LA PREGUNTA, TANTO TIEMPO OLVIDADA, ha vuelto a suscitarse con la publicación del libro de Jean Clair La responsabilidad del artista, que provocó un apasionado debate en Francia, y que se ha traducido recientemente al castellano (Visor, Madrid, 1998). El libro es muy estimulante en sus planteamientos, pero algo decepcionante en su argumentación. Por ejemplo, señala la necesidad de distinguir entre modernidad y vanguardismo, pero zanja esa diferencia en términos verbales, oponiendo la «mesura» de lo moderno, que es de todas las épocas, a la vanguardia, producto tardío del romanticismo. Clair suscita también el problema de la globalización del arte actual, pero lo solventa apelando al enraizamiento del arte en un lugar, en una tierra, ignorando que la tradición artística occidental se ha forjado en las capitales —Florencia, Roma, París, Nueva York— y sus grandes exponentes han sido cosmopolitas como el Greco, Rubens, Poussin, Picasso…
El aspecto más interesante del libro de Jean Clair es la discusión de un tópico que hasta ahora se ha venido repitiendo y aceptando casi sin debate: que las vanguardias eran las herederas naturales del espíritu de la Ilustración. Georg Lukács fue el primero en señalar en el movimiento expresionista algunos elementos ideológicos precursores del nazismo dentro del prolongado ascenso del pensamiento irracionalista en Alemania (sometido más tarde a una crítica general en su obra El asalto a la razón). En el capítulo segundo de su libro, Jean Clair aborda ese delicado asunto, y nos recuerda algunos casos ejemplares de artistas como Munch, Barlach o Nolde, comprometidos de un modo u otro con el régimen de Hitler. Examina las posibles afinidades entre el expresionismo y el nazismo: el pathos, la innovación de una tradición nórdica, de la germanidad primitiva, el mito de una lengua original y considera, en fin, las dos opciones de la política cultural nacionalsocialista, representadas por Goebbels y Rosenberg.
Sin embargo, como ha mostrado Alvaro Delgado-Gal en un brillante ensayo («Las vanguardias y los años oscuros», Revista de Libros, febrero 1999, n° 26) donde comenta el libro de Jean Clair, el balance político del expresionismo no puede basarse en las actitudes individuales de algunos artistas, que pudieron estar motivadas por «la estupidez, el miedo, o las simples ganas de medrar». En cuanto al fondo del asunto, el caso es que todo el arte expresionista terminó relegado a la siniestra exposición de Arte degenerado de 1937. Y fue así porque un partido de masas, y de signo totalitario, necesitaba un estilo didáctico, claro y fácil de entender para las multitudes, lo que excluía el lenguaje de las vanguardias. En suma, que la decisión final de los nazis en favor del realismo académico «no ofrece por tanto el menor misterio, ni en definitiva revela nada específico sobre el realismo o sobre las propias vanguardias».
La discusión de las propuestas de Jean Clair le sirve de pretexto a Delgado- Gal para una reflexión más profunda y más radical sobre las vanguardias. Dentro de ella aventura una conjetura audaz: «Toda transgresión en el plano de la forma integra una transgresión simultánea en el plano de la ética». Las aventuras de las vanguardias en el plano artístico entrañarían una impugnación sistemática de las costumbres, de las normas de convivencia y del sistema político. Esta tesis, que no es en absoluto desdeñable, tiene ilustres antecedentes. Desde Platón, cuando advertía que ciertas innovaciones en los modos musicales provocaban efectos peligrosos en el orden de la polis. Descendiendo a lo concreto, Delgado-Gal propone, aunque con reservas, que quizá «no haya sido moralmente venial el experimento cubista, el cual lamina la iconografía clásica y deshumaniza al hombre y lo coloca a la par de los objetos inanimados». La reducción del rey de la creación «a una suma aséptica de elementos geométricos, y por aséptica, ajena a las categorías sentimentales de que nos valemos para percibir y juzgar a nuestros semejantes» podría implicar consecuencias éticas. El propio Delgado-Gal reconoce, sin embargo, que este ejemplo es «dudoso». Desde luego, nos llevaría muy atrás: en la década de 1860 se solía reprochar a Manet que tratara las figuras humanas como los objetos de una naturaleza muerta. ¿Era entonces Manet un enemigo del humanismo? No: simplemente defendía la autonomía de la pintura frente a la imposición de ciertos valores ajenos a ella.
LA ESTETIZACIÓN DE LA POLÍTICA
Delgado-Gal presenta otro ejemplo con más certeza: «Los surrealistas […] concibieron sus desafíos estilísticos como una continuación de su desafío al orden establecido, y viceversa». Y sus «indagaciones de naturaleza formal» en poesía o en pintura pretendían ser, al mismo tiempo, «actos de terror». Estas últimas afirmaciones me parecen indiscutibles y reveladoras. Con ella se introduce otro componente de la actitud vanguardista: la estetización de la política. A este respecto, Delgado-Gal se pregunta «si la estética de las vanguardias no fue especialmente apta para la divulgación de mensajes violentos y antidemocráticos» y cita los vínculos entre los futuristas y el fascismo, o entre muchos surrealistas y el estalinismo.
