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Nicholas W. Barber. Catedrático de Derecho Constitucional. Universidad de Oxford.


Existen dos principios de subsidiariedad. El primero es el principio constitucional de subsidiariedad, y se refiere a la delimitación del poder público dentro del Estado, a qué niveles de decisión democrática deben establecerse en la Constitución, y a qué ámbitos de decisión deben asignarse a esos niveles. Su expresión más destacada se encuentra en el Derecho europeo, y se expresa como un principio formal de ese ordenamiento jurídico, si bien posee una aplicabilidad más amplia. Al fin y al cabo, las cuestiones del federalismo y la descentralización son de aplicación universal, y debería existir cierto grado de regionalización del poder público en casi todos los Estados.

La segunda forma de subsidiariedad, más ambiciosa, se encuentra en la filosofía social católica. Este principio es de aplicación más amplia y se refiere a las relaciones entre entidades sociales mayores y menores. El principio abarca las relaciones dentro de la esfera pública, pero también incluye las relaciones entre entidades públicas y privadas; el principio católico habla de la división público/privado, así como de la delimitación del poder dentro del ámbito público.

Como cuestión de historia intelectual, el principio constitucional es descendiente del principio católico, y está en deuda con él. En este artículo se argumenta, sin embargo, que el espacio adicional que ocupa el principio católico —a saber, su intento de regular la división entre el ámbito público y el privado— se trata mejor con otros principios constitucionales, y que la subsidiariedad debería limitarse a la asignación de poderes públicos.

El principio constitucional de subsidiariedad

El principio constitucional de subsidiariedad constituye una respuesta a la cuestión límite de la teoría política: cómo debemos determinar el grupo de personas que tiene derecho a tomar decisiones sobre la política estatal. Las democracias necesitan un demos, un pueblo, aquellos que pueden votar en las elecciones. Sin embargo, los límites del demos no siempre pueden determinarse democráticamente: necesitamos saber quién tiene derecho a votar antes de crear instituciones a través de las cuales se ejerza ese derecho. En ocasiones, la decisión que se tome sobre los límites de la unidad democrática será crucial para la resolución de una decisión por parte de esa unidad. Por ejemplo, cuando hay presiones para la secesión dentro de un Estado, el resultado del debate puede depender de si se trata de una cuestión que compete a los que viven en la región o de una cuestión que debe determinar la población de todo el Estado. La decisión sobre cuál de estos dos grupos debe decidir no puede tomarse democráticamente, ya que esto presupondría el resultado de la disputa. El principio constitucional de subsidiariedad aborda esta cuestión y, como tal, es un principio sobre la democracia más que un principio democrático. La subsidiariedad exige que las unidades democráticas se tracen de forma que las personas que se verán afectadas por las decisiones puedan participar en ellas, una versión modernizada de la vieja máxima medieval de que lo que afecta a todos debe ser aprobado por todos. Pero esta idea de participación implica que la unidad debe funcionar como una verdadera unidad democrática, y que sería insensato y contraproducente crear una nueva unidad democrática para cada decisión. El foro democrático que se cree debe ser uno con el que la gente se comprometa, y a través del cual las personas se comprometan entre sí. Por tanto, el número de unidades de este tipo que pueden existir dentro del Estado tiene un límite. Probablemente, el número máximo de unidades democráticas plausibles con las que una persona puede comprometerse es de tres o cuatro; con muchas más, la constitución se arriesga a la apatía de sus ciudadanos, que consideran que sus obligaciones públicas son excesivas; y a la confusión, ya que precisan de gran esfuerzo para descifrar las responsabilidades de cada nivel democrático. La cuestión más obvia a la que se refiere la subsidiariedad, por tanto, es la delimitación del poder público dentro del Estado y el nivel —nacional, federal o local— en el que deben tomarse las decisiones. De forma menos obvia, también se refiere a otras dos cuestiones.

