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Sin incurrir en graves inexactitudes, cabe decir que tanto los más antiguos como los más recientes trabajos de don Antonio Fontán como filólogo han sido traducciones del latín, y que esta producción suya, casi más rica en variedad que en número, resume y refleja algunas de las más interesantes facetas de su «atrayente humanismo»1.

Su primera publicación fue, de hecho, la doble edición del Pro Archia ciceroniano, que publicó en 1948, en dos conocidas series de la editorial Gredos -la de textos con notas y glosario histórico, y la de textos acompañados de dos traducciones, una literal y otra literaria-.

A esta doble traducción siguió en 1951 (1955), en la colección Patmos de Rialp, la de la Expositio (Última Meditación) de Jerónimo Savonarola, sobre los salmos 50 y 70, cuya introducción firmaba el por entonces joven catedrático de Granada el 23 de mayo de 1950, aniversario del día en que el dominico de Ferrara ardía en la hoguera.

Tras largos años de trabajo aparecía, por fin, en 1987, en la colección Alma Mater, del CSIC, el primer tomo de la Historia de Roma, de Tito Livio, su magnum opus filológico, con la introducción general a la obra, y una nueva edición del texto y traducción de los dos primeros libros de Ab Vrbe condita.

Dos años después (1989), se reimprimen, revisados, el texto y las traducciones del Pro Archia, precedidos ahora, en el mismo volumen, por el trabajo gemelo sobre el Pro Ligario (Defensa de Ligario), texto latino con traducción literal y literaria.

Le siguen en 1995 y 1998, en los tomos primero y segundo, respectivamente, de la Historia Natural de Plinio el Viejo, de la Biblioteca Clásica Gredos, la traducción de la Praefatio (Carta dedicatoria), y la del libro 111.

Finalmente, en 1999, la traducción de los libros tercero, cuarto y quinto de Ab Vrbe condita, que unida a la de los dos primeros de 1987, forman su Tito Livio: La Roma legendaria (Biblioteca Universal del Círculo de Lectores).

Un trabajo en colaboración, la edición de la correspondencia del político y humanista Juan Dantisco, traducida, en parte, del latín, y revisada por él (Españoles y polacos en la corte de Carlos V, Madrid, Alianza 1994), completa la obra del «Fontán, traductor».

Afirmar a priori la extraordinaria calidad de todos y cada uno de estos trabajos (descontados los humanos errores) podría parecer un juicio arriesgado, pero, de hecho, admite poca contradicción; lo contradictorio sería, en todo caso, que fueran malos, o aceptables sin más. Y ¿por qué? Porque son obra de un maestro de la filología, que heredó, a su vez, de su maestro dos condiciones incompatibles con el trabajo mal hecho: «el interés por los problemas de crítica textual […], es decir, la convicción firmemente asentada de que los textos son la base de cualquier tarea filológica seria»; y «seguramente, también el sentido de la propia lengua».

La primera de esas condiciones garantiza un conocimiento seguro del texto de partida; la segunda, «le ha permitido encontrar con facilidad envidiable una traducción sobria y armoniosa, a la vez que ajustada al sentido del original». Así lo aseguraba el profesor A. López Kindler en la semblanza de don Antonio que abría el libro homenaje de sus colegas y discípulos, al que hemos hecho referencia; y dejaba constancia de ello con textos tanto de la temprana traducción de Savonarola, en la que «el lector puede disfrutar de las primicias de un traductor con excepcionales calidades literarias», como de la de Livio de 1987, «fielmente ajustada al texto mientras lo permite la elegancia en la expresión castellana». Si aquella versión, tersa y fluida, convertía al libro en «una lectura amena e instructiva», con mayor razón puede decirse lo mismo del Tito Livio: La Roma legendaria, sin «el estorbo» del texto latino enfrente.

En el prefacio a su Livio, manifestaba don Antonio el propósito de que su traducción se atuviera al doble ideal de fidelidad (a la lengua del autor y a la del traductor), que ha encontrado en alemán una acuñación inmejorable: so treu wie möglich, so frei wie notig2. Recuerdo a este propósito una pequeña anécdota, reveladora de la constancia con la que el traductor exacto busca, hasta inconscientemente, la máxima proximidad posible al original. En el episodio de Hércules y Caco, cuenta Livio (I, 7) cómo este ladrón epónimo, muy astutamente -arrastrándolos hasta una cueva, por la cola, para despistar-, quiso apropiarse de los mejores ejemplares del rebaño que el semidiós le había robado a Gerión. El texto presenta la fastidiosa dificultad de que boues en latín significa tanto bueyes como vacas, y en el texto aparecen tanto «boues lustrosos» como «boues encerradas». ¿Cómo salir del paso? Después de darle muchas vueltas -me comentaba don Antonio- de pronto, un buen día, había caído en la cuenta de la solución que había tenido todo el tiempo delante de los ojos: el nombre del restaurante («Las Reses»), frente por frente del portal donde por entonces vivía.

Si las traducciones de Livio hechas por Fontán son ya clásicos para leer, las menos valoradas «traducciones dobles» de las que él es responsable, dicen mucho sobre su entrega y generosidad como profesor, «que asume como deber propio, por su utilidad para otros, un trabajo que él no necesita en absoluto». Como Cicerón al ofrecer al lector un par de traducciones suyas de discursos griegos, también Fontán podría haberlo dicho en latín: putaui mihi suscipiendum laborem utilem studiosis, mihi quidem ipsi non necessarium.

Las versiones literal y literaria del Pro Archia y del Pro Ligario enseñan a leer y a traducir también. Al segmentar y «ordenar» el texto latino, guían al estudiante a la hora de leer el latín, desde el latín mismo y desde la conciencia de la propia lengua. Al reescribir la traducción literal de cada sintagma enseñan a traducir bien, werba persequens eatenus, ut ea non abhorreant a more nostro: «siguiendo de cerca las palabras, hasta donde no nos obliguen a apartarnos de como lo decimos nosotros».

No hará falta añadir, por lo demás, que los valores didácticos no excluyen la literariedad de las versiones literarias. Don Antonio Fontán es, con seguridad, una de las pocas personas en este país que conoce -yo también, pero porque él me lo enseñó- el fragmento de Livio, transmitido por Séneca el Viejo, sobre la muerte de Cicerón; y seguramente recuerda con más exactitud que yo el epifonema titoliviano sobre la contradictoria figura del orador, cuyo merecido elogio habría necesitado que lo pronunciara el propio Cicerón. Me vino esto a la memoria, porque leyendo la «traducción literaria» de la Defensa de Ligario hecha por Fontán, pensaba yo: aquí hay muchos pasajes que ni el mismo Cicerón, si hubiera podido escribir en español, habría podido mejorar.

Hasta aquí todo han sido opiniones; tal vez piense el lector que faltan pruebas… Bastará una frase de la Carta dedicatoria al emperador Tito que antepuso Plinio el Viejo a su Historia Natural. El autor se refiere, naturalmente, a su obra; el traductor podría optimo iure, referirla a la suya: «Es ardua empresa dar novedad a lo viejo, autoridad a lo nuevo, brillo a lo anticuado, luz a lo oscuro, gracia a lo tedioso, credibilidad a lo dudoso: en una palabra, a todas las cosas su naturaleza y a la naturaleza todo lo que le pertenece».

NOTAS

1 · Título de la colaboración introductoria de Agustín López Kindler, en: Humanitas, in honorem A. Fontán, Gredos, Madrid 1990, pp. 17 y ss.
2 · «Tan fielmente como sea posible, tan libremente como sea necesario» (N. del ed.).

Profesor de Filología latina, Universidad Autónoma de Madrid