[Presentación]
Si Pushkin se reputa «padre» de la literatura rusa, bien podríamos decir que Karamzín es su «abuelo» o, al menos, su «tío». De una generación anterior a la del infortunado poeta, Nikolái Mijáilovich Karamzín (1766-1826) reunió en su persona tres oficios intelectuales que sólo en estadios poco desarrollados de la cultura suelen presentarse unidos: el de novelista, ensayista e historiador.
A historiar se consagró enteramente Karamzín desde 1803 hasta el final de sus días. Nombrado cronista oficial por el zar Alejandro I, de quien era amigo personal; cubiertas sus espaldas por una sustanciosa pensión de 2000 rublos al año, a cargo de las arcas del Soberano; y abiertos, en fin, para él todos los archivos de Palacio, Karamzín escribió una voluminosa Historia del Estado ruso, que no obstante el estilo algo pomposo y altisonante de su prosa, fue la primera concebida conforme a parámetros de una metodología científica. Tras la reciente caída del régimen comunista en Rusia, esta obra ha sido reeditada y apenas hay ciudadano de esta nación que, en la actualidad, no tenga un ejemplar de ella en su hogar: hasta tal punto la necesidad de reencontrar la verdad sobre la historia de Rusia ha hecho volver los ojos a esa importante obra de Karamzín.
Antes que por su labor científica, Nikolái Mijáilovich había sido un conocido traductor de literatura extranjera —obras de Shakespeare (Julio César) o Lessing (Emilia Galotti), entre otras muchas—. Estas traducciones solían venir presentadas por el propio Karamzín con unos ensayos de crítica literaria nada desdeñables.
Pero no sólo la literatura extranjera excitaba su interés. Entre los ensayos de Karamzín dedicados a Rusia, se hizo célebre uno titulado «Por qué hay tan pocos talentos literarios en Rusia». Casi proféticamente, preconizaba en él las cualidades intelectuales y morales que, pocos años después, harían de Pushkin el primer poeta nacional eslavo.
Hasta qué punto Karamzín comprendía ya lo que era inminente en la cultura rusa lo muestran también sus Cartas de un viajero ruso, cuenta de sus impresiones en las diferentes etapas de un largo viaje por Europa. Publicadas regularmente en la prensa moscovita, y luego como volumen independiente en 1797, dieron lugar a un género muy imitado hasta casi mediados del XIX por los aristócratas rusos (los únicos que por entonces viajaban). El lector de Nueva Revista recordará las cartas que Botkin escribió desde España, traducidas y publicadas en alguno de nuestros números anteriores. Desde el punto de vista estilístico, las cartas de Karamzín son importantes porque evitan tanto el cultismo y la farragosidad del eslavo procedente del antiguo idioma eclesiástico (el único que hablaban, caso de no hacerlo en francés, las gentes cultivadas de Rusia), como la chocarrería y la vulgaridad que empleaban las clases populares. Pero son importantes asimismo por su contenido: lectores tan conspicuos como Fiódor M. Dostoyevski han reconocido en ellas trazos inequívocos del carácter ruso, de ese espíritu que informaría la literatura nacional posterior.
El Karamzín por el que nos vamos a interesar aquí, sin embargo, es el autor de novellas como Natalia, la hija del boyardo (1792), La isla de Bomholm (1793), Frol Suilin, hombre virtuoso (1796), Un caballero de nuestro tiempo (1802), Marfa la comendadora (1803), o Sierra Morena (1803). De trama histórico o contemporáneo, con un estilo unas veces más lírico otras más contenido, esos títulos muestran a un autor romántico nunca enteramente decidido, sin embargo, a entregarse, como si de un escritor alemán se tratara, a los embrujos de su alma fantástica, a las ondas de sus sentimientos desbordados. Si por algo podemos ver en Karamzín un precursor de la gran prosa rusa del XIX, es por esta contención realista, «social», de sus novelas. Como todo buen ruso, Karamzín no acaba de aceptar un único punto de vista sobre las situaciones, sobre sus personajes. La unilateralidad es un pecado de lesa intelectualidad para un escritor ruso. Aún en los momentos de mayor exaltación lírica o romántica, el autor tiene que estar mirando por el rabillo del ojo al suelo, a un asidero que le impida echar a volar, un argumento dialéctico que actúe de contrapeso para su rico depósito de credulidad.
Esta peculiaridad es notoria ya en la novela que aquí publicamos, La pobre Liza (1792). Es verdad que, ya desde el arranque del relato, aparecen los tópicos prerrománticos procedentes de ensoñaciones como las de Rousseau, caminante solitario, o las de un joven llamado Werther: torres góticas abandonadas y parajes naturales que activan la emoción del narrador y le conducen no pocas veces a un sentimentalismo que impregna ampliamente su lenguaje. Este punto de vista emocional es para el autor más importante que la trama; adjetivar de modo tierno a la heroína, esa «pobre»; repetir su nombre cuando alguien se dirige a ella: «Liza, Liza», más importante que la sorpresa que las peripecias del argumento causarán en el lector. No sólo el narrador se ve envuelto en los encantos que destila la heroína: la misma naturaleza la acompaña a lo largo de sus difíciles pasos… Y no obstante ello, hay en Liza y en Erast un anticipo de caracteres nada románticos que van a llevar muy lejos la literatura rusa: Tatiana y Oneguin de Pushkin, el hombre superfluo de Turguéniev, y Natasia Filíppovna, esa mujer que, harta de ser la «pobre amante» de un Afanasii Ivánovich, decide revelarse contra su elegante, culto, caprichoso y prescindible protector y hacérselas pasar canutas, poniendo en peligro su honor, su respetabilidad social. Los enigmas de la interesante mujer rusa empezaron a quedar abocetados en el destino de esta «pobre Liza» que concibió Nikolái Mijáilovich Karamzín, y que Nueva Revista ofrece por primera vez en castellano a sus lectores. (R. Ll.).
