Dice Salvador Giner que “la tolerancia puede llegar a ser una virtud”. No es una mera ironía. La tolerancia, como queda patente en este volumen (reedición del original de 1998), tiene también, por decirlo así, una cara oscura. Su mal uso o su abuso pueden llegar a convertirla en un falso amigo, ese término que, en el campo de la traducción, alude a las expresiones que, por su semejanza en ambos idiomas, parecen significar algo distinto de lo que realmente significan. Así, la tolerancia, que parece poder ser vista sólo de modo favorable, conlleva adherencias sospechosas. En esa premisa de que la tolerancia tiene una cara oscura, o que lleva consigo peligros, se apoya este trabajo colectivo compuesto de ocho aportaciones de autores que van del liberalismo de J. A. Rivera al marxismo de Fernández Buey.
Ya en el prólogo advierte Manuel Cruz, compilador del volumen, del “uso pringoso, melifluo, dulzón” que ha acabado por hacerse del término de marras, así como del peligro de exaltar la diferencia por la diferencia, vicio derivado en buena medida del auge de los llamados cultural studies y que ha desembocado en ocasiones en la existencia de nuevos intolerantes.
Con ese punto de partida, el volumen recoge trabajos muy distintos. El más académico es el del argentino Leiser Madanes, centrado en las reflexiones de Hobbes y Spinoza, en las relaciones entre opinión y verdad, y verdad y justicia, o en el papel del Estado como garante de la paz social pero no de ningún tipo de verdad. Así, la legalidad o no de cuestiones moralmente complejas como el aborto o la eutanasia, debe ser decidida por el Parlamento, separando lo que puede ser verdadero de lo legal y obligatorio.
Entre lo valioso y lo válido
Aurelio Arteta opone a la falsa tolerancia (la tolerancia vacía, fácil y cómoda que equivale a conformismo y tolera lo intolerable) la tolerancia verdadera que no renuncia a buscar la verdad o el bien más apropiados. Se trata, en su opinión de distinguir entre lo valioso y lo válido y no abandonar, en aras de la tolerancia, el terreno del debate teórico. “Cuando se tolera todo es que nada se admira”, apunta Arteta, en una aportación especialmente jugosa.
Manuel Cruz reivindica los valores de la Ilustración, esencialmente los de la igualdad y la libertad, como acompañantes sine qua non de la tolerancia; coincidiendo en parte con Fernández Buey, que, mirando al problema -y no oculta que es un problema- de las migraciones, sostiene que la diferencia no debe equivaler a desigualdad. A ese respecto, defiende una comprensión radical de la alteridad que lleve a un nuevo derecho internacional de gentes. No faltan propuestas avanzadas de ese estilo, como la de Juan Antonio Rivera, quien, desde un liberalismo que concibe incompatible con el multiculturalismo y el nacionalismo, aboga por un único Estado mundial.
Tolerancia como anhelo de verdad
Tratándose del asunto que se trata, es imposible eludir la política. Así, si el citado Rivera entra en aspectos como el (presunto) derecho de autodeterminación o el problema lingüístico en las comunidades bilingües, Salvador Giner, sin renunciar a un saludable tono de chispeante ironía, se sitúa en el republicanismo político para insistir en las difíciles relaciones entre tolerancia (noción enrevesada, llena de complejidades, trampas y significados múltiples), convicciones propias (“para el buen cultivo de la tolerancia hay que definirse primero») y búsqueda de la verdad. “La esencia de la tolerancia consiste en reconocernos todos como copartícipes imperfectos de un anhelo de verdad y hasta como portadores de ella”, escribe Giner en un pasaje en el que parece resonar el Antonio Machado de “¿Tu verdad? No, la verdad. Y ven conmigo a buscarla”.