En fin, Delgado-Gal sugiere (y es quizá su tesis más original) que la raíz de ambas transgresiones, estética y ética, se encontraría en la teoría expresionista (y, en última instancia, romántica) de la creación, según la cual el poeta escribe al dictado de una voz que surge del fondo oscuro, irracional, del inconsciente. Esta búsqueda de lo inmediato, eludiendo «los lentos trabajos y astucias del oficio», correspondería a una actitud política expeditiva; a «la exigencia de soluciones rápidas y definitivas» y al desprecio de las formas que en la época de entreguerras contribuyó a la caída de los regímenes parlamentarios. La actitud estética y la actitud política tendrían un factor común: el desprecio hacia la retórica como técnica de la persuasión. El rechazo de la retórica llevaría, en el arte, a prescindir de los procedimientos y las reglas tradicionales; el repudio de la retórica en política implicaría «la eliminación de los cuerpos y agentes intermedios que regulaban las transacciones entre los actores sociales». De este modo, la exaltación vanguardista de una libertad ilimitada conduciría a la negación efectiva de la libertad ordenada en la convivencia social.
UNA SALVEDAD, EL CUBISMO
Las tesis de Delgado-Gal, que he resumido hasta aquí, me parecen iluminadoras, pero con una condición: que se apliquen sólo a los movimientos artísticos que estrictamente merecen el nombre de vanguardistas (y que no son todos los que lo parecen). No sería éste, desde luego, el caso del cubismo. Creo que en el cubismo en cuanto estilo no hubo una tendencia significativa a la transgresión ética o política. Como tampoco se podría acusar a los cubistas de haber rechazado el oficio pictórico o la retórica en aras de una expresión inmediata, pues se impusieron desde el principio unas condiciones formales no menos rigurosas que las tradicionales; basta considerar, por ejemplo, la obra de Juan Gris, cuyo rasgo esencial no es la rebelión, sino la impecable contención clásica.
Pero es que el cubismo, que fue un paso decisivo de la modernidad artística, no era en sentido estricto un movimiento vanguardista. El cubismo, como antes el impresionismo y el fauvismo (y más tarde el expresionismo abstracto), es un movimiento moderno porque se sitúa en la corriente que domina el arte europeo desde el siglo XVIII. Lo esencial de esa corriente es el empeño por aplicar en el arte las exigencias de la razón crítica. Las reglas artísticas se asumen sólo como hipótesis provisionales, y no hay regla alguna que no pueda ponerse en tela de juicio. Pero ese interminable proceso autocrítico de innovación permanece sometido al principio de la autonomía del arte. Autonomía entendida como defensa del propio dominio frente a las injerencias exteriores (de la religión, la política, etc.) y, al mismo tiempo, como autolimitación, como compromiso de no desbordar las fronteras establecidas desde dentro, de no invadir el territorio de otras disciplinas.
El primer movimiento vanguardista en sentido estricto es el futurismo, modelo positivo y negativo para los que vendrían después. Hereda la lógica moderna de la ruptura formal, pero considera el principio de la autonomía del arte como una cárcel intolerable. Llevados por una ambición desmedida, los vanguardistas aspiran a convertir el arte (o más bien el anti-arte) en una fuerza eficaz en la vida social. En términos kantianos, podríamos decir que la analítica del arte moderno se troca en la dialéctica del arte vanguardista, con su desfile de antinomias insolubles. La soberanía del artista moderno para revisar críticamente las reglas tradicionales de su oficio autoriza, para el vanguardismo, la impugnación arbitraria de todas las leyes civiles, morales o simplemente lógicas. La innovación artística engendra la ilusión de una Revolución global. Y el laboratorio de la experimentación formal se convierte en un arsenal de terror. Así sucede por ejemplo, con el collage. Con su invención del collage, los cubistas trastocan la composición y la misma naturaleza de la representación en pintura y escultura. Pero dadaístas y surrealistas (con excepciones eminentes, como Schwitters y Arp) hacen del collage un medio para conseguir efectos sorprendentes, yuxtaponiendo imágenes incongruentes: un medio para provocar el shock. En general, los vanguardistas tienden a trascender las viejas artes, la pintura y la escultura, y buscan en el teatro y en concreto el mucic-hall, un nuevo medio total, más útil para la agitación social y política. Así aparece, con las tumultuosas serate futuristas y más tarde con las actuaciones escandalosas de los dadaístas, la tradición contemporánea de la performance parateatral. Los surrealistas, por su parte, convertirán sus exposiciones en ambientes totales, precursores de las actuales instalaciones.