La pobre Liza
por NIKOLÁI M. KARAMZIN
Probablemente pocos habitantes de Moscú conozcan como yo las afueras de esta ciudad, pues pocos frecuentan el campo, y no vagan sin plano ni objetivo, siguiendo solamente sus ojos por prados y bosques, por colinas y llanuras… Cada verano encuentro algún rincón nuevo o descubro bellezas ocultas en los ya conocidos. Pero el que más me gusta es uno sobre el que se elevan, tenebrosas, las góticas torres del Monasterio de Si—nov. Situándose en esta colina, a la derecha, uno puede abarcar casi entera la ciudad de Moscú, que en forma de majestuoso anfiteatro, ofrece a nuestros ojos su terrible mole de edificios e iglesias. ¡Espléndido cuadro éste, sobre todo cuando brilla el sol y los rayos vespertinos se reflejan en sus infinitas cúpulas y sus cruces elevándose al cielo! Abajo, se extienden los espesos prados, verdes y florecientes, detrás de los cuales, entre las arenas amarillas, corre un claro río levemente agitado por los remos de unas barcas de pesca — río que, a veces, emite el ruido de la conducción de pesados transbordadores que navegan desde los fértiles rincones del Imperio para abastecer de pan a la ansiosa ciudad de Moscú.
Al otro lado del río se divisa un robledal, junto al que pastan innumerables rebaños; allí, jóvenes pastores cantan sencillas y melancólicas canciones a la sombra de los árboles, haciendo de este modo más llevadero el hastío estival. Más allá, en la verde espesura de viejos olmos, brilla el monasterio Danilov, con sus doradas cúpulas; un poco más lejos, casi en el horizonte, azulean las colinas de Vorobiovy. A la izquierda pueden verse grandes campos de trigo, unos bosquecillos, tres o cuatro pueblos, y en la lontananza, la aldea de Kolomenskoie, con su esbelto palacio.
A menudo frecuento este lugar y casi siempre veo desde él la llegada de la primavera; también me dirijo allí en los sombríos días de otoño, para llorar junto a la naturaleza. Terrible sopla el viento entre los desiertos muros de aquel monasterio, entre las tumbas cubiertas de hierba y los oscuros pasadizos de las celdas. Allí, apoyándome sobre las piedras de las tumbas en ruinas, me detengo a escuchar los sordos lamentos del tiempo absorbidos por el abismo del pasado — gemidos que estremecen y encogen el corazón. A veces, entro en las celdas e imagino sus habitantes. ¡Qué cuadros tan tristes! Puedo ver al anciano de pelo blanco de rodillas, ante la cruz, rezando para que Cristo vuelva pronto a la Tierra; el anciano nada espera ya de esta vida y nada siente, excepto la enfermedad y la debilidad. Más allá, puedo ver a un joven monje de pálida tez y mirada lánguida que, a través de la reja de la ventana, mira el campo y los alegres pajarillos que nadan libres en el mar del aire; los mira, y amargas lágrimas brotan de sus ojos. El muchacho languidece, se marchita y extenúa; el melancólico tañido de las campanas me anuncia su muerte prematura. A veces, en las puertas del templo, me pongo a mirar la representación de los milagros acaecidos en el monasterio; puedo ver los peces que caen del cielo para alimentar a los habitantes del monasterio asediado por sus innumerables enemigos; también, la imagen de la Virgen que obliga a los enemigos a emprender la retirada. Todo ello hace que yo, en mi interior, rememore la historia de nuestra patria — la triste historia de los tiempos en que los feroces tártaros y lituanos, a fuego y hierro, saqueaban los alrededores de la capital rusa, y cuando la desdichada ciudad de Moscú, como una viuda indefensa, sumida en su terrible infortunio, esperaba ayuda solamente de Dios.
Pero lo que más me atrae de los muros del monasterio de Si… nov es el recuerdo del triste destino de Liza, de la pobre Liza. Me gustan, ¡ay!, las cosas que conmueven al corazón hasta hacerle derramar lágrimas de dulce pesar.
A unas setenta sazhenas1 del monasterio, junto a un bosque de abedules y en medio de un verde prado, hay una cabaña vacía, sin puertas, ventanas ni suelos; hace tiempo que su tejado se pudrió y se ha derrumbado. Unos treinta años atrás vivió aquí, junto a su madre anciana, una amabilísima muchacha, llamada Liza.
El padre de Liza fue un campesino bastante acomodado, porque amaba el trabajo, araba bien su tierra y siempre llevó una vida muy sobria. Pero al poco tiempo de morir él, su mujer y su hija empobrecieron. La perezosa mano del arrendatario trabajaba mal el campo y el trigo dejó de crecer. Madre e hija se vieron obligadas a entregar su tierra en arrendamiento por muy poco dinero. Además, la pobre viuda, derramando continuamente lágrimas por su difunto marido — ¡también las campesinas saben amar!— se fue debilitando más y más, hasta perder finalmente todas sus fuerzas para trabajar. Únicamente Liza —quince años tenía cuando murió su padre—, sin apiadarse de su dulce juventud y de su inusual belleza, se afanaba en trabajar un día tras otro. Tejía cañamazo, hacía calcetines de punto, en primavera recogía flores, y durante el verano, los frutos del bosque, que vendía luego en Moscú. La sentida y bondadosa madre, viendo la tenacidad de su hija, a menudo la estrechaba contra su corazón, llamándola gracia divina, sostén de la familia, deleite de su vejez; y rezaba a Dios para que le recompensara por cuanto hacía por ella.
