Tiempo de lectura: 9 min.

Es una moda que dura ya demasiados años ésta de celebrar un premio o una muerte con la absurda alabanza que proclama al muerto o al premiado el último: el último polígrafo, el último filósofo, el último sabio universal. Ningún elogio carente de sentido es tan inadecuado como éste, si es que en verdad, por ejemplo, el elogiado fue un sabio o un filósofo. Lamentable sabio, aquél que no sólo no deja sabios tras de sí, sino que incluso cierra la posibilidad de que su especie se perpetúe.

No es éste, precisamente, el caso de Steiner, del que más bien debería decirse, por el contrario, que es el primero de una estirpe que tendrá, desgraciadamente, que tener pronto continuidad. En efecto, Steiner es el primer lector que vuelca toda su pasión —su intacta pasión inveterada— en la tarea, aparentemente tan modesta, de multiplicar los lectores. Como un hombre en los bordes del mundo —en donde los libros se simplifican definitivamente, las lenguas naturales mueren por docenas cada año, la educación apenas vela el hecho espantoso de que todo su sentido estriba en hacer funcionar a nuevos hombres en la maquinaria del sistema— Steiner es más bien el primero de un tipo humano que tendrá que repetirse cada vez más esforzadamente, a medida que todos pasemos los umbrales del universo futuro: el que enseña a leer y, por lo mismo, recuerda el arte perdido de la escritura sin fines industriales.

Esto enseña Steiner en cada página de cada uno de sus ensayos, y por eso mismo se multiplica en una forma tan extrema —como si cada autor leído fuera un apócrifo que él inventara— que no podemos en absoluto decir en qué consiste la unidad peculiar de algo así como «el pensamiento de Steiner». Su obra quizá sea sobre todo una imitación de la empresa del borgiano Pierre Menard, sólo que realizada sin la paciencia y la obsesión de éste, ya que Steiner se multiplica en Shakespeare y Homero, en Kafka y Racine, en Büchner y Keats, no menos que en Cervantes o en Flaubert.

La unidad de esta multiforme recreación de toda la literatura se halla exactamente en tres expresiones capitales, de 1978: «leer bien es ser leí-dos por lo que leemos; en cada acto de lectura formulada en un ensayo completo late el deseo de escribir un libro en respuesta; el acto de lectura seria excluye incluso a los íntimos».

En verdad, la soledad absoluta del lector es la relectura de sí mismo, la recomposición de todo lo que su vida significa. Extraña soledad que reclama, para ser culminada, la redacción de un fragmento de sí como libro nuevo que da respuesta al libro leído y que, para mí, su lector, agota ahora —pero no agotará mañana— cuanto es realmente el libro a cuya lectura me he sometido. He ahí un profundo judaísmo, que corrobora la experiencia de que un libro—el libro— es más sabio que toda conciencia lectora, de modo que cuantas palabras dicen y escriben los hombres no son sino el comentario, sépanlo o no, del libro, biblia, libro de libros y libro de los libros.

Sólo que Steiner no formula unívocamente ni siquiera esta clave esencial de cuanto ha escrito. Hay ocasiones en que su cercanía a un talmudista del libre estilo ortodoxo como Levinas es prácticamente un contacto; pero hay otras, si no más numerosas sí más explícitas, en las que se queda tan sólo en el pórtico de la dimensión dialógica y asimétrica que caracteriza la comprensión judía del lenguaje, para que destaque ante todo la libertad radical del escéptico: «Es muy probable que sea a nosotros mismos —y en un dialecto único para las intimidades finales de nuestra psique— a quienes digamos lo que más nos importa. Además, es la libertad autotransformadora en todos los códigos semánticos, el primero de los cuales es el lenguaje, lo que subyace a todo tipo de escepticismo filosófico y a toda crítica epistemológica de la inocencia de las relaciones entre palabra y mundo».

LA NOSTALGIA DEL ABSOLUTO

He aquí, pues, la sorprendente figura de este crítico literario de nuevo cuño, que se contradice a sí mismo casi con la misma frecuencia con la que se contradicen entre ellos los libros que lee ante nosotros, y que lo hace por las mismas razones por las que entran en conflicto sus lecturas. Pero es que además de estas convicciones decisivas sobre el acto mismo de la interpretación, que parecen implantadas germinalmente ya en la primera experiencia de Steiner niño con los cantos de la Ilíada en la lectura paterna, las hay también referidas al momento cultural sobre el que vivimos: la nostalgia de absoluto, como se titula una corta serie de charlas radiofónicas, ya antiguas (1974), que han sido el objeto de una de las últimas publicaciones en español de Steiner. El año pasado, André Glucksmann, en una colección de ensayos por lo demás perfectamente prescindible, ha insistido en que nuestro tiempo es, precisamente, el de «la tercera muerte de Dios». A la primera —la Cruz— y a la anunciada por el profeta de Nietzsche, sigue hoy la desaparición casi banal de Dios en Europa (y sólo en ella), de modo que la ausencia de religión se experimenta entre nosotros como una antirrevelación con tintes prácticamente de experiencia religiosa, de revelación original. Steiner, que escribía veinticinco años antes, diagnosticaba, más sencillamente, que el reflujo del cristianismo en todo Occidente nos ha dejado con una «profunda e inquietante» nostalgia de lo absoluto.

