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Quizás o seguramente lo mejor será seguir siendo cartesianos o spinozianos en tiempos de muchas nieblas y humos como estos tiempos nuestros, y asirse a alguna sólida geometría: «Pienso, luego existo», o «Los tres ángulos de un triángulo forman dos rectos». Así que, a nuestro propósito, al que nos reúne aquí esta tarde, podemos establecer para comenzar, un pequeño discurso crítico, lo que parece una espontaneidad de lo humano: tratar de apresar la belleza del mundo y lo que al hombre le ocurre de gozoso o lacerante, plasmarlo en figuraciones o escritura, y mostrarlo; y, desde luego, hacerse acompañar de ello en vida, pero también llevarlo hasta la tumba como un relumbre: como un fulgor de lo que fue y por la muy sólida razón de haber sido. Ni la tiniebla, ni la nada, ningún poder del mundo y del transmundo, pueden hacer que no haya sido. De manera que los hombres no solo es que se hayan ido rodeando, para pasar la vida y tragar la muerte, de esos esplendores y memorias, es que se han construido con ellos, y son lo que han acarreado y armado en esa empresa, que quizás un poco pedantemente, pero con eficacia, Monsieur Foucault ha llamado «la tecnología del yo».

Sé muy bien que, en este momento, la dogmática imperante y sus estereotipos, se oponen a esa espontaneidad de lo humano de que hablo, y la relega como cosa usada o no digna de estos tiempos de plenitud, al desván de lo no significativo, de las actitudes intelectuales y existenciales del pasado, totalmente periclitadas; mientras se nos enseña que la vieja cultura de las esencias ha muerto, que los seres no son, y la belleza no sería, entonces, otra cosa que una convención cultural de otros tiempos, quizás incluso una convención de clase o de poder, y que en último término, en el orden de las artes plásticas como en el de la filosofía y la escritura, el grosor y consistencia de lo artístico vienen exclusivamente dados por la expresión de una subjetividad: la del artista o escritor demiurgo, que crea mundos y universos en mucho menos de ocho días y sin dubitación, sin lucha con la tiniebla, sin pasmo ante la luz, y sobre todo sin el rostro del hombre, y sin necesidad de acabar luego haciendo desfilar a las criaturas recién salidas del horno y con olor aún a pintura, para nombrarlas.

No se reconoce, según esta auctoritas vigente, ninguna capacidad cognitiva a la filosofía, y tampoco ninguna legitimidad en la pretensión de belleza en el arte, y éste sería realmente un puro caleidoscopio de divertimento, figuraciones y lenguaje plástico o de escritura que no nombra -y al que también se niega su capacidad para hacerlo- y solo debe relucir como bengala o sol de exhibición de ingenio y juego. Filosofía, escritura y «bellas artes», como se las llama, tienen únicamente una sola razón de consistencia, y ésta es puramente instrumental o funcional: la de aliviar con sus juegos formales los desaguisados o amargas catástrofes causadas por el cerco triunfante del progreso técnico-científico y sus construcciones faraónicas: desde la política, reducida a condición ancilar de las finanzas o los «media», hasta la empresa de producción de una humanidad sin «yo».

Pero feliz: la primera humanidad que ya se siente gozosa en su ailustración, y ya ha perdido su longitud de onda, el lenguaje y la capacidad de conceptuación y sentimiento con todo lo que, para decirlo cervantescamente, tiene «un peso de ánima»: los libros, los cuadros, las cosas. La mirada de un retrato sobre talla, o el lamento del Officium taenebrarum de Couperin, el alabeo y blancor de una pared de barro enjalbegada y con una raya azul, no producen ecos en sus adentros, ni trastocan o enervan su existencialidad. Y sobre la obra artística caerá luego, como cuervos, todo un enjambre de mantras técnicos. Kierkegaard había dicho que serían como los escalpelos de los expertos en autopsias del Instituto Médico Forense. Y no se equivocó ni un ápice.