—Dios me dio las manos para trabajar —decía Liza—. Tú me cuidaste cuando yo era pequeña y me alimentaste con tu pecho, ahora es mi turno. Sólo te pido que dejes de atormentarte y de llorar; tus lágrimas no resucitarán a mi padre.
Pero a menudo, tampoco Liza podía contener sus lágrimas — también ella se acordaba que había tenido un padre y que ahora ya no vivía, pero para tranquilizar a su madre intentaba esconder su tristeza y parecer sosegada y alegre.
—En la otra vida, Liza —le respondía su madre—; sí, en la otra vida, dejaré yo de llorar. Dicen que allí todo el mundo es feliz; seguro que también lo seré yo cuando vea a tu padre. Sólo que aún no deseo morirme, ¿qué será de ti sin mí? ¿En qué manos voy a dejarte? ¡No, que Dios me permita verte casada como es debido! Puede que pronto encuentres un hombre bueno. Entonces, mis dulces hijos, os bendeciré, me santiguaré, y me postraré en paz sobre la húmeda tierra.
Transcurrieron dos años tras la muerte del padre de Liza. Los prados se cubrieron de flores y Liza fue a Moscú con los ramos de lirios que cogiera en el valle. Un joven, bien vestido y de agradable aspecto, se cruzó con ella. Liza le mostró las flores y se sonrojó. — ¿Los vendes, muchacha? —preguntó él, sonriendo.
—Sí, los vendo —respondió ella. — ¿Y qué pides por ellos?
—Cinco cópecks,
—Eso es muy poco dinero. Aquí tienes un rublo.
Liza se sorprendió, pero atreviéndose a mirarle enrojeció aún más, y clavando luego los ojos en el suelo, dijo que no cogería aquel rublo.
— ¿Para qué lo quiero? El dinero restante no me hace falta.
— Creo que estos maravillosos lirios recogidos por una preciosa joven valen un rublo. Pero puesto que no lo aceptas, aquí tienes cinco cópecks. Me gustaría poder comprarte siempre las flores y que tú las cogieras sólo para mí.
Liza le entregó el ramo, cogió los cinco copecks, le hizo una reverencia y ya se disponía a marcharse cuando el desconocido le detuvo, cogiéndola de la mano.
— ¿A dónde vas, muchacha?
— A casa.
— ¿Y dónde está tu casa?
Liza le dijo dónde vivía y se marchó. El joven no quiso retenerla más tiempo, probablemente para no llamar la atención de la gente que pasaba por la calle, por si se volvían a mirarles burlonamente.
Al regresar a casa, Liza contó a su madre lo ocurrido.
—Hiciste bien en no aceptar el rublo. Puede tratarse de un necio…
— ¡Ah, no, madre! No lo creo. Tenía una cara muy bondadosa, y una voz tan…
—Sin embargo, Liza, es preferible vivir de tu trabajo y no aceptar nada gratis. ¡Todavía no sabes, hija mía, cómo puede ofender un malvado a una muchacha! Mi corazón está siempre inquieto cuando marchas a la ciudad; pongo velas al icono y rezo a Dios para que te proteja de toda desgracia y agresión.
Las lágrimas inundaron los ojos de Liza, que se acercó a su madre para besarla.
Al día siguiente Liza recogió unos lirios aún más hermosos, y otra vez se dirigió a la ciudad. Sus ojos parecían buscar algo tímidamente.
Muchos quisieron comprarle las flores, pero ella respondía que no estaban a la venta y no paraba de mirar a uno lado y otro. La tarde se echó encima y se hizo hora de regresar a casa; las flores fueron a parar al río Moscova.
—¡Que nadie sea vuestro dueño! —dijo Liza, llena de tristeza.
A la tarde siguiente, Liza estaba sentada junto a la ventana, tejiendo y cantando en voz baja unas canciones de lamento; de pronto, saltó de la silla y gritó:
—¡Ay!
El joven comprador de flores estaba al otro lado de la ventana.
— ¿Qué te sucede?—le preguntó asustada su madre, que estaba junto a ella.
— Nada, madre —respondió Liza con voz tímida— que acabo de verle.
— ¿A quién has visto?
—Al caballero que me compró las flores.
La anciana se asomó a la ventana.
Un joven de aspecto agradable le hizo una reverencia tan cortés que ella no pudo pensar más que cosas buenas de él.
— ¡Buenos días, buena mujer! — dijo el desconocido—. Estoy muy fatigado; ¿no tendría usted un poco de leche fresca para mí?
La servicial Liza, sin esperar la respuesta de su madre —seguramente sabía ya cuál era— corrió al sótano, cogió un recipiente de barro cubierto con una pulida tapa de madera y un vaso; lo lavó, lo secó con un paño blanco y vertió en él la leche, para entregárselo al joven, mientras fijaba su mirada en el suelo. El desconocido lo bebió —y ni el néctar de las manos de Hebe le hubiera sabido más dulce. A nadie le sorprenderá que el joven agradeciera a Liza su gesto no sólo con palabras sino también con la mirada.
