Tiempo de lectura: 5 min.

La relación de un escritor con su país es con frecuencia tensa o, cuando menos, compleja. En el caso de Stefan Zweig (1881-1942) —huido de la Austria del Anschluss por temor a una muerte que él mismo se propiciaría ocho años después— fue ambas. Convencido de que Occidente perecería bajo la barbarie nazi, quiso con su feraz obra conservar un mundo que creía ya extinto. Hoy Zweig es un prisma literario de una vigencia casi desconcertante, en particular sus biografías y ensayos, tanto por los personajes elegidos como por una pionera introspección psicológica.

Entre los filósofos y literatos que analizó—Erasmo, Calvino, Montaigne, Balzac, Dickens, Dostoievski, Nietzsche, Rolland, Verlaine— quizá sea Tolstói su némesis, pues el genio ruso mantuvo una obstinada tirantez con su patria y una mórbida fijación suicida —«Con toda mi fuerza aspiraba a desembarazarme de la vida»—, pero murió a los 82 años pacíficamente en Rusia, mientras que el viajero y cosmopolita Zweig se suicidó en Brasil a los 60 años, desesperado de no poder volver a su Austria natal.

Ambos desdeñaron o fingieron menospreciar su fama mundial: Lev Tolstói (1828-1910) triunfó en la década de 1870 con Guerra y paz, ascendiendo con Ana Karenina al panteón universal de los grandes novelistas; Zweig —hoy objeto de un resurgimiento incontinente en España— fue a comienzos del siglo XX el escritor más vendido y traducido del mundo (aunque los autodenominados intelectuales europeos se mofaran de sus «novelitas para señoras»).

La revolución interior, Errata Naturae, Madrid 2019, 224 págs.

El ensayo introductorio de La revolución interior: Lev Tolstói (Errata Naturae, 2019) —titulado «Tolstói, pensador radical»— ya figuraba en las Obras completas de Stefan Zweig (con el título «Tolstói como pensador religioso y sociólogo, 1937», tomo IV, «Tiempo y mundo»), compilación publicada en Barcelona por la editorial Juventud en 1952, que también contiene el fragmento aquí rebautizado «La tumba más bella del mundo» entresacado del célebre Mundo de ayer (tomo IV, capítulo XIII); además del bien conocido monográfico sobre Tolstói (tomo II, biografías).

Por tanto, el mérito de esta obra recién aparecida en el mercado español no es el de ofrecer al público hispanoparlante un par de textos inéditos de Zweig, sino la recaptura de dos textos del autor rabiosamente pertinentes en fondo y forma, que ciñen aquí —en sus nuevos papeles de prólogo y epílogo— una antología de textos tolstoyanos de igual o mayor interés.

Tanto el ruso fallecido pocos años antes de la Revolución de 1917 como el austriaco muerto en plena Segunda Guerra Mundial gastan una prosa metálica de exactitud cirujana, diseccionando la realidad como un galeno en una mesa de operaciones. (Nunca sabremos si Tolstói aprobaría la decisión de Errata Naturae de regresar al «Lev» ruso para su nombre de pila, feliz como estaba con la anglicanización «Leo», previo paso por Francia, cuyo «Comte Léon Tolstoï» en la portada de Guerre et Paix (1879) contenía la correcta traducción semántica de su nombre propio por sugerencia suya, pues iba apostillada «Con la autorización del autor».)

Tolstoi se quejaba de tener que rematar «la aburrida y trivial Ana Karenina»

En todo caso, este salvamento tolstoyano novum seculum solo se alcanza sabiendo que el genio de la literatura rusa experimentó en su mediana edad una metamorfosis abisal. Tolstói vivía en su terruño feudal de Yásnaia Poliana —dieciséis frondosos kilómetros cuadrados a seis horas decimonónicas de Moscú— donde había pasado una edad de oro junto a su esposa Sonia, sus trece hijos y sus trescientos cincuenta esclavos.