Por su parte, para toda esta dogmática que convierte a lo artístico en juego e ingenio, en la Cruz Roja o en el intendente de festejos que aparten los ojos de la miseria y la gloria del ser hombre que la belleza artística trasluce, Schopenhauer tenía una palabra aún más dura: la de «impiedad», y ésta, entendida en su sentido fuerte, tal y como la entendían los antiguos griegos; como «hybris» y desafío a los dioses que llevaba lógicamente a la ruina del mundo. Yo no haría tanto, ni podríamos ya hacerlo a estas alturas porque, para la «impiedad» o para ser «impíos», se precisa tener la inteligencia y la existencialidad ancladas en un universo de seriedad y consistencia, con tantas luchas con los dioses, tantas tensiones con la nada, tanta conversación con los muertos, y tanta laceración y enamoramiento de la belleza de Helena, que obviamente son cosas absolutamente alejadas de nuestra conciencia cultural y de nuestra propia existencia, y desde luego del discurso postmoderno, más parecido que a otra cosa a un teatro de doña Manolita Chen, aunque sea caro y de muchos tenedores o estrellas, y dineros y fulgores internacionales por lo tanto.

No parece que hubiera mucho interés en mantener, entonces, una especie de diálogo de sordos con una dogmática contundente y altanera, por un lado, y al fin solo dos dedos de enjundia de una pura nada, por el otro. Pero es que este trasbordo o la banalidad, hecho en la cultura en que vivimos, alza tranquilamente sus esplendores en medio de los mataderos de la historia cuya sangre olemos y nos invade cada día en nuestra propia estancia con los medios de comunicación, y los toma a beneficio de inventario. Los hombres y la subsistencia de lo humano, su saber y su gloria, su memoria y su rostro, son eludidos o convertidos en divertissement. En El nombre de la rosa, del Sr. Eco, hay seis asesinatos, y podría haber cien: la muerte de los hombres carece de importancia en comparación con los artilugios de la biblioteca semoviente, exactamente como bajo el rey Nimrod, que construía la Torre de Babel, había lamentación por un ladrillo que se partía, pero ninguna por los trabajadores que caían extenuados; y así se nos hace estómago para devorar cadáveres, o se nos hace abrir la boca admirativamente ante el bote de Coca-Cola o las sopas Campbell del Sr. Andy Warhol. Y todos debemos abrirla y tener los mismos pensamientos de pasmo, también exactamente como bajo el rey Nimrod y su Torre, símbolo del más profundo y atroz totalitarismo: la producción de hombres en cadena que tengan los mismos pensamientos y muevan los labios del mismo modo. Generaciones enteras ya no han pasado, ni van a pasar, por Descartes y Spinoza, y están siendo sacrificadas a esas admiraciones; serán incapaces de sentirse conmovidos por la belleza o la presencia misteriosa de un mundo o de unos ojos en una tela: en Rembrandt, Velázquez, De La Tour o Peter de Hooch, pero también en los cuadros de aquellos cuyo nombre, para su fortuna, es más pequeño que su obra.

Y esto es así, porque lo que se pretende -y ya se está consiguiendo o se ha conseguido en buena parte- es arrancar al hombre del mundo, borrando su espontaneidad hacia la hermosura, y su memoria del pasado, sin cuya raíz no hay «yo» ni hombre que valga. De manera que por esto, precisamente, es por lo que el último de los hombres que proteja una pequeña incisión en una piedra o un trozo de viga pintada de azul y rojo, verde u oro, con polígonos y estrellas -el sueño pitagórico del cosmos y el cielo del Unico-, se contará desde luego entre los diez justos que seguramente también hay en nuestro tiempo, bastante más bestia y muchos menos divertido, por lo demás, que lo que debieron ser en sus días, Sedom y Amora. Se contará entre los bienaventurados, como Juan de la Cruz o Francisco de Asís, que recogían un simple papel que encontraban escrito porque allí había pensamiento de hombre, y un solo pensamiento de hombre vale más que el mundo. Entrará en el Paraíso, como Mr. Oscar Wilde prometió a un viejecillo que, en medio de los insultos y burlas de los que aquél estaba siendo objeto al salir detenido de su casa, acusado de homosexualidad y corrupción moral, se acercó al escritor y le dijo: «Muchas gracias por sus libros, Mr. Wilde». Este le contestó: «Por mucho menos de lo que usted acaba de hacer, muchos han entrado en el Paraíso». Es decir, por preservar la memoria y luchar contra la tontería, que siempre es algo tan descorazonador y desesperante.