Mientras tanto, la bondadosa madre tuvo tiempo para contar al joven su pena y su consuelo — la muerte de su esposo y las infinitas cualidades de su hija, su amor al trabajo, su ternura y todas sus virtudes. El escuchaba con atención; pero ¿es necesario decir al lector dónde estaban sus ojos? Y Liza, la tímida Liza, de cuando en cuando, miraba a hurtadillas al joven caballero, pero ni el fulgor de un rayo era más rápido que aquella mirada azul suya que se clavaba en tierra, después de haberse cruzado con la de él.
—Me gustaría —dijo el joven a la madre— que su hija no vendiera su trabajo a ningún otro más que a mí. De este modo ella no tendrá que ir tan a menudo a la ciudad, y usted no habrá de separarse tanto tiempo de ella. Yo mismo podría pasarme por aquí de vez en cuando.
En los ojos de Liza brilló una alegría que en vano trataba de ocultar; sus mejillas ardían como la aurora en una clara tarde de estío; miraba la manga izquierda de su vestido y la pellizcaba con la mano derecha. La anciana acogió de buena gana y sin recelo de ningún tipo aquella propuesta, tratando de convencer al desconocido que la tela y los calcetines tejidos por Liza tenían una calidad y una duración sin igual con los que hacían otras personas.
Caía la noche y el joven caballero se dispuso a marcharse.
— ¿Cómo podemos llamarle, amable y buen señor? —preguntó la anciana.
—Me llamo Erast —respondió él.
—Erast —repitió en voz baja Liza—. ¡Erast!
Cinco veces repitió aquel nombre como si tratara de memorizarlo. Erast se despidió de las mujeres y se fue. Liza le siguió con la mirada, y la madre, sentada y pensativa, cogió la mano de su hija.
— ¡Ay, Liza! —le dijo—. ¡Qué buen mozo es, y qué bondadoso! ¡Conque tu novio fuera así!
El corazón de Liza se estremeció.
— ¡Madre! ¿Cómo habría de serlo? Si él es un señor y entre los campesinos. ..—Liza no concluyó la frase.
Ahora el lector ha de saber que aquel joven caballero, llamado Erast, era un acaudalado hidalgo de bastante buen juicio y corazón; un corazón que, aunque bueno por naturaleza, era también débil y voluble. Llevaba una vida disipada pensando únicamente en sus diversiones y buscándolas en todo tipo de distracciones sociales, pero a menudo no lograba encontrarlas: se aburría y se quejaba de su suerte. Desde el primer instante, la belleza de Liza le causó una fuerte impresión. Erast gustaba de leer novelas e historias de amor, y disponía de una gran imaginación gracias a la cual a menudo se trasladaba mentalmente a aquellos tiempos (pasados o imaginarios) en los que, si hemos de creer a los poetas, todo el mundo paseaba por las praderas sin preocupación alguna, se bañaba en limpios manantiales, se besaba como las tórtolas, descansaba bajo los rosales y mirtos, y dejaba pasar los días en un feliz transcurrir. Le pareció que había encontrado en Liza aquello que tanto ansiaba su corazón. «La naturaleza me dice que me entregue a ella y a sus gozos más puros», pensó Erast, decidiéndose a dejar la vida mundana a un lado — al menos, durante algún tiempo.
Hablemos ahora de Liza. Llegó la noche — la madre bendijo a su hija deseándole felices sueños, pero en esta ocasión su deseo no se vio cumplido: Liza durmió muy mal. El nuevo huésped de su alma —la imagen de Erast— se presentaba con toda claridad, despertándola cada cinco minutos y arrancando de ella suspiros. Liza se levantó antes del amanecer, fue a la orilla del Moscova, se sentó en la hierba y llena de tristeza se puso a mirar cómo la blanca niebla se elevaba erizándose en el aire, mientras dejaba caer sus brillantes gotas sobre el manto verde de la naturaleza. El silencio reinaba alrededor. Enseguida el sol despertó a la creación entera: revivieron los bosques y matorrales, los pájaros levantaron el vuelo rompiendo a cantar y las flores levantaron sus cabecitas para saciarse de la fuerza vital de los rayos del sol. Pero Liza seguía compungida. ¡Liza, Liza! ¿Qué te ha sucedido? Hasta ahora, despertándote con el canto de los pájaros, te divertías con ellos por las mañanas y tú alma pura resplandecía en tus ojos, como gotas de rocío del cielo brillando al sol; pero ahora estás sumida en pensamientos y la alegría de la naturaleza resulta ajena a tu corazón.
Mientras, un joven pastor conducía su ganado por la orilla del río, tocando un caramillo. Liza se quedó mirándole y pensó: «si aquél que ahora ocupa mis pensamientos hubiera sido un simple campesino como ese pastor, por ejemplo, y si ahora pasara junto a mí conduciendo su ganado — le saludaría haciéndole una reverencia y le diría amablemente: «¡Buenos días, buen pastor! ¿A qué lugar conduces tu ganado? Aquí también crece la hierba verde para tu rebaño, y las flores; con ellas trenzaré una corona para tu sombrero. Él me miraría con cariño — y tal vez me cogería de la mano… ¡Qué sueños!». El pastor pasó de largo tocando el caramillo y desapareció con su abigarrado rebaño tras la colina.
De repente Liza oyó el ruido de unos remos y vio una barca en la que iba Erast.
