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Yo, que entiendo el cuerpo. Y sus crueles exigencias.
Siempre he conocido el cuerpo. Su vórtice que marea.
El cuerpo extraño y grave que no sé de quién es.
Clarice Lispector

Tengo un hermoso retrato de Clarice Lispector frente a mí, en el que la escritora debe de rondar la cuarentena. La barbilla ligeramente alzada, la mirada un tanto desafiante, como desafía una mujer que es perfectamente consciente de su hermosura y la esgrime para burlarse precisamente de aquellos que la buscan. Está, a la vez, extrañamente, muy bien maquillada. El rímel negro, colocado con sutileza, aumenta la oblicuidad y hace resaltar el verde marítimo de los ojos. Diré más aún; los ojos un poco entornados; hay demasiadas pestañas, parece que la estorbaran para ver, pero a nosotros no nos estorban para verlos a ellos. Y una cosa más: la sensación de que esos ojos, aun cuando lloren, deben mantener esa impávida frialdad y lentitud, como si supieran que el acercamiento, a lo que quiera que sea, se hace de un modo gradual y penoso, atravesando incluso lo contrario de aquello a lo que uno se aproxima y, habiendo hecho ya ese descubrimiento, no tuvieran ninguna prisa en vivir. Está hermosamente seria; reta y promete al mismo tiempo. Los labios perfectamente pintados, serios, pero sin la más mínima señal de un fruncido, se elevan por la posición de la barbilla en un gesto que en cualquier mujer daría el aspecto de un ofrecimiento, pero que aquí muestran un claro desdén. El vestido es elegante y blanco, como los pendientes y el collar de perlas. Sus rasgos no son brasileños, por mucho que el sol le haya dorado la piel o Brasil le haya entrado en la sangre como una bebida demasiado fuerte. Ha nacido en Ucrania. Hay algo demasiado seguro, demasiado firme en esa mandíbula que se alza, no ha dejado de ser extranjera. Recluida en sí misma, no permite advertir al fotógrafo ni uno solo de sus pensamientos. Ya vinieron, antes que él, otros fotógrafos, otros pintores (De Chirico, Scliar) y fracasaron igualmente. Pero nosotros sí sabemos lo que piensa esta mujer, por mucho que para el fotógrafo no sea más que la mujer del diplomático, a quien debe hacer unas fotografías, por mucho que el fotógrafo se burle un poco ridículamente de esta vida que a él le parece molesta, de quien se venga diciéndole cómo debe ponerse.

Esta mujer se ha levantado esta mañana y ha paseado sola por toda la casa hasta llegar a la habitación de la sirvienta. «Desde la puerta veía yo ahora una habitación que tenía un orden tranquilo y vacío. En mi casa fresca, acogedora y húmeda, la criada, sin avisarme, había preparado un vacío seco. Ahora era una habitación toda vibrante como un manicomio donde se retiran los objetos peligrosos». La habitación se descontextualiza, se convierte en objeto, un objeto del cual, por la cercanía, jamás se habría podido sospechar nada extravagante, pero que ahora, en ausencia de la sirvienta, se ha convertido en «un cuadrilátero de blanca luz», en el que se descubre un pequeño dibujo «trazado con carboncillo, de un hombre desnudo, de una mujer desnuda, y de un perro que estaba más desnudo que un perro».

Tres figuras autómatas en las que se desencadena el extrañamiento, en las que comienza la predisposición a la presencia, porque aquel «dibujo no era un adorno: era un escritura. Emergía como si hubiese sido un destilamiento gradual del interior de la pared». Se ha creado ya el lugar sagrado, y se ha creado en la estupefacción del esquematismo de esas figuras que una sirvienta oscura, anciana y minúscula ha dibujado sobre la pared, una sirvienta que inmediatamente adquiere un cariz de bruja vudú; ella, la señora, la lánguida y hermosa señora del diplomático que posa para los fotógrafos ha sido allí representada en su más esquemática desnudez y fealdad, en el corazón mismo de la casa, en la blancura de su habitación. Ahora está sola frente al misterio de la representación primitiva, la primera cestón; «he aquí que ese mundo interior que yo era se crispaba de cansancio, no soportaba más cargar en las espaldas —¿qué?— y sucumbía a una tensión que no sabía que siempre había sido mía».