No sólo profunda, sino, prima facie, inquietante, en la medida en que el vacío de la religión tiende inmediatamente a ser colmado por mesianismos seculares, por «mitologías», como no fueron conocidas en la Antigüedad, precisamente porque todas convergen en que están de acuerdo con el principio que Feuerbach elevó a esencia del cristianismo (en tanto que éste es, según Schleiermacher, la religión de religiones): que Dios, muy lejos de ser el misterio tremendo y fascinante, no es sino la proyección enajenante de la esencia genérica del hombre fuera de sí misma y fuera del mundo y del tiempo. En pleno auge de las ideologías, Steiner se atrevió a diagnosticar como mitologías, en este sentido novedoso, aunque arraigado en la condición religiosa superarcaica del hombre, tanto al marxismo, como al psicoanálisis y la antropología estructuralista. Hizo más: situó a estas tres magnitudes de la cultura dominante en la misma línea que la ufología, la cienciología y los remanentes de la ola espiritista del primer tercio del siglo XX.

Ya en la época de esta llamada de atención, Steiner vacilaba entre Popper y la Escuela de Frankfurt, cuando intentaba diseñar cómo la verdad ha de tener algún futuro, aunque quizá una forma capital de la verdad moderna conduzca en su próximo lamentable porvenir a la muerte del hombre. El casisocratismo de Popper, e incluso la piedad del pensar interrogativo de Heidegger (a quien dedicó uno de sus menos brillantes libros en el final de los setenta, prácticamente con ocasión de la muerte del autor cuya obra allí estudiaba) estaban mucho más próximos por entonces a Steiner que la sospecha universal sobre la noción moderna de verdad que leía en los debeladores de la dialéctica de la Ilustración. Se puede decir que Steiner no previo más que sentimentalmente, quizá sobre todo comentando el desapego de Shakespeare a lo absoluto, el acontecimiento de la posmodernidad, pese a que su escepticismo contradictorio lo conducía en muchas ocasiones —por ejemplo, cuando no conseguía penetrar en los arcanos de Péguy o de Simone Weil— al umbral de la fragmentación típica del nuevo estadio cultural generalizado. Posiblemente las artes plásticas no habían requerido en la medida necesaria la atención de este pensador de las artes como lugar de la verdad.

Eliezer Berkovits ha mostrado espléndidamente, en las huellas del filósofo imprescindible que va a ser, ochenta años después de morir, Franz Rosenzweig, cómo las palabras que los hombres cambiamos, siendo todas palabras de hombres para hombres, dicen la revelación de Dios. Rosenzweig llamaba, precisamente, revelación a la claridad del día presente, a la luz de este gran día del mundo, entre el pasado absoluto de la creación y el futuro absoluto de la redención. Revelación, porque su condición de espacio abierto (¿no influyó decisivamente en Heidegger este concepto central de La estrella de la redención?) viene, sobre todo, concedida por el hecho primordial del lenguaje, donde ningún hablante puede nunca tener conciencia de ser él el origen absoluto del hablar. Como si toda palabra que ilumina la luz del mundo empezando por manifestar lo dialógico interhumano fuera ya siempre la respuesta a una apelación ineludible: una apelación que viene de los demás hombres, de los padres, de los que nos aman y están junto a nosotros, pero que en absoluto puede faltar, si hemos de realizar en nosotros la humanidad —y es, en este sentido, voz que procede de la presencia realísima del Eterno—. Y una vez que comienza un hombre a hablar, es absolutamente cierto que no podrá experimentar jamás que ha terminado: que ha dicho o pedido o interrogado todo lo que estaba en la donación de la revelación. El decir primordial de Dios calla ya siempre, pero los decires derivados de los hombres no pueden más que ser interrumpidos por la muerte, en un inacabamiento absoluto, en persecución de la presa que se embosca, como mostró el maestro del diálogo en el nacimiento de la filosofía de Occidente.