Todo su cuerpo se estremeció, pero no por miedo. Quiso levantarse para echar a andar pero no pudo dar un paso. Erast salió corriendo hacia la orilla, se acercó a Liza, y su deseo, en parte, se hubo cumplido, pues la miró con cariño y le cogió de la mano… Y Liza, de pie, con la mirada baja, las mejillas ardiendo y el corazón estremecido — no pudo apartar de él su mano cuando él le acercó sus labios rojos… Y la besó con tanta pasión que el universo entero le pareció envuelto en fuego.
—¡Querida Liza! —dijo Erast-; ¡querida Liza! ¡Te quiero! —aquellas palabras retumbaron en lo más profundo del alma de Liza; ella apenas daba crédito a sus oídos y…
Pero voy a dejar descansar un poco el pincel. Sólo mencionaré que en aquel momento de arrobamiento, desapareció la timidez de Liza — y Erast comprendió que era amado apasionadamente por un corazón puro y sincero.
Estaban sentados en la hierba, uno junto al otro, y mirándose a los ojos se decían: «¡Ámame!». Las horas transcurrían para ellos sin darse cuenta. Por fin, Liza recordó a su madre, que estaría preocupada por su tardanza. Había llegado el momento de despedirse.
—¡Erast! —dijo—. ¿De veras me amarás eternamente?
—¡Siempre, dulce Liza, siempre! —respondió él.
—¿Podrías jurármelo?
—¡Claro que puedo, Liza!
—¡No necesito juramentos! Te creo, Erast, te creo. ¿Cómo podrías engañar a la pobre Liza? Eso no podría suceder.
—¡No, no podría, Liza querida!
—¡Qué feliz soy y cómo se alegrará mi madre cuando le diga que me amas!
—¡Oh, no Liza! No debes decirle nada.
—¿Por qué no?
—Los mayores suelen ser muy desconfiados. Se pueden imaginar cualquier cosa mala.
—No será así. —Pues, a pesar de todo, te ruego que no le digas nada sobre lo nuestro.
—Está bien: te haré caso, aunque no me gusta ocultarle nada.
Se besaron por última vez y prometieron verse sin falta todas las tardes en la orilla del río, en el bosque de abedules o en algún otro lugar cercano a la cabaña. Liza se fue, pero sus ojos se volvieron cien veces hacia atrás para observar a Erast que aún permanecía en la orilla, acompañándola con la mirada.
Liza regresó a la cabaña en una disposición de ánimo muy distinta de la que tenía al partir por la mañana. Su rostro y sus gestos revelaban una gran alegría. « ¡Me ama!», pensaba ella, extasiándose con esa idea.
—¡Madre querida! —dijo a su madre, que acababa de despertarse—. ¡Madre, qué maravillosa mañana! ¡Qué alegre está el campo! ¡Jamás las alondras cantaron tan bien, nunca el sol desprendió tanta luz ni las flores tanto aroma!
Apoyándose en su bastón, la anciana salió a la pradera para disfrutar de la mañana que Liza describía con tanto colorido. Y realmente le pareció particularmente bella; la afable hija, con su alegría, le hizo ver la naturaleza en todo su regocijo.
—¡Liza! —dijo—. ¡Qué bella es la creación divina! Llevo en este mundo casi setenta años y no me canso de admirar lo que Dios ha creado: su cielo, esa despejada e inmensa bóveda, y la tierra, que cada año se cubre de nuevas hierbas y flores. El zar celestial debe amar infinitamente al hombre para haberle creado un mundo tan bello. ¿Quién desearía morir si nunca hubiera conocido la pena… ? Será que es así como ha de ser. Puede que no supiéramos lo que es el alma, si nuestros ojos nunca hubiesen derramado una lágrima.
Y Liza pensó: «¡Antes perdería yo el alma que a mi tierno amigo!».
Fieles a su promesa, Erast y Liza se encontraron todas las tardes (cuando la madre de Liza se retiraba a dormir), bien a orillas del río, bien en el bosque de abedules, pero con más frecuencia, bajo la sombra de unos robles centenarios, que crecían a unas ochenta sazhenas de la cabaña y que daban sombra a un limpio estanque, cavado en los tiempos más remotos. A veces, en aquel lugar, el silencioso astro, a través de las ramas verdes, alumbraba el rubio cabello de Liza, con el que jugueteaban los céfiros y la mano de su amigo; a menudo, aquellos rayos iluminaban en los ojos de Liza una brillante lágrima de amor, que Erast secaba siempre con un beso. Los dos se abrazaban — pero la tímida Cintia no se les ocultaba tras la nube: sus abrazos eran puros e inocentes.
—Cuando tú —decía Liza a Erast— me dices: «¡Te amo!»; cuando me abrazas y me miras enternecido, me siento tan bien, que me olvido de mí misma, que me olvido de todo, excepto de ti, Erast. ¡Resulta extraño, amigo mío, que yo pudiera vivir tranquila y feliz en este mundo sin conocerte! Ahora me resulta incomprensible, porque pienso que sin ti, la vida no es vida, sino tristeza y tedio. Sin tus ojos, me resulta oscura la luna; sin tu voz, triste el ruiseñor; y sin tu aliento, ni el aire me agrada.
