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Iván Alekseyévich Bunin (Vorónezh, 1870 – París, 1953) nació en el seno de una familia de la nobleza de provincias de cuya ruina fue testigo, al igual que de la decadencia progresiva de su clase. Durante su infancia y primera juventud adquirió un conocimiento profundo de la vida en el mundo rural, de los modos de vida de campesinos y terratenientes, del paisaje y de la lengua del país, lo cual forjó el carácter de su obra literaria.

Su brillante carrera literaria se inició con la publicación en 1887 de un poema en la revista local Ródina y continuó con la publicación de una numerosa obra como poeta, prosista y ensayista, que obtuvo un inmediato reconocimiento.

En 1920 abandonó el país en abierto desacuerdo con la Revolución Rusa que reprimía, a su entender, su libertad como artista y su dignidad como persona.

En el exilio continuó su carrera literaria con gran éxito. En 1933 le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura, en palabras del profesor W. Nordenson, encargado de su presentación, «como explorador del alma de la Rusia desaparecida, como continuador de la tradición de la gran literatura rusa». Ciertamente, Tolstái y Chéjov fueron sus autores más admirados. Del primero se advierte en su obra un fuerte influjo conceptual, del segundo la maestría de las descripciones y del uso de la lengua.

Aunque Bunin inició su carrera como poeta, y él mismo se consideraba ante todo un poeta, debe su fama literaria a su obra en prosa. Los temas principales de su obra son el amor, la muerte y Rusia. Caracteriza a la prosa el tema de la vida campesina, el paisaje ruso y la nostalgia por la vida tradicional, que se halla ausente de su poesía.

Destaca I. Bunin ante todo por la maestría en el uso de la lengua rusa, por la precisión de las descripciones y el uso del término adecuado para evocar una amplia gama de sensaciones a través de los sentidos.

Sus obras más conocidas son: Las manzanas Antonov (1900), La aldea (1910), El señor de San Francisco (1915), Los días malditos (1922), El amor de Mítia (1925), La vida de Arséniev (1927-33), La liberación de Tolstói (1937) y Alamedas sombrías (1946).

La mayoría de estas obras se tradujeron al español a mediados de los años sesenta en la colección de Maestros Rusos, de no fácil acceso actualmente. Recientemente han visto la luz las nuevas traducciones de El amor de Mitia, La Vida de Arséniev (traducción de R. San Vicente, Círculo de Lectores, 1993) y su diario del exilio Los días malditos (traducción de M. García Barris, Círculo de Lectores, 1993).

Los segadores (París, 1921) es un relato muy breve escrito al principio de su exilio parisino. Se trata de una escena rural donde el autor evoca visual y sonoramente un cuadro de la vida tradicional de su país, del que se hallaba alejado por una enorme distancia física e ideológica. Precisamente el cuadro que evoca se sitúa contra el fondo de la luz crepuscular, alegoría de una época que se terminaba, un «cuento de hadas que se acercaba a su final» en palabras del propio autor. No en vano Bunin alude a la bruja Baba Yagá, a la divinidad de la Húmeda Madre Tierra, las fuentes del agua de la vida, el mantel maravilloso, los espíritus del bosque, todos ellos elementos pertenecientes a la mitología popular rusa, fuertemente arraigada en un pueblo sencillo que se hallaba ante un gran cambio que Bunin creía firmemente que traicionaba la tradición rusa: la Revolución de 1917, que le había arrojado de su amado e idealizado país.

Esta traducción se ha realizado a partir de una edición del texto ruso de 1981 de la editorial Priókskoye Knízhnoye Izdátelstvo de Tula.

Íbamos por el camino principal, ellos segaban en un bosque de abedules jóvenes que crecía junto al camino; cantaban.

Sucedió hace mucho, mucho tiempo; ocurrió en un tiempo infinitamente lejano porque aquella época que vivimos no volverá ya nunca más.

Segaban y cantaban a un tiempo, y el bosque de abedules que aún no había perdido su follaje ni su frescor, rebosante aún de flores y aromas, respondía a su melodía sonora.

A nuestro alrededor se extendían los campos de la ancestral llanura rusa. Era el atardecer de un día de junio. Unas profundas rodaduras, producidas por el paso de las vidas de nuestros padres y abuelos, surcaban el viejo camino principal cubierto de hierba rizada que se perdía delante de nosotros, en los confines infinitos de Rusia. El sol se deslizaba hacia el ocaso, se escondía tras unas nubes hermosas y ligeras suavizando el color azul de los campos ondulados que se divisaban en la lejanía; se lanzaba hacia el ocaso, donde el cielo ya empezaba a dorar los grandes troncos claros de los abedules, tal como aparecen en los cuadros religiosos. La mancha gris en mitad del campo era un rebaño de ovejas: el pastor, acompañado de un zagal, estaba sentado en el lindero y hacía retorcer el látigo… Parecía como si nunca hubiera existido el tiempo, ni sus divisiones en siglos y años en este país olvidado —o bendito— por Dios. Mientras, ellos avanzaban y cantaban a través de la eterna calma rural, de su sencillez y virginidad, con el aire de libertad y despreocupación de antaño. El bosque de abedules recibía y se apoderaba de su canción con la misma libertad y ansia con que ellos cantaban.