En primer lugar, la subsidiariedad apunta a la gran cuestión de la asignación de soberanía y a la creación del propio Estado. La subsidiariedad nos dice que los Estados pueden ser excesivamente grandes, cosa que ocurre allí donde se hacen demasiado grandes o dispares para fundamentar una unidad democrática. Los llamamientos del Reino Unido, durante el siglo XIX, en pro de una «Gran Bretaña», con un Parlamento Imperial formado por representantes procedentes de todo el Imperio, eran contrarios al principio por estas razones. El Imperio Británico era simplemente demasiado grande para constituir una unidad democrática. No había suficientes cuestiones políticas compartidas por los habitantes de Inglaterra y la India, o de Canadá y Nueva Zelanda, como para justificar que estos territorios compartieran un único parlamento. La subsidiariedad operaba aquí en contra del proyecto imperial, presentándolo como una forma de injusticia. Así pues, los territorios imperiales tenían derecho a convertirse en Estados separados y soberanos.

Señalado lo anterior, los Estados también pueden ser demasiado pequeños, cosa que ocurre allí donde, por su tamaño, carecen de capacidad para decidir sobre sus propios asuntos y se encuentran, en realidad, bajo el control de otro Estado o de poderosos actores privados. En este caso, la injusticia es doble. A la población de ese Estado demasiado pequeño se le niega la capacidad de participar plenamente en el ámbito político a través de sus instituciones democráticas, que se revelan incapaces de dar forma efectiva a la dirección de su Estado. Pero también puede darse el caso de que tales Estados eludan sus responsabilidades y supongan una carga injusta para los Estados vecinos. Efectivamente, en ocasiones dependen de otras unidades políticas que les proporcionen defensa, atención médica avanzada, o la infraestructura necesaria para los servicios financieros que su comunidad requiere. La ciudadanía es una carga que hay que asumir, además de un beneficio que hay que otorgar.

En segundo lugar, la subsidiariedad se refiere a la elección entre devolución, federalismo y confederalismo como formas constitucionales. La devolución se produce cuando una autoridad central transfiere una decisión a una autoridad regional, aunque conserva la capacidad de recuperar el poder si lo desea. En un acuerdo federal, por el contrario, es la Constitución la que reparte el poder entre el centro y las regiones, de suerte que la jurisdicción de cada parte queda protegida frente a las intromisiones de la otra. Por último, el confederalismo constituye el opuesto de la devolución: los Estados ceden decisiones a un organismo supranacional, pero conservan la capacidad de retirar ese poder. La subsidiariedad aboga por la devolución, más que por el federalismo, allí donde el que el órgano democrático creado o facultado requiere la supervisión continua de otro conjunto de instituciones democráticas situadas más arriba en la cadena constitucional. Este puede ser el caso cuando hay factores sociales que dificultan el funcionamiento de la democracia dentro de la unidad —una sociedad profundamente dividida como Irlanda del Norte, por ejemplo, podría tener dificultades dentro de una estructura federal— o cuando hay razones para dudar de la integridad o competencia del legislador regional. Por el contrario, la subsidiariedad aboga por el federalismo, más que por la devolución, allí donde la supervisión continua por parte de órganos superiores en la cadena constitucional sería indeseable. Esto ocurre cuando cabe presumir que, en una determinada cuestión, la legislatura regional constituye un órgano decisorio democráticamente más eficaz que el órgano nacional. En ese caso, el riesgo de intervención injustificada del nivel nacional en las decisiones regionales justifica la contención.

El debate de la subsidiariedad y la cuestión de la confederación se enmarca también en esta discusión, y ha sido tratado de forma más acuciante en el contexto de la Unión Europea. Hay al menos tres formas posibles que podría adoptar la Unión Europea, y la subsidiariedad se refiere a la elección entre esas formas. En primer lugar, podríamos concluir que la Unión Europea debería convertirse en un Estado, con la implicación de que esta unidad tendría la última palabra sobre la subsidiariedad y la delimitación del poder público dentro de su territorio. La Unión se asemejaría entonces a una federación, con el poder constitucionalmente dividido entre el centro y las regiones, y el Tribunal de Justicia de la Unión Europea dirimiendo esta delimitación. En segundo lugar, la Unión Europea podría haber recibido competencias delegadas de sus Estados constituyentes, con dichas competencias sujetas al control democrático de las asambleas legislativas de los Estados miembros, y conservando dichos Estados el poder de reconvertir o suprimir tales competencias en cualquier momento. En tercer lugar, la Unión Europea podría ocupar el mismo espacio que una unidad federal dentro de los Estados miembros. Sus poderes podrían ser modificados o suprimidos por el Estado, pero únicamente a través de una enmienda constitucional interna. La Unión Europea sueña a veces con el primer modelo, con el establecimiento de una Europa verdaderamente federal, pero los Estados miembros suelen ser partidarios de la segunda o de la tercera opción. Las debilidades democráticas de la Unión Europea justifican ampliamente la prudencia de los Estados miembros.