Erast estaba encantado con su pastorcílla —así la llamaba— y, viendo cuánto era amada por ella, era aún más afable consigo mismo. Todas las diversiones del mundo le parecían nimiedades frente a las satisfacciones con que aquella apasionada amistad de un alma pura alimentaba su corazón. Le desagradaba pensar en nada voluptuoso, con lo que antes tanto se embriagaban sus sentidos. «¡Viviré con Liza como si fuéramos hermanos —pensaba él—; no utilizaré en vano su amor y seré siempre feliz!». ¡Imprudente joven! ¿Realmente conoces tu corazón? ¿Podrías responder siempre de sus vaivenes? ¿Y la razón, será siempre dueña de tus sentimientos?
A Liza le gustaba que Erast visitara a menudo a su madre.
—La quiero —le decía ella—; le deseo todo lo mejor y creo que le agrada mucho verte.
La anciana siempre se alegraba de ver a Erast. Le gustaba hablar con él de su difunto esposo y contarle historias de su juventud, cómo conoció a su Iván, cuánto la quería y con qué paz y amor vivieron los dos. «¡No nos cansábamos de mirarnos — ni hasta el mismo día en que le sorprendió la muerte! ¡Murió en mis brazos!». Erast escuchaba a la anciana con sincero deleite. Le compraba el trabajo de Liza y siempre quería pagar por él diez veces más del precio establecido, pero la anciana jamás aceptaba ese dinero.
Transcurrieron así varias semanas. Un día por la tarde, Erast llevaba mucho rato esperando a Liza. Por fin llegó ella, pero tan triste, que el joven se asustó; tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar.
—¡Liza, Liza! ¿Qué te ocurre?
—¡Oh, Erast! ¡He estado llorando!
—¿Por qué? ¿Qué te ha ocurrido?
—Debo contártelo todo. Me ha pedido la mano el hijo de un campesino rico de la aldea vecina; y mi madre quiere que me case con él.
—¿Y tú, estás conforme?
—¡Qué cruel eres! ¿Cómo puedes preguntármelo? Me da lástima de mi madre; ella llora y dice que no deseo su tranquilidad y que sufrirá mucho antes de morir si no me casa en vida. ¡Oh! ¡Mi madre no sabe que tengo un amigo tan especial!
Erast besaba a Liza y le decía que su felicidad le era más preciada que nada en este mundo y que cuando falleciera su madre él se la llevaría consigo para vivir en un paraíso, en la aldea o en los espesos bosques.
—¡Sin embargo, no puedes ser mi marido! —le dijo Liza suspirando suavemente.
—¿Por qué no?
—Porque soy campesina.
—Me estás ofendiendo, Liza. Para tu amigo, lo más importante es el alma, el alma pura capaz de amar, y tú siempre estarás muy cerca de mi corazón.
Ella se arrojó en sus brazos y en aquel instante le estaba prescrito morir a la pureza. Erast se sentía más agitado que nunca—jamás le había parecido Liza más maravillosa ni sus besos más ardientes; ella nada sabía, ni nada sospechaba ni temía. La penumbra de la tarde alimentó el deseo y ninguna estrella ni rayo brillaron en el cielo para alumbrar la duda. Erast se estremeció; lo mismo le ocurrió a Liza que ignoraba lo que le estaba sucediendo… ¡Liza, Liza! ¿Dónde está tu ángel de la guarda? ¿Dónde, tu inocencia?
La confusión tardó un instante en pasar. Liza no comprendía sus sentimientos, se sorprendía e interrogaba. Erast permanecía en silencio
— buscaba las palabras adecuadas sin encontrarlas. —¡Tengo miedo —dijo Liza— por lo que nos ha ocurrido! Siento que me estoy muriendo y que mi alma… ¡No, no sé expresar lo que me pasa! ¿No dices nada, Erast? ¿Suspiras…? ¡Dios mío! ¿Qué ocurre?
Mientras tanto, brilló un rayo y se oyó un trueno. Liza se estremeció.
—¡Erast, Erast! —dijo ella—. ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo que el trueno pueda matarme igual que a una delincuente!
La tormenta retumbaba amenazante y de los nubarrones negros caía a cántaros el agua; parecía que la naturaleza se lamentase por la inocencia perdida de Liza. Erast intentó tranquilizarla, acompañándola hasta su cabaña. De sus ojos pendían las lágrimas, cuando se estaban despidiendo.
—¡Erast! ¡Dime que seremos tan felices como antes!
—¡Lo seremos, Liza, lo seremos!
—¡Qué Dios lo quiera! Me resulta imposible no creer en tus palabras: ¡yo te amo! Sólo que en mi interior… Pero ¡ya está bien! ¡Perdona! Mañana volveremos a vernos.
Sus encuentros continuaron; pero ¡cuánto había cambiado todo! Erast ya no podía conformarse únicamente con las caricias inocentes de Liza, con su mirada henchida de amor y el roce de sus manos, el beso y el abrazo casto. Cada vez deseaba más y más, resultándole ya imposible anhelar más — y aquel que conozca su corazón y haya reflexionado sobre sus más deliciosos atributos, estará de acuerdo conmigo en que la tentación más peligrosa para el amor es el cumplimiento de sus deseos. Liza dejó de ser para Erast aquel ángel puro que encendía su imaginación y extasiaba su alma. El amor platónico cedió su lugar a aquellos otros sentimientos de los que él ya no se enorgullecía y que tampoco eran nuevos para él. Por lo que toca a Liza, hay que decir que ella, entregándose a Erast por completo, vivía por y para él, y cual ángel se supeditaba a su voluntad encontrando su propia felicidad en la satisfacción de su amado. Liza veía que él había cambiado y a menudo decía: «¡Antes eras más alegre y los dos éramos más felices y vivíamos más tranquilos! ¡Antes no temía perder tu amor!». A veces, al despedirse, él le decía:
—Mañana, Liza, no podré verte: tengo un asunto importante que resolver — y siempre, cuando Erast pronunciaba estas palabras, Liza suspiraba.