Las cosas guardan memoria de hombre

De manera que, cualesquiera que sean las razones que cada uno de ustedes tiene para preocuparse de la hermosura del pasado, reconstruirla, leerla y hacerla presente a nuestro mundo, lo que es seguro es que eso les convierte en protagonistas del quid cultural de nuestro tiempo, que es el de la subsistencia humana y plenamente humanizada, tanto en el plano individual como en el colectivo. Y, precisamente porque esta reunión o intercambio o discusión, en torno a problemas de conservación de una herencia arqueológica y artística se acoge al nombre de Hispania Nostra, lleno de resonancias y capaz de acoger las que todavía resuenen, espero que sea pertinente hacer unas cuantas pequeñas reflexiones en esa dirección y sentido.

La palabra «patrimonio» queda referida, al ser enunciada ahora entre nosotros, al conjunto de bienes arqueológicos y artísticos, muebles e inmuebles, que nos vienen de siglos pasados; y es inevitable que tal enunciación, tanto si se utiliza en la burocracia como si eso sucede en el lenguaje de la industria cultural o cultura funcional y de consumo, atraiga la atención exclusivamente a su materialidad; lo que no es poco, ciertamente, y sería suficiente para hacer cuenta y compensar tantos tiempos de incuria y abandono, o venalidad; pero no designa de manera bastante la central entidad de esa realidad artística para nuestro tiempo y para nosotros mismos.

Lo que hay que decir, por lo pronto, es que la búsqueda, el encuentro, el cuidado, la restauración, la puesta ahí en pie de las culturas del pasado en esas sus expresiones de belleza se yergue, en primer lugar, contra la voluntad de exterminio de las mismas, que ha estado en las horribles dictaduras de este siglo, y ahora es puesta en práctica igualmente en la llamada «neo-cultura». Alguien como Philippe Sollers, que ha tenido que conjurar el embrujamiento por él mismo padecido ante aquéllas y ésta, ha formulado muy exactamente la cuestión: «se intenta esconder los testimonios de la cultura precedente, precisamente como hicieron los nazis y los estalinistas, guardando celosamente las cosas que tienen un valor (porque el tirano sabe lo que tiene valor y lo que no lo tiene). Se trata de hacerlos desaparecer prácticamente porque, por el solo hecho de existir, acusan al tirano. En su lugar, se crea un arte para el pueblo, un arte extremadamente simple, publicitario, estereotipado. La imagen televisiva sustituye a la pintura, el eslógan al gesto interior». Y podríamos añadir: la decoración, que ahora se llama «interiorismo», a las aventuras interiores que son las únicas aventuras del hombre, como dice el «Maitre de Santiago», de Henry de Montherlant, haciéndose eco de Agustín de Tagaste en último término: in interiore hominis habitat veritas, y con ella los mil mundos del mundo: mares y océanos, tierras familiares o ignotas, fauna y flora de la realidad y de lo imaginario, la maravillosa variedad de los rostros humanos, en fin, y los temblores y fulguraciones de sus ánimas, su inteligencia, su corazón y sus sentidos. Y todo esto es lo que se pone en pie, cuando se yerguen esas antiguas hermosuras del arte de otro tiempo, o las vasijas y herramientas arqueológicas que son cosas con memoria de hombre. Como memoria, lleva igualmente la belleza y, tras irrumpir con fulgor en nuestros sentidos y adentros, la deposita allí como recuerdo de hombre y su aventura, desde luego; pero también como semilla de una instancia crítica de nuestras seguridades, arruinándolas, y evitando, además y por eso mismo, que el futuro sea pura continuidad del presente. Esto es, frustrando el intento de sátrapas y demiurgos decididos a abolir la historia, que naturalmente les desnuda.