Clarice Lispector

Pero aún no se ha producido la presencia. Todo es aún predisposición en e¡ corazón vacío de la casa. Tal vez es eso lo que recuerda en la fotografía que hemos mirado al inicio; el momento en que aún hubiera podido ser feliz si se hubiera marchado, el momento en el que aún no había sido rechazada de puerta en puerta por toda la casa «como si se hubiera torcido el inmueble» y quedado encerrada allí. Ya era, sin embargo, demasiado tarde: «Al lado de mi rostro introducido por la abertura de la puerta, muy cerca de mis ojos, en la semioscuridad, se había movido una cucaracha enorme». La cucaracha, el ser esencial, ese animal gigante en miniatura, la objetiva cucaracha ya no sólo produce asco, no puede sólo producir asco; ha sido también transfigurada y ya no es un insecto de la misma manera que los dibujos de la pared ya no son sólo dibujos; es un símbolo objetivo, carnal, al que debe enfrentarse: «Era un rostro sin contorno. Las antenas salían como bigotes de los lados de la boca. La boca marrón estaba bien delineada. Los finos y largos bigotes se movían lentos y secos. Era una cucaracha tan vieja como un pez fósil. Era una cucaracha tan vieja como las salamandras, las quimeras, los grifos y los leviatanes. Era tan antigua como una leyenda. Miré la boca: allí se abría una boca real».

Una boca real. He aquí el momento en que toda la memoria se encierra, hermética, en la solidez de la especificación. Una boca real. Nada hay tan terrible como una boca real examinada minuciosamente. La boca real, omnívora y pequeña, de una cucaracha. Todo se desencadena entonces: «Y de repente gemí con fuerza al aplastarla. Esta vez oí mi gemido. Porque como un pus subía a mi piel mi más verdadera consistencia, y yo sentía con espanto y desagrado que «yo ser» venía de una fuente muy anterior a la humana y, con horror, mucho mayor que la humana». Pero la vida de la cucaracha no muere al terminar, ni muchísimo menos; queda entonces expandido el ser sagrado de esta cucaracha-fósil por toda la habitación desnuda, mucho más desnuda ahora que antes, porque ahora la entrada a esta habitación sacral es estrecha, mucho más estrecha; ahora la entrada a esta habitación es la cucaracha misma, ahora la cucaracha misma es la habitación, y todo lo que en ella hay es cucaracha, y comienza el pánico: «No me dejes ver, porque estoy a punto de ver el núcleo de la vida; y, a través de la cucaracha que incluso ahora he vuelto a ver, a través de esa muestra de tranquilo horror semivivo, temo que en ese núcleo ya no sepa qué es la esperanza».

Miremos otra vez la fotografía. Hay algo de esa mirada hermética que ya nos resulta explicable, esa concentración, quizá, de los ojos, no nos parece de pronto tan dura como al principio, su gesto se ha vuelto de inmediato suplicante; ya no se enfrenta sino que clama misericordia. Es la segunda cesión. El fotógrafo la ha retratado sin saberlo. Ha emergido de ese otro rostro, estaba contenido en ese otro rostro, sólo que nosotros no lo veíamos. Ahora fluye hacia fuera al igual que «la materia de la cucaracha, que era su interior, la materia densa, blancuzca, lenta como un tubo de pasta dentífrica. Y mi primer silencio verdadero comenzó a soplar. Lo que había visto yo de tan tranquilo, vasto y extranjero en mis fotografías, aquello estaba por primera vez fuera de mí y a mi entero alcance, incomprensible pero a mi alcance». Pero eso tampoco es la eternidad ese silencio; es la condenación. Ha sido ya enfrentada y ahora debe penetrar hasta el fondo el corazón de esa materia viva, debe comprenderla, hacerse ella, para salvarse. Entonces la coge entre los dedos, cuidando de que no se desmenuce, la mira, gime y abre la boca para comérsela.