Finalmente, pasaron cinco días seguidos sin verse, Liza estaba muy preocupada; al sexto, llegó Erast con cara triste y dijo:
—¡Querida Liza! Debo despedirme por algún tiempo. Sabes que estamos en guerra y que yo estoy de servicio; mi regimiento ha de partir.
Liza palideció y casi se desmaya.
Erast la acarició mientras le decía que siempre amaría a su dulce Liza y que, cuando regresara, confiaba en no separarse nunca de ella. La muchacha permaneció largo rato en silencio, y después, abandonándose a un amargo llanto, cogió su mano y mirándole llena de ternura, le preguntó:
—¿Y no puedes quedarte?
—Sí puedo —respondió él—, pero a costa de una gran deshonra para mí y una mancha para mi honestidad. Todos me despreciarían como a un cobarde y a un indigno hijo de la patria.
—¡Si es así —dijo Liza—, entonces ve, ve allá, donde Dios quiere que vayas! Pero te pueden matar.
—Morir por la patria, querida Liza, no es tan horrible.
—¡Me moriré si tú no estás en este mundo!
—¿Pero, por qué pensar en esas cosas? ¡Espero vivir, espero volver junto a ti, querida mía!
—¡Qué Dios lo quiera! ¡Que Dios te oiga! Cada día y a cada hora estaré rezando para que así sea. ¡Lástima que no sepa leer ni escribir!
Así podrías informarme de lo que te sucediera, y yo también te escribiría sobre mis lágrimas!
—No, Liza, cuídate, cuídate para tu amigo. No deseo que llores en mi ausencia.
—¡Hombre cruel! ¡También pretendes privarme de este consuelo! ¡No! Sólo dejaría de llorar al despedirme de ti, cuando mi corazón estuviera ya exhausto.
—Piensa en el dulce instante en que volveremos a encontrarnos.
—¡Lo haré, lo haré, pensaré en eso! ¡Oh, que llegue cuanto antes! ¡Querido y dulce Erast! ¡Recuerda a tu pobre Liza, que te ama más que a sí misma!
Pero no puedo describir todo cuanto se dijeron ellos en aquel momento. Al día siguiente, habría de tener lugar el último encuentro.
Erast quiso despedirse de la madre de Liza, que no dejaba de llorar desde que conoció que el apuesto caballero debía partir para la guerra. El insistió en que aceptaran algo de dinero, diciéndole:
—No quiero que en mi ausencia Liza venda su trabajo a otros, pues tal y como acordamos, éste me corresponde a mí.
La anciana se deshizo en alabanzas.
—¡Quiera Dios —dijo ella— que regrese sano y salvo y que yo pueda volver a verle una vez más en este mundo! Quizá, para entonces, mi Liza tenga ya un novio. ¡Cuántas gracias le daría yo a Dios si usted pudiera estar en su boda! ¡Y ha de saber, señor, que cuando Liza tenga hijos, usted será el padrino de ellos! ¡Oh! ¡Cuánto desearía vivir para verlo!
Liza estaba de pie junto a su madre sin atreverse a mirarla. El lector podrá imaginar lo que ella sentía en esos momentos.
¡Cuánto sufrió Liza cuando Erast la abrazó por última vez y, estrechándola contra su corazón, le dijo: «j Adiós, Liza!». ¡Qué cuadro sobrecogedor! La aurora matutina, cual mar rosado, se extendía por el cielo de oriente. Erast estaba bajo las ramas de un alto roble, abrazando a su pobre, lánguida y triste amiga que, al despedirse de él, también se despedía de su alma. La naturaleza entera permanecía en silencio.
Liza sollozaba y Erast lloraba; al dejarla, ella hincó sus rodillas en tierra y, elevando los brazos al cielo, miraba a Erast, que se alejaba más y más, hasta que finalmente desapareció. El sol brilló y Liza, abandonada y pálida, quedó privada de todo sentimiento y memoria.
Recobró el sentido — y la luz del día le pareció triste y melancólica. Todas las bellezas de la naturaleza desaparecieron para ella junto al amado de su alma.
— ¿Por qué me quedo en este desierto? — pensaba ella—• ¿Qué me impide volar en busca de mi dulce Erast? No temo la guerra; lo que temo es estar sin él. Quiero vivir y morir junto a él, o con mi propia muerte salvar su inapreciable vida. ¡Espera, espera, amado mío! ¡Voy junto a ti!
Ya estaba Liza dispuesta a salir en su busca, cuando se acordó que tenía una madre. Suspiró, y con la cabeza abatida, se encaminó lentamente hacia la cabaña. Desde aquel instante, los días para ella transcurrieron llenos de pena, cosa que trataba de ocultar a su madre: ¡tanto más sufría su corazón por ello! Sólo sentía alivio al introducirse en la espesura del bosque para derramar allí lágrimas por su amado. A menudo, la triste tórtola unía su canto al gemido de Liza. A veces, aunque en raras ocasiones, un dorado rayo de esperanza y consuelo alumbraba la penumbra de sus penas. « ¡Qué feliz seré cuando Erast regrese a mi lado! ¡Todo cambiará!». Al pensarlo, su mirada se volvía más clara, se refrescaban sus mejillas sonrosadas y Liza, como la mañana de mayo después de una noche de tormenta, volvía a sonreír. Así pasaron dos meses.
