachado muchas veces juntos. Ahora salíamos con dos chicas, y habíamos comprobado, casi con alivio, que ellas se gustaban y querían llevarse bien. Son ese tipo de cosas que le reconcilian a uno con el mundo: cuando se siente el temor de que el amor, como ocurre a menudo, pulverice amistades anteriores. Afortunadamente, entre nosotros, no había sido así.


Juanjo y yo nos sabíamos amigos, pero (quiero pensar que en ello había hasta galantería) cada uno había cedido el paso a una mujer que se interpusiera en nuestra amistad. La íntima confianza había retrocedido en favor de un sereno aprecio, y ellas estaban allí, para enseñarnos, como ha ocurrido durante generaciones, cuál es el lugar que el hombre, ese animal confundido, debe buscar en el mundo con su ayuda.


Con esos vagos afectos, cuyas líneas se entrecruzaban de unos a otros (y era hermoso que así fuera) terminamos conociendo todas las coctelerías de la ciudad. Pero sin duda era la de Genaro y Johnny nuestra preferida.


– Un Romántico, un Delicia de Shangai, un Viento de Tartaria – repetíamos.


Y Juanjo, como siempre, demandaba su destornillador, barroco, deslumbrante, rebosante de frutas.


Aquella coctelería, cuyo nombre no recordamos, tenía buenas razones para ser la más escogida. Pregúntenselo a Genaro.


– Romántico, Shangai y Tartaria – volvía a repetir.


– Y un destornillador – Diana, atenta a los deseos de su chico.


Y Johnny, otra vez, poniendo manos a la obra.


– Es mi mejor camarero – nos decía Genaro, como ese tono confianzudo que utilizan los gerentes inteligentes con sus clientes habituales-. Y además, os vais a reír, ¡va ganando con los años!


Johnny, hay que decirlo de una vez, era un viejo diminuto que hace años debería haber entrado en la jubilación, por no decir pasado a mejor vida.
Genaro nos aseguraba que lo mantenía porque aún le quedaban algunas cotizaciones para conseguir una pensión.


– Yo quiero que Johnny pase sus últimos años tranquilo – decía.


Pero no lo creíamos. Genaro era uno de esos sujetos que convierten las trampas de la burocracia en armas a su favor. Habría intentado cualquier cosa para justificar que un viejo como Johnny siguiera a su servicio: Johnny era la mayor atracción de la coctelería.


A nosotros no nos gustaban aquellos bármanes efectistas que lanzaban los cubitos de hielo por el aire, los estrellaban contra los muebles de su establecimiento y, tras recogerlos de revés con sus pinzas plateadas, los metían en tu vaso. En cierto modo, nos creíamos expertos, y preferíamos con mucho el estilo sobrio y clasicista que Genaro había impuesto en su local: nada de tonterías, el cóctel bien hecho, y el único efectismo el que uno sienta en su boca.


Johnny era el principal responsable de la calidad de aquellas secretas combinaciones: Johnny, al contrario de lo que ocurre casi siempre, había conseguido su mayor esplendor profesional al final de una carrera como barman que había sido hasta entonces, la verdad, bastante oscura.


Expulsado, por senilidad, de su último trabajo, Genaro se había hecho cargo de él. Genaro era un empresario vocational, un verdadero talento que puede sorprenderte con genialidades de ese tipo.


– Johnny? ¿Ese viejo en el negocio? – le había dicho uno de sus socios- Es un inútil. ¡Tiene Parkinson!


– Precisamente por eso.


No había más que echar un vistazo a Johnny para percibir su singular cuadro patológico: diminuto, escuchimizado, guardaba bajo su correcto esmoquin un cuerpo que tamborileaba como una lavadora vieja. Sus brazos parecían dos latiguillos nerviosos que fueran a salir en cualquier momento disparados hasta estrellarse con el techo. Dios mío, decíamos a veces nosotros (legos, al fin y al cabo, en medicina), lo de Johnny parecía un estadio terminal.


Pero esa gravosa tara de la vejez se transformaba en una prodigiosa habilidad a la hora de tomar la coctelera y agitarla eléctricamente durante breves segundos.


– Eso es -nos decía Genaro, contemplando, apoyado en la barra, las evoluciones de Johnny con la coctelera – movimientos enérgicos y cortos, casi sacudidas eléctricas. Amigos, un experto eso siempre lo nota.


Y nosotros, respetuosos ante tanta maravilla, decíamos que sí, que por supuesto, que siempre lo notábamos.


Había veces en que Johnny, en el devenir de su trabajo, debía atravesar la barra de un extremo a otro. Y si nosotros estábamos sentados en los sofás del fondo, podíamos contemplar su cabecita que, como los patos de un tiro al blanco de feria, se desplazaba entre breves convulsiones, a la altura de los codos de los clientes sentados en sus taburetes. Las gafas le bailoteaban en la cara, y nosotros, que ya íbamos cogiendo confianza, le gritábamos a veces:


– ¡Johnny, joder, cualquier día te rompes!