El principio católico

El principio católico de subsidiariedad cubre ciertamente las cuestiones arriba expuestas, pero se refiere, además, a las tareas de las asociaciones colectivas en general. Abarca, entre otros organismos, las asociaciones benéficas, los sindicatos y las familias. Las encíclicas papales que exponen el principio lo presentan como un baluarte contra los organismos colectivos demasiado invasivos, un principio que fija los límites propios de la actividad colectiva. Como escribió el Papa Pío XI:

Pues aun siendo verdad, y la historia lo demuestra claramente, que, por el cambio operado en las condiciones sociales, muchas cosas que en otros tiempos podían realizar incluso las asociaciones pequeñas, hoy son posibles sólo a las grandes corporaciones, sigue, no obstante, en pie y firme en la filosofía social aquel gravísimo principio inamovible e inmutable: como no se puede quitar a los individuos y dar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria, así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y perturbación del recto orden, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer y proporcionar y dárselo a una sociedad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos y absorberlos

Papa Pío XI, Quadragesimo Anno, (1931), párr. 79.

Aunque el principio católico de subsidiariedad aborda con frecuencia cuestiones sobre los límites del Estado, no presupone ni exige la existencia de esa institución. El principio católico de subsidiariedad, si es válido, se aplicaría aunque no existiera el Estado. Muchos autores, basándose en la encíclica citada, utilizan el lenguaje de la «prioridad» para describir la relación que exige la subsidiariedad entre el Estado y los grupos más pequeños. Las reivindicaciones de los grupos más pequeños son «prioritarias» a las de las entidades más grandes; las demandas de la familia, por ejemplo, son «prioritarias» al Estado. La idea de prioridad aparece de varias formas en la literatura.

A veces, los grupos más pequeños se presentan como empíricamente anteriores a los grupos más grandes. Como escribe una destacada estudiosa de este principio católico, la profesora Maria Cahill, la subsidiariedad «parte del reconocimiento de la existencia de grupos que surgen de forma natural en respuesta a esta dimensión irreductiblemente social del florecimiento humano». Esta afirmación podría ser una versión de la historia de los orígenes del Estado, que lo presenta como el resultado de la expansión gradual de otras instituciones sociales, empezando por las familias, y pasando por los pueblos y las ciudades. Los grupos más pequeños podrían considerarse «anteriores» a los más grandes, en el sentido de que las unidades mayores surgieron de ellos. Más ambiciosa, la afirmación podría tratar de dividir los grupos sociales en dos categorías: los naturales y los artificiales. Los primeros, los grupos naturales como las familias, constituirían el producto de fuerzas biológicas y serían, en cierto sentido, la consecuencia inevitable de nuestra disposición innata hacia la sociabilidad; mientras que los segundos, como el Estado, serían el producto de la razón, construidos mediante el pensamiento y la deliberación. Una tercera lectura posible consideraría la subsidiariedad como la afirmación de que la autoridad del Estado —y de las unidades más grandes en general— se construye a partir de la autoridad de estos grupos más pequeños: las unidades más grandes se forman a partir de las más pequeñas y dependen de ellas. Estas tres afirmaciones empíricas, tres glosas del significado de la prioridad, son compatibles, y podría ser que el principio católico de subsidiariedad abarcara cada una de ellas.

Estas afirmaciones descriptivas se combinan con una reivindicación normativa: los grupos «naturales» más pequeños son «prioritarios» en el sentido de que se les debe conceder, o reconocer que poseen, prioridad sobre los grupos más grandes. Según Cahill, el Estado sólo debe intervenir cuando estas unidades más pequeñas lo soliciten o sean manifiestamente incapaces de funcionar. Las unidades mayores son, en este sentido, subsidiarias de los organismos menores a los que sirven de apoyo. El profesor John Finnis expone el argumento de forma aún más contundente, afirmando que el Estado «nunca» debe asumir la formación, dirección o gestión de estos organismos. Tal como lo interpretan Cahill y Finnis, el principio católico pretende establecer una división casi categórica entre el Estado y los grupos privados, limitando la intervención del Estado en el funcionamiento de esos grupos y casi negándole cualquier papel en su construcción. Aunque hay mucho que aprender del principio católico y de la doctrina que lo rodea, cuando se desarrolla de esta manera el principio se vuelve empíricamente problemático, y normativamente poco atractivo.

