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La censura de los regímenes dictatoriales no tiene buena prensa, excepto la de la misma prensa oficial. Casi nadie pone como ejemplo de libertad de expresión la Venezuela de Maduro, el Irán de los ayatolas o la China de Xi Jinping. Pero en las democracias occidentales surgen también hoy peculiares formas de censura social, que buscan silenciar al disidente.

Cuando cambian los valores sociales, acaba cristalizando una nueva ortodoxia, que consagra unas opiniones predominantes. Y siempre surge la tentación de imponer el respeto a la doctrina oficial. En un régimen democrático no se puede implantar una censura del Estado, pero con el hostigamiento mediático o con presiones legales se puede crear un clima social en el que se considere inadmisible proponer ciertas ideas o criticar ciertas prácticas.

La censura maquillada, Dykinson, 193 págs., 18 euros. Traducción: Marta Iturmendi
La censura maquillada, Dykinson, 193 págs., 18 euros. Traducción: Marta Iturmendi

La presión se manifiesta de diversos modos: colectivos que tachan de “fobia” toda postura que se opone a sus deseos; minorías que quieren silenciar las opiniones que les molestan alegando “me siento ofendido”; presiones para silenciar a las iglesias como si su voz fuera ilegítima en un Estado laico; intimidar al adversario con leyes que, para defender a unos grupos minoritarios, criminalizan ciertas ideas o desconocen la objeción de conciencia; o descalificar como “discurso del odio” las ideas del disidente.

De esta nueva censura en los países democráticos, maquillada de defensa de las minorías, se ocupa el libro de Paul Coleman, La censura maquillada.

Este abogado británico trabaja para la organización Alliance Defending Freedom, que defiende la libertad religiosa y de expresión en los tribunales y en la opinión pública. Coleman ha intervenido en más de 20 casos ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y ha presentado alegatos ante otras jurisdicciones internacionales.

El libro trata de cómo en la Europa actual han aparecido nuevas cortapisas a la libertad de expresión bajo la forma de leyes contra el hate speech. Con este concepto impreciso de “discurso del odio” se intenta englobar expresiones que puedan provocar hostilidad y violencia contra ciertos grupos supuestamente vulnerables. Pero su aplicación está sirviendo para intentar silenciar ideas contrarias a la ortodoxia políticamente correcta del momento.

El bloque soviético mantenía en 1948 que, en nombre de la “protección contra la discriminación”, había que recortar la libre expresión

El debate sobre las limitaciones a la libertad de expresión no es una novedad. Coleman recuerda que en las reuniones sobre la redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948, hubo una tensa discusión entre los países democráticos, que defendían que la libertad de expresión había que reconocerla a todos, y los países comunistas, que pretendían prohibir las ideas de los grupos que ellos calificaban de “fascistas”. El bloque soviético mantenía que, en nombre de la “protección contra la discriminación”, había que recortar la libre expresión.

Aunque en la Declaración triunfó la postura de no poner límites legales a la difusión de “ideas peligrosas”, en los últimos años hemos asistido en Europa a una proliferación de leyes contra el “discurso del odio”, que, según Coleman, amenazan la libertad de expresión. Cada vez más grupos intentan acallar ideas que consideran ofensivas para su identidad (étnica, sexual, de género, religiosa…). Un expediente fácil para evitar debatirlas es descalificarlas como un peligroso “discurso del odio”, aunque no impliquen una apelación a la violencia.

Tras presentar el problema, Coleman analiza en la primera parte del libro la evolución que se ha producido desde la consagración de la libertad de expresión en la Declaración Universal de Derechos Humanos hasta los posteriores Tratados Internacionales de derechos humanos y el actual auge de leyes contra el “discurso del odio” en países europeos.

Nos encontramos con periodistas multados, clérigos procesados,  profesores destituidos, cómicos sancionados…

Estas leyes están teniendo ya una serie de consecuencias que Coleman explica en la segunda parte con no pocos casos de investigaciones policiales, enjuiciamientos y condenas motivadas no por acciones sino por expresiones. Nos encontramos con periodistas multados, clérigos procesados por exponer doctrinas religiosas a contra corriente,  profesores destituidos, cómicos sancionados…

Pero ¿no hay también otro tipo de leyes que limitan la libertad de expresión para proteger los derechos de otros y evitar la injuria, la difamación o la invasión de la privacidad? Coleman explica que las leyes contra el “discurso del odio” son muy distintas, porque no requieren que haya una víctima identificable sino un grupo de presuntas víctimas; sólo protegen a ciertos grupos; muchas veces tienen un carácter penal pero sin precisar bien el delito; ponen el foco en la percepción del ofendido, y se aplican de forma cambiante.

El autor pone a prueba la principal justificación de estas leyes: que el “discurso del odio” conduce inevitablemente a la violencia, y por lo tanto ambos deben prohibirse. Esto puede ser cierto para situaciones como la del genocidio de Ruanda, donde las emisiones radiofónicas incitaron a sus oyentes a liquidar a la oposición tutsi. Pero esto es muy distinto de la manifestación de unas opiniones críticas que pueden molestar a alguien o a un colectivo, sin llamar para nada a la violencia.

El hecho de que un discurso pueda estar potencialmente vinculado a una hipotética acción delictiva en el futuro, dice Paul Coleman, no es razón para prohibirlo: “Si solo se requieren ‘posibles vínculos’ y ‘daño potencial’ para prevenir una conducta futura no especificada, se creará un Estado policial de la noche a la mañana”.

El autor recuerda que en el Derecho Penal todo delito debe estar bien precisado y delimitado

La otra justificación de estas prohibiciones es que hay discursos que no pueden ser tolerados porque ofenden la dignidad de las personas. Como experto abogado, el autor del libro explica que la ofensa debe de ser probada, y que apelar solo a la dignidad ofendida no cuadra con la idea de que en el Derecho Penal todo delito debe estar bien precisado y delimitado.

El análisis de Coleman abre la disyuntiva de que Europa se incline por un futuro de censura, que consagre ciertas ideas de un nuevo establishment, o por un futuro alternativo en el que la libertad de expresión goce de una protección sólida.

La censura maquillada se centra más en los aspectos jurídicos de las leyes contra el “discurso del odio”, incluido un amplio apéndice con las disposiciones legales internacionales, nacionales y de la Unión Europea sobre el hate speech.

En cambio, trata menos el aspecto sociológico de los climas de opinión pública que se crean para intimidar al discrepante o las limitaciones a la libertad de expresión en universidades, sobre todo del ámbito anglosajón. Es un libro especialmente útil para el jurista que se ocupe de estos temas. Pero también sirve para dar a conocer estos problemas a un público culto, para alertar a los periodistas y para dar razones a todo el que tenga que defenderse frente a acusaciones de este estilo.

Periodista de ACEPRENSA