Esta doble experiencia del anteceder absoluto y el absoluto porvenir de la algarabía de los relatos humanos se ha convertido en el polo más claro de la preocupación de Steiner, y se ha hecho explícito sobre todo desde la mitad de los años ochenta. En su famosa terminología, se trata del «misterio ontológico del lenguaje habitado por las presencias reales». Y es que, en la formulación compendiada de 1985, «debemos aplicar al acto del significado, a la comprensión del significado, toda la fuerza de la intuición moral. Los medios vitalmente concentrados son los del tacto, la amabilidad, el buen gusto, en un sentido no de decoro o urbanidad, sino interno y ético. Éste enfoque y estos medios no pueden ser formalizados lógicamente; son modos existenciales. Su garantía es… de un orden transcendente… ». Interpretamos como si el texto «encarnara (la noción se basa en lo sacramental) la presencia real de un ser significativo», porque, de lo contrario, ni siquiera nos tropezaríamos con una variación de nosotros mismos en cuanto fuente posible de aquello que se ofrece a la interpretación. Steiner gusta de mencionar, en el contexto inmediato de esta afirmación, a Benjamin y a Heidegger; realmente, Levinas está aún mucho más próximo y, como para otros sugiere maliciosamente Steiner, si de verdad es una influencia decisiva, entonces necesariamente será un referente que falte en las notas a pie de página. Como se ve, no se trata exactamente de una apuesta por la densidad del sentido, sin la cual a nadie le movería a interés alguno por comprenderlo. Más bien es una estructura necesaria del acto mismo de leer (entendido, recuérdese, como la operación de comprensión más auténtica y radical, por esencialmente solitaria y autorreferencial). Pero que haya sentido incorporado a las palabras del texto significa, en verdad, que haya un sujeto real, una presencia real, un decir del que proceda, como un mensaje o un grito, una demanda o un guiño, lo dicho. El solipsismo no es ninguna posibilidad, cuando se considera acto primordial de comprensión el acto de leer, y no sólo porque el uso de cualquier lenguaje suponga la admisión de reglas de juego que jamás pueden ser puramente privadas. La mención a Hermes, la mención a Cristo y al Espíritu, vienen solas a la pluma, ahora sí de un modo más directamente sacramental de lo que admitiría Levinas (para quien, como se sabe, la presencia real del otro humano tan sólo es huella de la ausencia pretemporal del eterno Él). Para Steiner, en definitiva, la experiencia solitaria y radical del sentido lo es de alteridad real. Queda abierta la cuestión de si esta alteridad se anuncia como esencialmente ausente, irrecuperable, o como sacramentalmente presente. Y, como es natural en la obra de este lector de lectores, ambas posibilidades se entremezclan innumerables veces, según sea el tenor de la voz que en cada caso lee a Steiner y, a través de la lectura de Steiner, nos lee.

Recomiendo sobre todo a quien desee amar y aborrecer a Steiner de la manera más directa y más profunda que recurra a la comparación de dos ensayos suyos, ambos relativamente recientes y que figuran publicados, como corresponde en la particular estrategia de este crítico de críticos, uno tras otro. Me refiero a «Dos gallos» y «Dos cenas», en las págs. 427 y ss. de la versión española de Pasión intacta. Allí Steiner descubre no ya lo más pedante de su escritura, lo más escandaloso y más comprometido, sino la manía de su intento fallido de ser una voz más entre los filósofos. (¿Cómo es que a un hombre tan perspicaz se le ha pasado por alto el enorme hecho de que un filósofo no es sencillamente otro hombre de letras más? La maravilla de la lectura steiniana de los poetas y los trágicos se vuelve platitud cuando afronta con el mismo ligero paso a los más altos entre los escritores: los filósofos).

Los dos gallos son, desde luego, el que Sócrates destina, como sacrificio de acción de gracias póstumo, a Asclepio, el dios de la salud, y el que cantaba cerca de san Pedro la noche de la prisión de Cristo. Las herejías de la inteligencia y del amor hacen escribir a Steiner las mejores páginas de su obra, posiblemente, gracias a que la letra que lee ante nosotros se le figura «gramática como teología», presencia de un autor que desborda los marcos del concepto consabido de autor.

Las dos cenas son, desde luego, la que fue seguida por el banquete en casa de Agatón, con Sócrates y Alcibíades diciendo in vino veritatem amoris, y la Ultima Cena, donde quien es celebrado como el amor encarnado de Dios permite que Judas, con su salida del cenáculo cargando con la culpa del asesinato absoluto, «abra la puerta a la Shoá». Dios y el diablo, página contra página.

En este ambiente lastimoso de plagiarios prominentes y cátedras de patrimonio casi familiar, por una vez al menos se ha concedido un premio cultural español —el Príncipe de Asturias— a alguien que sin duda lo merece. Pero también sucede que no podemos reprimir la expresión de una esperanza desatinada, desaforada: ojalá no fueran ya nunca más necesarios estos lectores de lectores cuyo patrón es George Steiner.