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Frente a la Navidad hay tres actitudes posibles: celebrarla como el nacimiento del Hijo de Dios, que es su sentido literal; celebrarla como una tradición bonita, pero al margen de su significado estricto; ignorarla, precisamente por su sentido originario.

Dejando a un lado las creencias personales, el carácter pluralista de nuestra sociedad aconseja ignorar la Navidad. O al menos, aguar en lo posible su significado original. Desde luego, parece fuera de lugar celebrar públicamente el nacimiento del Mesías, en una sociedad donde muchos no creen en el Evangelio.

Y sin embargo ahí está la tradición con toda su fuerza social, difícil de ignorar. Manifestada -no en último lugar- en unas bien merecidas vacaciones que permiten que las familias se reencuentren y estrechen lazos (o viceversa), y los niños jueguen con sus regalos.

Por eso resulta tan sensata la segunda opción: celebremos la navidad con minúscula. Ofrezcamos al público lo dulce de esta fruta, pero extrayendo previamente las semillas, tan indigestas. Podemos seguir contando la historia de la Navidad en versiones para niños, como una fábula moralizante y entretenida. El Niño Jesús, puesto al mismo nivel de los Reyes Magos o del reno Rudolf, resulta enternecedor e inofensivo. A los adultos dadnos algo para excitar nuestra nostalgia ochentera, y dejadnos hacer cola en la FNAC.

El Niño Jesús, puesto al mismo nivel de los Reyes Magos o del reno Rudolf, resulta enternecedor e inofensivo

Sin embargo, esta segunda opción, tan sensata y pluralista, es parasitaria de la primera, una inaceptable apropiación cultural, me temo. Pero yo no tengo problema en dejarme chupar la sangre. Aunque a cambio reclamo el privilegio de definir y explicar qué es la Navidad, y cómo sería el mundo si no hubiera nada que celebrar o fuera sin más un mito almibarado útil para dar cohesión y rostro humano a una sociedad consumista.

Hay una dimensión horizontal de la Navidad que es ciertamente digerible para un estómago agnóstico: una familia emigrante; el rechazo de la sociedad acomodada; la compañía de los animales, de los astros y de los marginales; las flautas de los pastores; la ternura maternal de María; el afecto entre viril y amanerado de José.

Pero todo esto solo se sostiene por la dimensión vertical del Misterio. El Niño es Rey, como cantan los ángeles con trompeta celestial. El Niño es Dios, la Madre es Virgen, José obedece. Este es el verdadero consumismo de la Navidad, lo que los Padres de la Iglesia llamaban el “admirable comercio” entre Dios y los hombres. Dios que se hace hombre para que el hombre pueda hacerse Dios. La ocurrencia bíblica de que el hombre y la mujer fueron creados a imagen de Dios, confirmada -frente a tanta prueba en contrario-, por un Dios que adopta rostro humano.

Todo esto solo se sostiene por la dimensión vertical del Misterio. El Niño es Rey, como cantan los ángeles con trompeta celestial

Sin esta dimensión vertical de la Navidad, nuestra idea de dignidad humana queda sin otro fundamento que la empatía. Pero también los gatitos de youtube nos enternecen. Si el Niño no es Rey, terminaremos admirando más el palacio de Herodes en nuestros Belenes que el cobertizo de la escena del nacimiento. Acabaremos sintiendo más ternura por las ovejitas, el buey o la mula, que por los niños degollados por el rey de los judíos.

Y eso mientras escuchamos villancicos cantados por voces repipis, rajamos del turrón y brindamos con cava.

No es que esté indignado: pintaos de negro y tocad mi jazz si os apetece. Estoy tan solo indigesto. Esa Navidad tibia y puramente horizontal, tan digerible y sin hueso, yo “estoy para vomitarla de mi boca”, que diría el autor del Apocalipsis.

En cualquier caso, felicidades a todos y a todas en estas fiestas tan entrañables.

Doctor en Derecho y lecturer de Ética en IESE