En primer lugar, el contraste entre grupos sociales naturales (u orgánicos) y otras formas de grupo social es falso. Los grupos sociales se construyen a través de normas, algunas de las cuales son establecidas por las comunidades en las que existen esos grupos, y otras elegidas por los participantes en el grupo. En las sociedades regidas por el derecho, todos los grupos sociales están condicionados en parte por normas jurídicas. Las normas del derecho proporcionan un telón de fondo dentro del cual operan esos grupos, y muchos grupos sociales también están constituidos en parte por normas jurídicas, en el sentido de que hay leyes que se refieren directamente al establecimiento y funcionamiento del grupo. Por ejemplo, la familia está condicionada por normas jurídicas —el derecho penal establece límites a las formas en que los participantes pueden relacionarse entre sí— y su constitución está moldeada, hasta cierto punto, por normas jurídicas —las obligaciones de los padres hacia sus hijos, por ejemplo, están determinadas en parte por la ley—. En este sentido, la institución privada de la familia no difiere de las instituciones públicas. En cada caso, el grupo está constituido por una mezcla de normas jurídicas y sociales, normas que son elegidas más o menos conscientemente por las comunidades en las que existen y por quienes participan en ellas.

Los partidarios de una distinción entre grupos naturales y artificiales podrían replicar que la división no pretende poner de manifiesto su modo de composición, sino, más bien, su modo de origen: quizá los grupos naturales sean producto de la naturaleza humana, mientras que los grupos artificiales sean producto del ingenio humano. Pero, si esta es la afirmación, se basaría en una división entre biología y acción razonada difícil de defender. La acción razonada, basada en decisiones meditadas antes de adoptarlas, se fundamenta en nuestra fisiología tanto como la acción instintiva. Y, de hecho, en la toma de decisiones se mezclan ambas: la acción razonada está animada y moldeada por el instinto. Todos los grupos sociales se forman a partir de una mezcla de instinto y razón, y todos se basan, en última instancia, en la naturaleza humana. El Estado puede ser más complicado que la familia, pero es igualmente un producto de nuestra naturaleza.

Estas dudas se trasladan a la supuesta prioridad moral de los grupos más pequeños. Es innegable que los distintos grupos pueden formular y formulan afirmaciones morales contradictorias acerca de los individuos. A veces, es posible desenmascarar un conjunto de afirmaciones como erróneo, y habrá que encontrar una respuesta moralmente correcta. Sea como fuere, parece poco probable que las reivindicaciones morales rivales de un grupo más pequeño deban tener siempre prioridad sobre las del más grande, independientemente de su contenido. Es fácil evocar ejemplos ficticios de enfrentamientos entre, por ejemplo, obligaciones familiares y estatales, en los que el impacto sobre la familia sería trivial, y el impacto sobre el Estado sería significativo. En este caso, nuestras obligaciones para con el Estado son más apremiantes, y sería un error (moral) dar prioridad a nuestra familia.

Además, como ha argumentado el profesor Alan Bogg, las limitaciones que algunas formas del principio católico imponen al Estado son difíciles de justificar. Bogg examina con cierto cuidado la afirmación de Finnis de que el Estado «nunca» debería asumir la formación, dirección o gestión de lo que él, Finnis, denomina asociaciones «no instrumentales», como la familia; y que «sólo excepcionalmente» debería desempeñar esta tarea con asociaciones instrumentales, como los sindicatos y las empresas. Como muestra Bogg, el argumento de Finnis sólo es convincente si entendemos la calificación de «formación, dirección o gestión» de forma restrictiva, de suerte que equivaldría a poco más que una insistencia en el valor de que las personas puedan formar y gestionar asociaciones libremente. A partir de esta crítica, y en contra de lo que afirman ciertos autores sobre la subsidiariedad, es preciso afirmar que uno de los propósitos del Estado es solucionar algunos de los problemas causados por la existencia de grupos privados; y, al hacerlo, proteger la justificabilidad moral de estos organismos.