Cuando se hace fulgurar, así sea en un leve resplandor, aquella belleza soterrada o destruida, ocurre ciertamente ese instante crítico, y en su ámbito es donde surge nuestro «yo» de hombres, porque ahí somos cernidos y cribados en nuestra sensualidad y nuestra ánima, por el icono que nos mira o la geometría que tenemos que leer. ¿A costa de cuánto, a veces? Y ese es nuestro ejercicio humano. Ciertamente, los designios de aplastamiento o banalización del hombre lo saben y, por ejemplo, no es ni mucho menos una pura erupción de fanatismo político un hecho como el de la famosa «Revolución Cultural» china del Sr. Mao Tse-Tung, de liquidar todo monumento artístico, toda memoria del vivir humano como los cementerios. Fue, por el contrario, una muy lúcida decisión. Salvo la Ciudad Prohibida, ahorrada a ese designio por los esfuerzos del Sr. Chu En-Lai, no queda en China piedra sobre piedra de la belleza de su pasado, pero tampoco ni rastro en la mente de las nuevas generaciones de que eso sea una espantosa pérdida, ni la capacidad de apreciarlo, si mañana pudiera resurgir. Pero, mutatis mutandis, éste es el fenómeno mismo que se está dando ahora por todas partes en nombre del «espíritu del tiempo» y la «nueva cultura», que incluso pueden echar mano, para sus fines, de rentables happenings y éxitos comerciales y políticos, de lo que llamamos «patrimonio artístico-histórico», evitando que nos trastorne su belleza y nos inquiete su memoria, convirtiéndolo en decoración y fasto, banalizando su presencia, que de otro modo sería peligrosa.

Esas ruinas, esa soterrada o deslucida belleza antigua, cuentan inevitablemente una historia de perdedores o de silencio como algo que está aún pendiente y por saldar, o una historia de amor y gloria que, de todos modos, conmueve nuestro presente; en cualquier caso, son noticias del hombre aplastado o libre, resplandeciente en su hermosura o vencido por el sufrimiento; y en esa tormenta y desespero, o en el sosiego y la melancolía, se alza y respira una especie de espejo y contrafigura de lo que es su «yo», del hombre que es sujeto y señor de todo eso, y en cuyos seis pies de tierra de su ánima no manda nadie: «Ni Chancelier ni personne», según la soberbia fórmula de Monsieur L’Abbé de Saint-Cyran.

El retrato de Descartes por Frans Hals, los retratos de los mercaderes toledanos de El entierro del señor de Orgaz, del Greco; el cántaro de El aguador, de Velázquez, pero también la simple pata de cabra en el encintado de una construcción mudéjar, nos fascinan con su hermosura, que primera es sacarnos de las casillas de nuestra cotidianeidad, y luego establecer entre aquellos universos y nosotros un encuentro, que está lleno de riesgos para nuestros valores establecidos o la pura facticidad. Sencillamente porque esas hermosuras nos hablan desde un tiempo ya pasado y, por lo tanto, sin intereses ni mentiras o encubrimientos. Nos muestran cómo los hombres miraron y vieron el mundo y la historia o la naturaleza, su cuerpo y su ánima, cómo pensaron y sintieron, revelándonos así al trasluz de todo eso lo verdadero y lo falso, lo justo y lo injusto, lo hermoso y lo horrible, lo habitable e inhabitable de un universo entero; y somos aleccionados en humanidad. Los ojos de los muertos nos son ofrecidos para mirar nuestro tiempo, sus antiguas estancias para nuestro consuelo, y la alegría y el refrigerio de la sombra que la pequeña pisada de una cabra hizo en la duna abrasada por el sol, se traspase luego al muro de ladrillo de las casas que habitamos. Todo esto nos construye como hombres, y nos instruye acerca de que de ningún poder podemos esperar tal investidura, ni nada puede salvarnos fuera de nosotros: fuera de ese momento de irrupción de la hermosura, o de los instantes de la alegría y el juego que nos liberan de toda constricción y nos regalan un «plus de vida».