Un día, Liza tenía que ir a Moscú para comprar el agua de rosas con que su madre cuidaba sus ojos. En una de las anchas calles de la ciudad se cruzó con una espléndida carroza; en su interior, Liza vio a Erast.
—¡Oh! —exclamó ella, lanzándose hacia él, pero la carroza pasó de largo torciendo luego hasta introducirse en un patio interior. Erast salió de la carroza y se dirigía al porche de una casa enorme, cuando sintió el abrazo de Liza. Erast palideció, y después, sin responder a sus exclamaciones, cogiéndola de la mano y llevándosela a su despacho, cerró la puerta y dijo:
—¡Liza! La situación ha cambiado; me he casado; debes dejarme en paz y olvidarme, por tu propio bien. Te he amado y aún te amo, o mejor dicho, te deseo todo lo mejor. Aquí tienes cien rublos, tómalos —le dijo, y metió el dinero en su bolsillo—; permíteme que te dé un beso por última vez; y regresa a tu casa.
Antes de que Liza pudiera volver en sí, la condujo fuera del despacho, mientras decía al criado:
—Acompañe a esta joven hasta el patio.
Al llegar a este punto mi corazón se llena de dolor. No reconozco al hombre que hay en Erast, quiero maldecirle, pero mis labios no se inmutan, le miro, y una lágrima resbala por mi mejilla. ¿Por qué en lugar de una novela habría de escribir yo una historia tan triste?
Así es como Erast engañó a Liza, diciéndole que se iba a la guerra. Pero no fue exactamente así, pues aunque sí se había marchado, en lugar de enfrentarse al enemigo, se dedicó a jugar a las cartas, hasta perder todo lo que tenía. Pronto se restableció la paz y Erast regresó a Moscú, lleno de deudas. El modo de arreglar su situación fue casarse con una rica viuda, ya entrada en años, que llevaba tiempo enamorada de él. Él dio su conformidad y se trasladó a vivir a la nueva casa, aunque suspirando sinceramente por Liza. Pero ¿acaso eso le disculpa?
Liza se encontró sola la calle, sintiéndose tan mal que ni la pluma es capaz de describirlo. «¡Me ha echado! ¡Ama a otra! ¡Me muero!»: eso fue lo que sintió y lo que pensó, pero aquellas ideas se vieron interrumpidas por un repentino desmayo. Una buena mujer que pasaba junto a su lado se paró a reanimar a Liza, que estaba caída en medio de la calle. La infeliz abrió los ojos, se levantó con ayuda de la mujer, agradeció su gesto y echó a andar sin saber adónde dirigirse. «¡No puedo vivir —pensaba Liza— no puedo! ¡Que me caiga el cielo encima! ¡Que me trague la tierra!… ¡Pero, no! Ni el cielo cae, ni la tierra se mueve; ¡ésa es mi desgracia!». Caminó hasta las afueras de la ciudad y se encontró sin saber cómo a orillas del estanque profundo y a la sombra de aquellos viejos robles que, unas semanas antes, habían sido testigos mudos de su entusiasmo. Los recuerdos estremecieron su alma; el rostro de Liza expresaba un terrible sufrimiento. Por un instante quedó sumida en sus pensamientos: miró alrededor y vio a la hija de un vecino, una muchacha de quince años que pasaba por allí; la llamó, sacó de su bolsillo diez imperiales y, entregándoselos, le dijo:
—Aniuta, querida amiga: lleva este dinero a mi madre, que no es robado; dile que Liza se siente culpable ante ella, que le ha ocultado su amor hacia un hombre cruel — hacia E… Pero ¿para qué ha de saber su nombre? Dile que él la ha traicionado; ruégale que ella me perdone, que Dios la ayudará, y bésale la mano, tal y como ahora beso yo la tuya, diciéndole que la pobre Liza te pidió que así lo hicieras — dile que yo…
En aquel instante Liza se arrojó al agua. Aniuta gritó y lloró, y como no podía salvarla corrió hacia la aldea; vino un tropel de gente y sacaron a Liza del agua; pero ya estaba muerta.
Así acabó la vida de aquella bella mujer. ¡Cuando nos veamos allí, en la otra vida, te conoceré, dulce Liza!
La enterraron cerca del estanque, bajo un sombrío roble, poniendo una cruz de madera junto a su tumba. A menudo, sumido en mis pensamientos, me siento allí, apoyándome en el lugar donde yacen los restos de Liza; ante mis ojos se extiende el estanque y sobre mi cabeza puedo oír el susurro de las hojas.
La madre de Liza conoció la terrible muerte de su hija; del espanto, la sangre dejó de correr por sus venas y la anciana expiró. La cabaña quedó vacía. En ella silba ahora el viento y los campesinos más supersticiosos, al oír aquel aullido por las noches, dicen: «¡En ese lugar gime un muerto; gime la pobre Liza!».
Erast fue infeliz toda su vida. Al enterarse de la suerte de Liza, no pudo hallar consuelo, pues se consideraba culpable. Le conocí un año antes de que falleciera. Él mismo me contó esta historia y me acompañó hasta la tumba de Liza. Puede que ahora ya estén reconciliados.
© de la traducción al castellano: Isabel Martínez , 2002
NOTA
1 · Sazhena: medida rusa equivalente a 2,134 metros.