Es el bautismo. El bautismo en que lo agresivamente humano e individual se une a lo neutro, encarnado en la cucaracha. «Oh, Dios, me sentía bautizada por el mundo. Tenía yo en la boca la materia de la cucaracha, y por fin había realizado el acto ínfimo. N o el acto máximo, no el heroísmo y la santidad, sino por fin el acto ínfimo que me había faltado. El mundo no dependía de mí; esa era la confianza a la que había llegado. Nunca más comprenderé lo que diga. ¿Cómo podré hablar sin que la palabra mienta por mí? ¿Cómo podré decir, sino tímidamente: la vida me es? La vida me es y no comprendo lo que digo. Y entonces adoro…».

Se ha producido ya el estallido, el ciclo se ha cerrado. Y cuando volvemos a ver la fotografía, como a la sombra de esa otra transfiguración el rostro se presenta exactamente igual que al inicio. La barbilla vuelve a estar ligeramente alzada, la mirada un tanto desafiante, como desafía una mujer que es perfectamente consciente de su hermosura y la esgrime para burlarse precisamente de aquellos que la buscan. Sigue, a la vez, extrañamente, muy bien maquillada. El rímel negro, colocado con sutileza, continúa aumentando la oblicuidad y haciendo resaltar el verde marítimo de los ojos. Pero algo ha cambiado en ella; ahora brilla con toda la fuerza de su existencia.

Si el encuentro con un clásico es el encuentro con un autor que nos hace preguntarnos cómo hemos podido pretender que comprendemos nuestra propia experiencia antes de leerlo, entonces Clarice Lispector es indiscutiblemente un clásico. U n clásico, además, desde esa primera extraña joya de Cerca del corazón salvaje (escrita con la friolera de diecisiete años) hasta sus obras más maduras como La manzana en la oscuridad, La pasión según G . H. (cuya historia hemos reproducido al inicio) o el Libro de los placeres. N o hay nada en la narrativa de Lispector que salga de lo estrictamente cotidiano; hombres que abandonan a perros, mujeres que pasean solas por sus casas en una mañana anodina, haciendas desatendidas, sirvientas simples de las que sus novios se burlan, gallinas a las que hay que sacrificar para una fiesta, y sin embargo este espacio de lo real en el que todo se enmarca, es resaltado, agigantado, y roto en su propia conciencia orgánica del hecho, en una conciencia que es, al mismo tiempo, profundamente sentimental y sin embargo objetiva.

U n mundo totalmente vivo tiene la fuerza de un infierno y toda comprensión intensa es finalmente la revelación de una profunda incomprensión. La realidad, al amplificarse en su concreción más intensa, se quiebra y da a luz otra verdad, distinta, más clara, que no es tampoco la verdad, sino una nueva conciencia que debe ser también penetrada, y una más, y otra, hasta que de la luz final, ese vacío en el que parece que la cosa ya no puede ser reducida, la pregunta se hace la cosa misma, se objetiva, y contemplamos maravillados que nada sabemos por mucho que hubiéramos creído saber, que nuestro recorrido ha sido completamente circular, y que nos hallamos tan desnudos como al principio frente a la misma realidad que contemplábamos, con la diferencia de que ahora esa misma realidad, antes apagada y material, reluce con toda la fuerza de su existencia. Tal vez nos haya acontecido una comprensión tan total como la ignorancia, y hayamos renacido así. Tal vez no hayamos comprendido lo que hemos visto, pero lo que resulta indudable es que hemos visto, que el milagro se ha producido delante de nosotros, que ahora, por muy poco capaces que seamos de expresarlo, sabemos un secreto que antes desconocíamos.