Venían de «lejos», de la región de Riazán. Era un grupo poco numeroso que pasaba por nuestra región de Orel, ayudaba a nuestros segadores y se dirigía hacia el sur para ganarse el pan durante la temporada de la siega en una estepa aún más fértil que la nuestra. Eran despreocupados y cordiales, como acostumbran a ser las personas que se hallan de viaje, un largo viaje por tierras lejanas, apartados de los lazos familiares y domésticos; eran «ávidos de trabajo», de cuya belleza y felicidad gozaban inconscientemente. Parecían más tradicionales y más bondadosos que los del lugar, en las costumbres, en las maneras y en la lengua. Usaban una ropa más pulcra y bella: suaves botas de piel, polainas blancas cuidadosamente atadas, pantalones limpios y camisas de color rojo intenso con cuello y sisas también de color rojo.

Una semana atrás habían segado en un bosque próximo a nuestra casa y al pasar a caballo había visto como se dirigían al trabajo después de reponer fuerzas: bebían agua de su tierra natal, que guardaban en unos recipientes de madera, tan pausadamente y con tanto placer como sólo lo hacen las fieras y los simples y sanos jornaleros rusos; luego se santiguaron y se lanzaron en una carrera animada hacia el lugar de trabajo con las blancas y relucientes hoces afiladas como hojas de afeitar al hombro, aún a la carrera formaron una fila, bajaron las hoces a un tiempo, con un amplio ademán, como si jugaran, y avanzaron por turnos, con agilidad. A mi regreso, los vi cenando. Estaban sentados en el claro que acababan de limpiar junto a una hoguera apagada, con las cucharas cogían algo rosado de una olla de hierro colado.

—¡Que aproveche! Buenas noches —les dije.

—Si usted gusta —me respondieron con afabilidad.

El claro descendía hacia un torrente que dejaba al descubierto el ocaso aún claro tras el follaje de los árboles. De pronto, al fijarme, me di cuenta con horror que lo que comían eran unas terribles setas venenosas. Ellos se limitaron a sonreír.

—No pasa nada, son dulces, como una buena gallinita.

Se pusieron a cantar: «Adiós, adiós, mi buen amigo», avanzando por el bosque de abedules que, sin pensar, limpiaban de maleza y flores mientras cantaban sin esfuerzo alguno. Nosotros seguíamos en pie, los escuchábamos y presentíamos que nunca podríamos olvidar esa hora vespertina, ni comprender, y lo que era más importante aún, nunca podríamos expresar exactamente en qué consistía el maravilloso hechizo de su canción.

El encanto residía en el eco, en la sonoridad que se diseminaba por todo el bosque. El encanto consistía en que la canción no existía por sí sola: estaba relacionada con todo lo que veíamos y sentíamos, tanto nosotros como ellos, esos segadores de Riazán. El encanto se hallaba en algo no expresado conscientemente, un lazo de sangre que había entre ellos y nosotros —y entre ellos, nosotros y ese campo de trigo que nos rodeaba, ese aire que se cernía sobre el campo que, ellos y nosotros, respirábamos desde la infancia, ese momento anterior al anochecer, esas nubes en el ocaso de tonalidades rosáceas, en ese bosque joven y fresco donde crecía la maleza, alta hasta la cintura, las numerosísimas flores y bayas silvestres que recogían y comían sin parar, y ese ancho camino, su amplia y misteriosa infinitud. El encanto consistía en que todos éramos hijos de una misma tierra y estábamos juntos y nos sentíamos a gusto, tranquilos y amados, carentes de un concepto claro de nuestros sentimientos, porque no hace falta, no hay por qué escucharlos cuando surgen. Y aún había más (lo que para nosotros era completamente impensable entonces), el encanto también consistía en que esa patria, esa casa común que nos pertenecía, era Rusia, y sólo su alma podía cantar de esa manera, como lo hacían esos segadores en ese bosque de abedules que repetía cada uno de sus suspiros.

El encanto residía en que no era una canción exactamente, sino tan sólo suspiros, sobresaltos de un pecho joven y sano lleno de armonía. Cantaban a una, como entonces se cantaba en Rusia, con tanta espontaneidad y naturalidad, con la facilidad incomparable que caracterizaba a la canción rusa. Parecía que el hombre era tan natural, fuerte, tan ingenuo e ignorante de su fuerza y talento, estaba tan imbuido de música que, con sólo un leve suspiro, todo el bosque repetía ese sonido bondadoso y dulce, a veces brusco y vigoroso con que lo llenaban esos suspiros. Avanzaban sin realizar el menor esfuerzo lanzando a su alrededor las hoces, con grandes semicírculos abarcaban la llanura que tenían delante, derribando troncos y arbustos a su alrededor; resoplaban sin tensión, cada cual a su manera, pero expresando una sola cosa en su conjunto, compartiendo intuitivamente algo único, un todo singularmente maravilloso. Maravillosos por su singularidad y auténtica belleza rusa eran esos sentimientos que narraban con sus suspiros y medias palabras, que los amplios confines de la llanura rusa y el follaje del bosque repetían.