El patrimonio «histórico-artístico»

Así las cosas, toda esta realidad, que llamamos «patrimonio histórico- artístico» no es, pues, radical y primordialmente un tesoro o posesión, todo lo valioso que se quiera en la bolsa de las cuantificaciones del dinero o de las consideraciones académicas, sino el suelo y territorio únicos sobre el que podemos ser nosotros mismos, y experimentarnos, además, como formando parte de una común herencia con otros hombres.

La manifestación artística, en cualquiera de sus expresiones, escapa por supuesto a determinaciones de tiempo y espacio, y su epifanía se realiza ante lo profundamente humano que está en todos los hombres, y constituye la naturaleza misma de lo que se llamó humanismo en el sentido a la vez obvio y profundo que está en Shakespeare –o luego en el Padre Las Casas, en memorable discusión con los aristotélicos y humanistas académicos acerca de lo que es un hombre-, y constituye la más simple y apodíctica de las enunciaciones: si alguien tiene dos ojos, nariz, boca, brazos, piernas y otros músculos, lo dulce le sabe dulce, y lo amargo amargo, se conmueve con un beso y se duele al golpe de un látigo, y la belleza le devasta y fascina, es que es un hombre. Y lo que es nos importa. Por eso precisamente es posible la comunicación de hombres a hombres por encima de los siglos y todas las diversidades a través de la sensibilidad de las formas, en qué consiste esencialmente lo artístico, de manera mucho más inmediata y profunda que como eso sería posible con mediaciones especulativas y abstractas.

Pero menos cierto es que, también precisamente porque la expresión artística se realiza a través de la sensualidad de las formas y en ellas se expresa necesariamente la existencialidad concreta del «yo» y de cada grupo humano con una cierta mirada sobre el mundo, se puede hablar de un arte o una escritura «nuestros»: porque nos construye de modo colectivo, de modo colectivo nos expresa, y es nuestro lenguaje.

La belleza que pueden ver nuestros ojos o su ausencia, la distinta variedad de las formas que se expresa en nuestra existencialidad a través de nuestra vida y son nuestra común experiencia, nos determinan inevitablemente. Y así, si en esta Hispania Nostra se da, pongamos por caso en su literatura, una específica melancolía añadida al ethos de un cierto Renacimiento; si se ofrece una especificidad de la experiencia y la expresión mística o sopesamiento del mundo como nada, pero ámbito de una fulguración de amor, sabemos muy bien que eso tiene mucho que ver con la mirada más material y cotidiana por parte de los españoles: los habitats de impronta oriental con los espacios vacíos, la medida minúscula, la umbría y la blancura, las geometrías y relucencias en maderas y cuero o plata; el hortus con clusus europeo convertido en recinto de agua y frescor, pero también sin sombra ni humedad, en estancia africana de una dura ascética: la pared de barro y el suelo de cantos, el pozo oscuro o seco, la higuera y el gorrión, símbolos del desespero, el abandono que muerde. ¿Cómo no se levantaría aquí, como en el pobre mechinal de Cenicienta, una carroza de cristal en la que marchar a las Indias Occidentales donde se habían encontrado árboles mitad vestidos con su verdor de primavera y mitad de vidrio como aposento del rocío? ¿y cómo extrañarse que gentes del común escucharan pasamadas el más alto desiderium estético jamás pronunciado, y esto en medio del esplendor renacentista y la coruscancia barroca: «Hermanos, no hemos venido a ver, sino a no ver»? Todavía llaman hoy las gentes, que saben castellano y lo hablan -no lo manejan, ni lo reinventan, sino que lo sirven y utilizan con el cuidado que se pone con una taza de vidrio de Cadalso- «figuras» y «figuraciones» a todo lo que tratan de definir como mentira.