El camino de Lispector es un camino ascético en el que conciencia y erotismo, en sus tres estadios, se confunden. Un camino en el que el erotismo de lo material (cuerpos y objetos) sirve de base al erotismo de los afectos y lo impulsa hasta el erotismo de lo místico, que es el más alto de todos y en el que se produce el encuentro estático ante la cosa o la persona transfigurada. Esta ascesis es muy clara en la estructura de muchas de sus obras, pero especialmente en las novelas La araña, La hora de la estrella, el libro de relatos El Vía Crucis del cuerpo y sobre todo en ese extraño texto de Aprendizaje, o el Libro de bs placeres. Cada ingreso en un nuevo estadio se produce a través de la extrañeza, de la curiosidad del ser y de la incomprensión. Nada como concentrar la atención en un rasgo o un objeto, por muy habitual que éste sea, para que comience la extrañeza. Un hombre que repita su propio nombre durante un buen espacio de tiempo, concentrándose en todos los aspectos que lo componen —su sonoridad, la grafía con la que está escrito, el timbre de distintas voces que lo pronuncian—, se separará inmediatamente de él, objetivándolo y se extrañará; le parecerá que ya no es suyo, que nunca lo ha sido.

El primer paso de Lispector es siempre hacia fuera, siempre objetivados de esta manera los hombres se convierten en cosas, los animales en personas y las cosas en símbolos. Así ocurre en ese maravilloso relato titulado «La mujer más pequeña del mundo», perteneciente a su primer libro de narrativa breve Lazos de familia (es curiosa, aparte, la extraordinaria coherencia, nada habitual en otros autores, entre las novelas y los relatos de Lispector, que son realmente píldoras concentradas de sus temas habituales: casi ensayos de sus obras mayores), así ocurre, como digo, en esa mujer «oscura y pequeña como un mono» que ríe «como sólo quien no habla puede reír» y que en su propia pequeñez de cosa rara se muestra ante el explorador pensando que «no ser devorada es el sentimiento más perfecto», feliz y animal, cuando su embarazo, apenas perceptible, la carga de una humanidad incontestable de pronto; «Esa cosa rara tenía en el corazón algo más raro todavía; algo así como el secreto del mismo secreto; un hijo mínimo».

Es cierto que existe en Lispector una desbordada fascinación por los simples, los «idiotas», relacionada no con la espiritualidad o la santidad con la que es habitual encontrarlo en la historia de la literatura (Dostoievsky, Flaubert, el etcétera sería interminable) sino con una profunda mundanidad. Sin perder su carácter ejemplar, ya que son precisamente estos «idiotas» quienes más capacitados se muestran para una perfecta conciencia de la vida y de lo real, en términos sobre todo afectivos, son, sin embargo, sensibilidades «castradas» para la vida práctica. Con frecuencia se burlan de ellos o los malinterpretan; su veracidad asusta a los otros, que acaban alejándose de ellos por pura desesperación. La ambigüedad y la ternura con la que Lispector elabora estos personajes es una de las razones que hacen de esta escritora una conciencia excepcional.

Son dos los casos en los que estos personajes rozan lo prodigioso; el de la innominada mujer, protagonista de La hora de la estrella, y el personaje de Ermelinda, una de las mujeres de la hacienda en la que se desarrolla esa obra maestra de La manzana en la oscuridad. De la primera rescato esta descripción, que puede aplicarse a ambas: «Dos ojos enormes, redondos, saltones e interrogativos, ojos que preguntaban. ¿A quién preguntaba? ¿A Dios? Ella no pensaba en Dios. Dios es de quien consigue llegar a él. No sabía que ella era lo que era, tal como un cachorro no sabe que es cachorro. Por eso no se sentía infeliz. Lo único que quería era vivir. N o sabía para qué, no se lo preguntaba. Quién sabe, tal vez encontraba que había una ínfima gloria en vivir. Pensaba que una persona estaba obligada a ser feliz. De modo que lo era». La finísima cuerda floja en la que bailan estos personajes es sorprendente; no se separan de lo material ni un solo instante, y sin embargo, lo trascienden en su «estupidez» con una conciencia que es fundamentalmente adánica, pura sorpresa del mundo y su pronunciamiento. Como en los niños, los personajes de Lispector, en cuanto pueden aplicar un nombre a un objeto circundante, asimilan la denominación al descubrimiento del ser, y se congelan allí, en la contemplación.