Y Johnny, muy ufano, sonreía, porque reconocía en aquella especie de enfermedad lo más acabado de su virtuosismo hostelero.


Un par de radios locales habían entrevistado alguna vez a Johnny y a Genaro. Cierta’ noche, mientras Johnny nos atendía, notamos cómo su mirada se escapaba inevitablemente hacia una columna del local: allí descubrimos un recorte de prensa, enmarcado, y en él una foto de Johnny, cuya cabeza reducida asomaba en medio de una larga hilera de botellas.


– Le han sacado en el periódico -nos explicó Genaro, y luego, confidencialmente-: Está como loco el chaval.


Y nosotros felicitamos con los ojos a Johnny que, en el otro extremo de la barra, sonreía con gesto modesto y mejillas encarnadas, mientras su brazo de colibrí batía vertiginosamente un nuevo combinado.


Llegó un momento en que la situación de Johnny se hizo casi insostenible.
Año tras año, su cuerpo había ido menguando. Hacía tiempo que Genaro le había prohibido tocar la vajilla; un plato o una copa en manos de Johnny no es que fuera un cúmulo de añicos, sino que, antes de alcanzar tan apacible estado, podía convertirse en un peligroso proyectil que sobrevolara el local en busca de la primera frente descubierta.


Ahora, Johnny se limitaba a esperar hasta que algún otro camarero pusiera la coctelera en sus manos y comenzara a agitarse con ella casi hasta hacerse invisible, como las hélices de una avioneta cuando van tomando impulso.


Y nosotros, al final (quizás presintiendo que el final ya se acercaba) aplaudíamos y, envalentonados por las copas bebidas, coreábamos su nombre.


El tiempo fue pasando. Quiero decir con esto que Juanjo y Diana, Ane y yo, nos casamos, que poco a poco fuimos consiguiendo modestas promociones profesionales, que vivíamos en esa felicidad honesta y sencilla de la gente que va liquidando poco a poco sus préstamos bancarios.


Hubo un año en que, tras las vacaciones de verano, volvimos a la coctelería. Buscamos con los ojos la descacharrada anatomía de Johnny. Pero sólo vimos a Genaro.


– ¿Dónde está la figura? -preguntamos.


No hubo tiempo de que algún oscuro presentimiento creciera dentro de nosotros.


-Tomen lo que quieran, muchachos -dijo luego Genaro, alzando por fin la cabeza-. Hoy invita la casa. Por el viejo Johnny, que nos ha dejado para siempre.


Creo que no volvimos a aparecer por aquel lugar. Nos hubiera parecido una completa desconsideración a su memoria. Quizá esto suene ahora un poco ridículo, pero entonces nos pareció el único gesto de homenaje que podíamos permitirnos.


Ane y yo dejamos de salir con Juanjo y Diana. Habíamos pasado demasiado tiempo juntos. La confianza envalentona a todo el mundo. Hubo algunas discusiones. Vagos resentimientos. Ahora apenas nos veíamos.


En casa, Ane y yo teníamos un precioso mueble-bar. Apenas salíamos de copas. Los años, como sabe cualquiera, se traducen en cansancio. La gente madura que se resiste esforzadamente a esa realidad resulta esperpéntica y los que no quieren engañarse les contemplan con una secreta piedad.


Ane y yo habíamos perdido un hijo. Luego tuvimos otros dos. Ane sufría a veces unas horribles jaquecas. Yo había cambiado algunas veces de trabajo. En realidad no éramos exactamente felices, pero tampoco encontrábamos suficientes razones para creernos desgraciados. Estoy seguro de que intentan comprenderme, y de que pueden hacerlo.


Ahora yo tampoco bebía mucho, pero los domingos, a la noche, cuando la perspectiva de una nueva semana de trabajo se cernía, como una horrible sombra, sobre nuestro pequeño piso, sacaba la coctelera. Practicaba. Ensayaba. Inventaba alguna cosa, y sin embargo, siempre se trataba de sabores demasiado forzados, sabores nunca del todo logrados, como si les faltara algo para considerarlos definitivamente conseguidos, sabores vagos, dignos de olvidarse pronto. Quizás amargos.


Agitaba la coctelera con gesto mecánico. Últimamente, Ane no me acompañaba. Ella ya sólo bebía agua y, a esas horas, sus comprimidos para la cabeza.


Agitaba, sí, la coctelera, yo solo, sin decir nada. Y me servía una copa. Quizás pensaba en Johnny, quizás hiciera esto como un obstinado homenaje a su memoria, o quizá pensara en nosotros, en todo lo que habíamos cambiado sin que pareciera que había cambiado nada. Y luego, me la bebía. Bastaban un par de tragos rápidos y atropellados, en los que casi nunca había placer y que sin embargo tampoco tomaban forma de castigo, como suele ocurrir acaso con muchas otras cosas de la vida, cosas preñadas de amargura, que se hacen por costumbre, que se hacen porque sí.