En este contexto se explica quizá la tendencia a estetizar la política pues, para el vanguardismo, la política no es sino la continuación de la experimentación artística por otros medios.
NIHILISTAS DE SALÓN
A veces se alega que los movimientos de vanguardia, originariamente puros, fueron corrompidos por los políticos. Pero no es cierto. Marinetti y sus amigos no eran almas cándidas pervertidas por Mussolini y el fascismo, sino sus auténticos precursores y compañeros de viaje desde el principio. ¿Y los surrealistas? Apenas desgajados de Dadá, cuando todavía se burlaban del bolchevismo y de la Rusia soviética (las conversiones al comunismo comenzarían en 1925), ya se abrían camino a hachazos. Delgado-Gal recuerda el homenaje que rindieron a Anatole France, el mismo día de su entierro, tachándolo de «cadáver» y de «policía», fue sólo el episodio más sonado entre sus innumerables actos de terrorismo cultural: escándalos deliberados, provocaciones, insultos, campañas de difamación, procesos inquisitoriales…. Albert Camus escribiría sobre el amor de los surrealistas por la revuelta: «Estos nihilistas de salón estaban evidentemente amenazados de convertirse en siervos de las ortodoxias más estrictas » (Camus, L’Homme révolté, Gallimard, Paris, 1963). Y es verdad que algunos, como Louis Aragón, terminaron abjurando de su fe vanguardista en aras del partido de Stalin. Pero quizá las declaraciones políticas más vergonzosas las hicieron aquellos surrealistas que habían abandonado el partido comunista, y las hicieron precisamente contra la táctica de los estalinistas.
Pienso en un episodio que no se recuerda a menudo: la formación del grupo Contre-attaque, pomposamente subtitulado «Unión de lucha de los intelectuales revolucionarios». El manifiesto inaugural de este grupúsculo, publicado el 7 de octubre de 1935, lleva las firmas de André Bretón, Georges Bataille, Paul Eluard, Pierre Klossowski, Benjamín Péret, Yves Tanguy y Dora Maar, entre otros nombres menos conocidos. El panfleto ataca la táctica del Frente popular y se pronuncia por la implantación de «una inflexible dictadura del pueblo armado» mediante «una vasta composición de fuerzas, disciplinada, fanática, capaz de ejercer cuando llegue el día une autoridad despiadada». En el penúltimo punto del panfleto, sus firmantes declaran: «Nosotros pretendemos servirnos de las armas creadas por el fascismo, que ha sabido utilizar la aspiración fundamental de los hombres a la exaltación afectiva y al fanatismo». La insistencia en el fanatismo resuena como un avatar del antiguo entusiasmo divino del artista. El furor poeticus se convierte en literal furor político.
Por si esta declaración no era bastante, unos meses más tarde, en marzo de 1936, el mismo grupo emite otro comunicado, firmado entre otros por Bretón, Bataille y Benjamin Péret. El texto, titulado «Bajo el fuego de los cañones franceses…», está dirigido contra la consigna estalinista —«Hitler contra el mundo, el mundo contra Hitler»— que llamaba a formar una amplia coalición antifascista. Y responde así: «Apelar al mundo tal como es contra Hitler es, en efecto, cualificar este mundo frente al nacional-socialismo, mientras que la actitud revolucionaria implica necesariamente una descalificación (descalificación de la que daban cuenta hace poco expresiones despectivas como mundo burgués o mundo capitalista)». En el último punto, se rechaza «la presente coalición policial contra un enemigo público número 1». Y los firmantes declaran: «Estamos contra el papel mojado, contra la prosa de esclavo de las cancillerías. Pensamos que los textos redactados alrededor del tapete verde no vinculan a los hombres sino de mala gana. Nosotros preferimos, en todo caso, la brutalidad antidiplomática de Hitler, más pacífica, de hecho, que la excitación babosa de los diplomáticos y los políticos» (Bataille, Oeuvres complètes. Premiers Écrits 1922-1940, Gallimard, París, 1979). No cabe llevar más lejos el odio a la retórica de que hablaba Delgado-Gal.
Los artistas encuadrados en movimientos vanguardistas como el futurismo, Dadá o el surrealismo, crearon algunas de las obras decisivas del siglo XX y también, a veces a su pesar, algunas obras maestras dignas de los museos. Pero esos movimientos no fueron, como se ha pretendido tantas veces, un hito en la historia moderna de la emancipación humana. Los vanguardistas adoptaron algunas de las metas que asociamos a la tradición ilustrada, como la secularización, la modernización técnica o la igualdad entre los hombres, y (sólo en algunos casos) combatieron el belicismo nacionalista o el colonialismo, pero al mismo tiempo rechazaron los ideales más propios de la Ilustración, como la tolerancia y la libertad sometida a las leyes. Porque repudiaban lo fundamental, es decir, el empeño de una articulación racional de las distintas esferas de la experiencia humana.