Muchos grupos privados se caracterizan por una especie de ceguera moral, en la que algunas de las razones que normalmente se aplicarían a la deliberación de sus miembros se ignoran dentro del razonamiento grupal. Así, por ejemplo, en las familias, los padres se preocupan más por sus hijos que por los que no pertenecen a su familia, mientras que, en el mundo empresarial, las empresas están encantadas de obtener beneficios a costa de sus competidores. Estos grupos privados tienen éxito, en parte, porque exigen a sus miembros que reduzcan su ámbito de deliberación moral, centrándose en sus miembros y en la consecución de los objetivos del grupo. Se ignoran los intereses y objetivos más amplios de quienes forman parte de la comunidad más amplia en la que opera el grupo. Debido a esta restricción, los objetivos inmediatos de estos grupos privados difieren de los del Estado, pero, a largo plazo, el funcionamiento de estos grupos puede apoyar, e incluso ser esencial, para el buen funcionamiento del Estado. Así, una comunidad en la que los niños se crían en el seno de familias les proporciona mejores cuidados y apoyo que los que experimentarían si fueran criados directamente por el Estado; y los mercados libres funcionan mejor que las economías dirigidas a la hora de generar y suministrar recursos a la población del Estado. Los Estados necesitan a estos grupos privados para prosperar, y estos grupos privados funcionan con éxito gracias a su limitado ámbito de actuación. El argumento también fluye en sentido contrario: los grupos privados necesitan al Estado para justificar su funcionamiento. El Estado, teniendo en cuenta el bien general de su pueblo, comprueba que la miopía moral del ámbito privado es defendible garantizando que las acciones de los distintos grupos privados se combinan para promover el bienestar común. Lo hace de muchas maneras. Por ejemplo, el Estado proporciona el marco en el que estos grupos pueden operar con éxito, construyendo un sistema jurídico eficaz y garantizando que las personas tengan las capacidades, en términos de educación y salud, para participar en estos grupos de forma efectiva. Comprueba que las plantillas de estos grupos son óptimas para sus fines, quizá limitando el abanico de opciones del grupo (las familias pueden decidir cómo educar a sus hijos, pero no si sus hijos deben ser educados) o regulando la forma en que el grupo toma decisiones (determinando, por ejemplo, los derechos de los accionistas o socios de una empresa). Por último, el Estado interviene para proteger a los que salen perdiendo en estos sistemas. Se asegura de que los niños que carecen de familia reciban atención, proporciona una red de bienestar para los que fracasan en la competencia del mercado, garantizando que el libre mercado no lleve a algunos a la indigencia. Por ello, los miembros de los grupos privados saben que quienes quedan fuera de su limitado ámbito de preocupación no serán abandonados por la comunidad. En resumen, es la existencia del Estado, así como su regulación de estos grupos privados, lo que hace justificable su reducido ámbito de atención: los Estados necesitan a los grupos privados, pero los grupos privados también necesitan al Estado.

Cuando el Estado funciona bien, la mayoría de los que forman parte de los grupos privados dentro del Estado son también ciudadanos. En sus funciones privadas asumen la miopía moral necesaria para el funcionamiento de los grupos privados mientras que, en sus funciones públicas como ciudadanos, garantizan que esta miopía moral sea defendible. El principio de subsidiariedad, con su tendencia a la división categórica de poderes y, en algunas formas, su intento de limitar radicalmente el compromiso de lo público con lo privado, es incapaz de captar la riqueza y la complejidad de esta interacción. En otro lugar, he argumentado que el principio de la sociedad civil, extraído de una tradición intelectual diferente, nos proporciona un marco más adecuado para examinar estas cuestiones. La sociedad civil parte de la premisa de que el ámbito público y el privado mantienen una relación simbiótica, en lugar de intentar establecer una división categórica entre ambos. La subsidiariedad debería, pues, limitarse a su forma constitucional, en la que su tendencia a la delimitación constituye una fortaleza más que una debilidad.


* Autor de varias obras de referencia en la Teoría constitucional, el profesor Nick Barber ha abordado el problema de la subsidiariedad en su trabajo: The Principles of Constitucionalism (OUP 2018). El presente texto se apoya ampliamente en aquel estudio. Formó parte de la Jornada Internacional Dimensiones de la Subsidiariedad, celebrada en el Parlamento de Navarra el 24 de noviembre de 2023. El programa de dicha sesión se puede consultar aquí.


Nicholas W. Barber. Catedrático de Derecho Constitucional. Universidad de Oxford