El mudéjar más puro: el de la nagüela y «la habitación de dentro», la celda carmelitana o el colgadizo recortado en triángulo, el muro con paños o puramente blanco y rematado en ojo de herradura, o el ajimez de madera o cuerda o pañizuelo, ajusta o alquitara las formas europeas que nos llegan, el novum que resulta modela la experiencia humana desde la candidez de la infancia que es edad que siempre hace las preguntas incontestables, y todas desde el asombro. Y, en esta Hispania nostra, muchos de sus hombres fueron acompañados por el gótico y su ámbito, un arte todo lo espiritual que se quiera pero al fin producto civil del poder señorial y laico del obispo, el municipio, la ciudad y los gremios mercantiles, y, en último término, producto también escolástico y dialéctico, en el que la luz, la ratio, la música y la matemática se expresan juntamente; pero otros muchos de sus hombres fueron enseñados en la tradición oriental por la laceración de la belleza ausente, únicamente presentida, y que habría que señalar o se podría señalar únicamente en el humilde resplandor de una cosa o la forma más leve de unas letras, en las que si faltase un acento o un punto, el mundo entero se jugaría su existencia.

¿Cómo sabríamos que somos españoles y tenemos una cierta ánima como la ecúmene de todos, sino porque aquí la ojiva de un monasterio gótico, o románico, o cisterciense, o la cristalera emplomada de un gabinete de estudio, como el de Erasmo o Spinoza, podía dar y daba a un huerto islámico, y un mirador de casa judía, en el que se cosía o meldaba, daba o podía dar al jardín de unas monjas bernardas? Todo esto, además de entregarnos una singular belleza, nos entregó una fundante idea de nación o lugar de nacimiento de todos como única definición de sí misma, sin que luego importen la lengua, la cultura, el color de la piel, los pensares y las otras actitudes sobre el mundo y el trasmundo. ¿Y hay algo más urgente, en este mismo instante, que poner en pie la memoria de ese mundo nuestro del pasado, cuando la nación vuelve a definirse ahora por la raza o la religión y sobre todo la cultura, y entendida ésta miserablemente desde el punto de vista antropológico? Los mataderos humanos están bien servidos, si la respuesta a la pregunta por la nación de la que somos no puede ser respondida como en las Antiguas Españas -«Españuelo de la Andalucía, Castilla o Cataluña»-, o no es la del aquel grupo de mozalbetes judíos, moriscos, francos, tudescos y cristianos, cogidos por los corchetes por soltar toros por la noche y a los que el Corregidor preguntó: «¿Y de qué nación son los mozos?» «de la nación de Medina, señor. Y en ella nos hemos criado», respondieron.

La urgencia de poner en pie la memoria

Seguramente importa plantear así de radicalmente las cosas para no abrigar ni la tentación siquiera de considerar esta realidad que llamamos «Patrimonio histórico-artístico» como una objetividad circunstancial, mero producto de la sociología, la economía, las instituciones políticas o religiosas, y en suma de lo que llamamos historia o hasta de los imbéciles esoterismos que se han puesto de moda como ejercicios de un irracionalismo harto peligroso.

Ese patrimonio así considerado sería desde luego «cosa instrumental», y esa consideración lleva consigo su destino de muerte, falsificación, o uso para fastos y ventas. Es decir, para todos los diversos momentos de una sola ceremonia en la que se encarna la categoría central de la «nueva cultura»: el fin de la historia del hombre, el gran baño en el Leteo, el río del olvido.