De esta forma y de una manera casi milagrosa, el significado de las palabras en Lispector adquiere sustancia no por su obviedad, sino por una especie de «densidad». Es como si el proceso verbal sólo hubiese sido parcialmente completado y a la vez absolutamente trascendido y superado. Por un lado la palabra no adquiere más que un estatus de «cosa dicha», por otro la significación adquiere un poder absoluto y totalizador. Por esa razón el encuentro con el significado real de la palabra, con la sencilla limitación de la palabra, es siempre desalentador, decepcionante. La mágica explosión de la palabra «mesa», al ser aprendida y dicha por primera vez, no sobrevive a la tristeza de que esa inmensidad haya sido creada para contener una realidad tan sencilla como una mesa real. De alguna manera se puede decir que la palabra nunca es suya porque enseguida el trance «absorbe» la palabra. Esta decepción les hace crédulos, pero en realidad su credulidad no es más que un acto de amor, al tiempo que una rendición intelectual.

AI intentar decir la verdad, comprenden ya que la verdad es extraña para ellos y desde el momento en el que se sienten incapaces de decir la verdad, desde el momento en que la verdad parece sencillamente una relación entre los otros y las cosas de la que ellos no participan, parece haberse puesto definitivamente de manifiesto su nacimiento: son unos párvulos. N o saben nada, no pueden decir nada; el descubrimiento y la extrañeza de las cosas y de los hombres les ha dejado en un estadio anterior al conocimiento; como si ya definitivamente, y sin que ellos quieran, el mundo se hubiese convertido en una sensación liminal. Sólo una sensación subjetiva de estos personajes, porque en realidad la naturaleza les sigue poseyendo bajo todas sus formas: dulzuras del alma, pasiones violentas, apetitos carnales.

El amor en Lispector no tiene nada que ver con el lenguaje. El amor más bien es un acontecimiento que ocurre contra el lenguaje, pero resulta a la vez que la presencia material del signo (de la palabra, del sonido) asegura de forma indefectible la realidad del significado, Y de esta manera ellos se apegan a la palabra, no por vía de la significación, sino por la vía de la existencia. La palabra asegura la existencia.

Miremos, ahora por última vez, la fotografía. En este momento su gesto parece un poco más cansado, pero ya no podemos decir nada sobre él. Se puede decir que la sustancia de  Lispector, la que le hace ser la que es, es inarticulable, que ni siquiera cuando su cuerpo muestra claros síntomas de placer acepta intelectualmente la idea de estar gozando, como si su propia inteligencia la distrajera de ese placer real de la existencia, que tanto pronuncia. Por eso calla.  Vivir es producir significados, hablar es sufrir.

BIBLIOGRAFÍA EN CASTELLANO

Cerca del corazón salvaje, Siruela, 2002.
La araña, Ediciones Corregidor, 2003.
La pasión según, G.H. Muchnik editores, 2001.
Aprendizaje o el libro de los placeres, Siruela, 2002.
La manzana en la oscuridad, Siruela, 2003.
Cuentos reunidos, Alfaguara, 2003.
La hora de la estrella, Siruela, 2001.
Un soplo de vida, Siruela, 2000.

Novelista, ensayista, traductor, guionista y fotógrafo español