Naturalmente, se «despedían, decían adiós» a su «rinconcito natal», a la felicidad, a las esperanzas y a lo que comporta la felicidad:

«Adiós, adiós, mi buen amigo
¡Adiós a ti, mi querido rincón natal!»,
decían, y cada cual suspiraba de un modo diferente, con su carga particular de pena y de amor, pero con un mismo reproche despreocupado e impotente:
«¡Adiós, adiós, amada desleal!,
Por ti el corazón se me tornó más negro que un lodazal»,
decían, cada cual lamentándose y añorándose a su modo, cada cual resaltaba las palabras de un modo diferente, y de pronto todos se fundían en un único sentimiento, casi de entusiasmo ante el sufrimiento personal, de joven osadía ante el destino y una cierta generosidad del que todo lo perdona, como si sacudieran las cabezas y gritaran al bosque a voz en grito:
«Pues si no me amas, no me eres grata, quédate con Dios
Si hallas algo mejor, ¡olvídame!»,
y por todo el bosque resonaba con una intensidad única, la libertad y la melodía sonora de sus voces que se apagaban y, tronando con renovada sonoridad, continuaban:
«Ah, si hallas algo mejor, olvídame.
Si hallas algo peor — ¡te lamentarás!»

¿En qué consistía el hechizo de esa canción, de su constante alegría a pesar de toda su desesperanza? Precisamente en que el hombre no creía y no podía creer, a pesar de su fuerza e integridad, en esa desesperanza. «¡Ah! Todos los caminos me están prohibidos, pobre de mí!», decía compadeciéndose débilmente de sí mismo. Pero a los que se les cierran todos los pasos y caminos no se compadecen débilmente ni cantan sus penas. «¡Adiós, adiós, tierra natal!» —decía el hombre y, a pesar de ello, sabía que no existía una verdadera separación con la tierra que le había visto nacer, que no importaba dónde le arrojara el destino, siempre hallaría sobre su cabeza el cielo de su tierra, y a su alrededor los confines infinitos de Rusia, funestos para él, mimado, tal vez sólo por la libertad, las vastas extensiones y unas riquezas fantásticas. «Se dirigió hacia el ocaso el sol rojizo tras los bosques sombríos, los pajarillos se callaron, todos volvieron a sus lugares». Se dirigió al ocaso mi felicidad, suspiraba, la noche oscura y tenebrosa se apodera de mí y a pesar de ello sentía que estaba profundamente ligado a esa oscuridad, viva para él, virginal y llena a rebosar de fuerzas mágicas, halla refugio en ella, un albergue para pasar la noche, un elemento protector, alguien que se preocupa por él, una voz que susurra: «¡No te aflijas, la almohada es buena consejera, para mí no hay nada imposible, duerme tranquilamente, hijo mío!». Creía que acudirían en su ayuda, para liberarle de su pena, los pájaros y las fieras del bosque, los hermosos príncipes, los sabios e incluso la misma Baba Yagá que se apiadaba de él «por su juventud». Creía en las alfombras voladoras, los sombreros que concedían la invisibilidad, el país de las mil maravillas, los tesoros ocultos de piedras preciosas, las fuentes ocultas del agua de la vida que le salvaban de los sortilegios mortales, sabía oraciones y conjuros milagrosos, también creía que los personajes mágicos que surgían volando de las tinieblas, arrojándose como un halcón blanco sobre la Húmeda Madre Tierra le protegían de los ruines habitantes y enemigos que se escondían en los bosques mágicos, en los negros lodazales, en las arenas movedizas y el dios generoso perdonaba todos los silbidos audaces, los cuchillos afilados, enardecidos.

Aún hay algo más en esa canción, me digo, y era que tanto ellos, esos muzhiki de Riazán, como nosotros, sabíamos muy bien en el fondo de nuestra alma que éramos infinitamente felices esos días, ahora infinitamente lejanos y que ya nunca volverán. Todo tiene su fin, el cuento de hadas que habíamos vivido se acercaba a su final: nos traicionaron nuestros protectores seculares, se diseminaron las fieras rugientes, se alejaron los pájaros proféticos, se dobló el mantel maravilloso, repleto de oraciones y encantamientos, se secó la Húmeda Madre Tierra, se secaron las fuentes vivificadoras y llegó el final, el límite del perdón divino.

Escritor ruso y ganador del Premio Nobel de Literatura