Poner en pie una memoria es una empresa arqueológica y hermenéutica que exige un esfuerzo técnico y científico, y una probidad intelectual absoluta; pero además algo así como la renuncia a todo lo que somos para ser otros y poder entablar comunicación con los hombres del pasado, e incluso ser ellos mismos para entender y levantar lo que de su espíritu y sus manos brotó. Es decir, exige ese despojamiento de sí mismo que el narrador ha de hacer, al contar, viviendo otras vidas que no son la suya, pero como si lo fueran. Porque así, y solo así, podrá vivirlas y re-vivirlas saliendo también de la suya propia. Pero dejar hablar su lengua, ofrecer su belleza, a un icono o a unas piedras, a un edificio o a una talla, y permitir que esa conversación y mirada resulten hechas presente ahí por la reconstrucción y la restauración, es idéntica y solitaria tarea, e igualmente arriesgada, porque la tentación del restaurador, como la del narrador, es ser un demiurgo y fabricar su mundo, que es tarea de farsante y falsificador o, si nos ponemos serios, demoníaca: pura colonización y aplastamiento de las cosas que guardan memoria humana, y que solo muestra lo que también seríamos capaces de hacer con los hombres. La palabra de un texto debe conservarse incorrupta, exactamente como debe hacerse con una piedra, pero a la vez hay que hacerla hablar, sin añadir nada, sin excluir nada: solo lo que ella dice. Sin dictarla ni pervertirla ni embellecerla, enmascararla o banalizarla desde las categorías de lo que la neocultura tiene como plenitud de los tiempos: este tiempo nuestro y, por ejemplo, lo politically correct, que por lo demás no es, desde luego, asunto nuevo e inédito. Sería suficiente recordar el necio y salvaje fanatismo del primer cristianismo histórico politizado, que comenzó con una inmensa tarea de destrucción y acallamiento, o de colonización y perversión de la cultura pagana antigua, por donde siempre se comienza esa barbarie: por los libros y, antes, por la liquidación del arte plástico y las edificaciones. En medio de esa barbarie, se yergue la figura del obispo Pegaso, como encarnación y símbolo de lo que siempre será la piedra angular de la pervivencia de lo humano, protegiendo y preservando templos, y pinturas, estatuas, telas, altares, piedras, lucernarias, y la última brizna de hermosura sin más, y su resplandor no debería perderse.

Quizás la tarea central que en nuestro mundo -rebus sic stantibus- queda a los hombres del saber y de la cultura, en sentido fuerte y fundante -como simbolización de lo real y construcción del «yo» del hombre, comenzaba hace siglos en Grecia y Roma, y en el humus del judeo-cristianismo, para el hombre occidental- no sea otra cosa, en último término, que la que Aldous Huxley afirma que fue siempre la tarea de los místicos en su translucencia mundana, su hacer en el mundo: la de neutralizar o restañar en lo posible «una parte de la ponzoña inyectada al campo político por los estadistas, financieros, industriales, eclesiásticos y los millones de indiferenciados que llenan las filas inferiores de la jerarquía social». Y mucho más en un momento como éste, en que los Estados se han convertido en confesionales de lo cultural y lo que se llama «la cultura», incluida la generalización educacional, se ha revelado -después de su conveniente manipulación- en el instrumento político más eficaz para el dominio oficial y en su caso para la movilización de «miles de personas hasta ahora inmunes a la influencia de la mentira organizada, y a la seducción de distracciones incesantes, imbéciles y degradantes» para la inteligencia; y entre ellas la reducción de lo artístico a bibelot o interiorismo, albañilería o exposición en el zoco.

Por todo esto, decía que este asunto del «Patrimonio histórico-artístico» es tan decisivo para cada uno de nosotros y para la colectividad; esto es, para que España, sin ir más allá, siga siendo res riostra. No caben minoraciones. Al encontrárnoslo ahí, y mucho más entre quienes tienen, como ustedes, por cargo u oficio el buscarlo, levantarlo, mantenerlo en pie y hacerlo presente, hemos de leerlo con los ojos de los muertos: los suyos; y dejarnos leer por ellos sin rebajar en nada o falsear la instancia crítica que el pasado constituye, y la única de que podemos fiarnos.

En cierto sentido, esta tarea o esta guerra se hace además y sustancialmente, como la vieja guerra de Troya, por la belleza de Helena. Hay que esperar que la obstinación y el orgullo o el desespero para que la belleza siga estando ahí, y podamos tener una vida humanizada en vez de plana y meramente utilitaria y de cosa instrumental. De estas resistencias se ha ido tejiendo lo que todavía somos: hombres con un yo, y una memoria que a fin de cuentas es por la que sabemos que somos «yo». Parece claro.*

Escritor. Premio Cervantes.