Con Guerra y paz ya publicada y triunfada, en el verano de 1875 se quejaba de tener que rematar «la aburrida y trivial Ana Karenina», pidiendo a Dios fuerzas para zafarse de ella cuanto antes. Transmutaba ya Tolstói hacia una segunda vida consagrada a la pedagogía, la revisión del Evangelio y la escritura de textos religiosos, sociológicos y políticos —como los que reúne La revolución interior que nos ocupa—, desdeñando hasta tal punto la ficción como género literario que jamás escribiría ya ninguna obra comparable a sus dos grandes novelones previos a 1880. Al poco de cumplir cincuenta Tolstói desempolvó a su admirado Rousseau, cuya efigie lució en un medallón colgado del cuello durante años, proclamando que la sociedad humana era corrupta y que el individuo solo podía salvarse regresando a la naturaleza.

Esta Revolución interior nos retrata a un Tolstói empecinado en hallar el significado de la vida —«una broma de mal gusto que alguien me ha gastado»— y torturado con las desigualdades de la sociedad —«Todos ven a su alrededor dos castas: la que sufre y la que goza» (Una crítica de mi tiempo)—, que rastrea las obras de los grandes filósofos y teólogos buscando soluciones al enigma: «El hecho de que ni Salomón ni Schopenhauer ni yo nos hayamos suicidado no va a convencerme de la existencia de la fe» (El conocimiento de mí mismo).

En el capítulo titulado Filosofía de la historia, los campesinos rusos cuya camisola campesina había adoptado como vestimenta habitual —hoy llamada tolstova— le darán al fin la anhelada respuesta: «El hombre vive conscientemente para sí mismo, pero sirve de instrumento inconsciente a los fines históricos de la humanidad».

En El rey asirio Asarhaddón —otro de los capítulos recogidos en La revolución interior— ya asoma el código de vida minimalista que rigió esta segunda etapa de su existencia: «La vida es una sola en todos; en ti solo se manifiesta una parte de esa vida única». De los Evangelios extrae su teoría de que todos nacemos capaces de discernir el bien del mal, lo que da sentido a nuestra vida.

¿Divagaciones trasnochadas? Como subraya Stefan Zweig al comienzo de La revolución interior, ninguna teoría coetánea, incluidos Marx y Nietzsche, tuvo un impacto comparable al de Tolstói sobre millones de personas. Su compatriota Lenin, nacido medio siglo después, justificaba las incoherencias del terrateniente revolucionario al mantener que «las contradicciones en las opiniones y doctrinas de Tolstói no son accidentales, pues expresan las propias contradicciones de la vida rusa en el último tercio del siglo XIX».

Zweig no se anda con rodeos al definir a Tolstoi como el auténtico precursor de la revolución rusa

Zweig no se anda con rodeos al definirle en el preámbulo de este oportuno libro de Errata Naturae como «el auténtico precursor de la revolución rusa, el auténtico precursor de la revolución del proletariado». Tolstói se anticipa en casi un siglo a las esencias vanguardistas del cine-arte de Orson Welles en el delicioso ensayito «Los falsificadores» (recogido aquí en el capítulo titulado Las tres parábolas), donde define a los artistas/intelectuales como «tratantes que comercian con artículos alimenticios de la inteligencia».

Sus teorías de la resistencia pasiva y del anarcocristianismo influyeron decisivamente en Gandhi —con quien se carteó durante dos años—, en Martin Luther King y en Mandela, por no hablar de las filosofías esencialistas del minimalismo y del declutter que triunfan en nuestro siglo XXI.

Según George Steiner, Tolstói creía formar parte de una estirpe apostólica de intelectuales que «no fiándose de ninguna enseñanza, pensaron y escribieron sinceramente sobre el significado de la vida». Paul Johnson, que le incluye en su ensayo Intelectuales, asegura que su audacia es «impresionante, a veces incluso aterradora». Vivió y murió Tolstói como quiso; escribió bien cuando quiso y mal cuando quiso. Escapó de sus profecías ese apocalíptico siglo XX de las grandes guerras en el que influyó decisivamente, como descubrirá con asombro boquiabierto quien lea estos ensayos.

Periodista, escritora y traductora.