Juan Manuel Villalba Hinojosa es un malagueño que nació en Madrid, en junio de 1964. En su trayectoria literaria se incluyen tres libros de poesía: Húmeda húmeda alcoba (1984), Fondo (1992) y Todo lo contrario (1997), además de numerosos cuadernos de poemas. La editorial Pretextos editará en breve el primer libro de relatos breves de Juan Manuel. Nueva Revista se anticipa a ofrecer uno de ellos.
Ahora me veo con seis, siete años. Estoy junto a mi madre, a su izquierda, frente a la puerta. Hemos subido hasta el primer piso por la escalera de mármol blanco. Mi madre lo ha hecho con cierta ligereza aunque a mí me ha resultado difícil. Ella me ha ofrecido la mano, pero he preferido hacerlo solo, casi a gatas, porque mis zancadas no dan la talla de los escalones. En una de mis manos sostengo un muñeco articulado, un hombrecito vestido de guerrillero, perfectamente equipado y en postura de ataque, que ha hecho aún más difícil la tarea de subir.
Estamos en el primer piso, frente a la puerta de la consulta; no es la primera vez. Mi nuca se pliega hasta el límite cuando subo la cabeza para admirar la altura y naturaleza de la puerta. Mi madre ha llamado al timbre, al eléctrico, porque hay otro muy antiguo que es como la llave que da cuerda a un juguete mecánico. Le he pedido que me aúpe para poder girar la llave. Ella no se mueve, no dice nada. Estamos esperando. Es el tiempo viscoso de las esperas, la tensión de no saber si recibiremos respuesta. Observo el mirador que hay en el centro de la puerta, metálico, del tamaño de un plato pequeño, con unas aspas superpuestas que, cuando giran, permiten entrever un rostro que permanece varios segundos segmentado, inmóvil, misterioso; después se cierra el artefacto y se abre la puerta sin que se pueda ver quién la maneja, como accionada por un control remoto. Observo atentamente el mirador. Entorno los ojos y deseo con todas las fuerzas que se cumpla mi voluntad. Pienso: ahora, ábrete. Y el mirador gira y permite entrever un rostro que permanece varios segundos segmentado, inmóvil, misterioso; después se cierra el artefacto y se abre la puerta sin que se pueda ver quién la maneja, como accionada por un control remoto. Pienso: creo que tengo poderes.
Entramos. La puerta se cierra sola y tras ella aparece la enfermera, de blanco, casi anciana. Me gusta. Es buena. Es muy agradable. Tiene los ojos claros y borrosos, escondidos tras la niebla líquida que depositan los años en la mirada. Dos arrugas perfectas y verticales le sostienen el mentón y, cuando habla, éste se mueve imperceptiblemente. Me mira. Sonríe. Coge mi mentón y lo sostiene con suavidad, lo trata como a un pajarillo aterido. Pienso: ojalá fuese mi abuela. Mi abuela enfermera.
Nos acompaña hasta la sala de espera y nos abandona en el centro del silencio. No hay nadie más, toda la espera es para nosotros. Mi madre se sienta en el sofá, el bolso a su lado, coge una revista. Le ordeno al guerrillero que, previo reconocimiento, tome posesión de la zona. Sin rechistar, sin discutir las órdenes y conforme a lo que se espera de los verdaderos valientes, comienza a escalar las peligrosas montañas de los sillones. Las paredes lisas y endurecidas son bastante traicioneras y más aún cargando con todos los pertrechos de campaña, sin olvidar las armas. Cuando alcanza la cima se permite un ligero descanso, toma aliento y enseguida recurre a los prismáticos para situarse, haciendo un barrido del valle que divisa. Continúa con la operación hasta alcanzar las cimas más altas, atravesando, entre una y otra, llanuras desnudas donde el verdadero peligro consiste en ofrecer un buen blanco al enemigo, por eso corre a refugiarse entre los árboles, las patas de los sillones.
Se abre la puerta y aparece la enfermera. Sonríe con sinceridad, no dice nada. Mi madre suelta la revista, recupera el bolso, me ordena que la siga. Entramos en el despacho del médico. Entrar en el despacho del médico es siempre un momento solemne. El médico se levanta del sillón, se acerca a mi madre e intercambia unas palabras. Me mira y sonríe. Nos sentamos. Mis pies cuelgan en el aire. Mi madre busca en el bolso y saca un sobre que alarga hasta el médico. Dice: «… Aquí está el análisis». El médico abre el sobre y lee atentamente. Tarda mucho tiempo en leerlo. Cuando termina nos invita a pasar a la habitación contigua. Mi madre me arrebata al guerrillero. Observo cómo deforma su postura, cómo hace que los brazos se disloquen y la cabeza adopte una postura ridícula y humillante. Lo introduce en el bolso. Siento una punzada de dolor al no poder evitar que no se le trate con todos los honores que merece. Pienso: perdóname, Capitán, perdóname.
El médico entra en una habitación oscura y se pierde dentro. Busco la cálida mano de mi madre. Se encienden las luces. En el centro de la habitación hay una máquina extraordinaria. Rayos equis, dice el médico. Rayos, rayos equis, repito yo. El médico me dice que me desnude y mi madre me ayuda. Mientras voy despojándome de la ropa, el médico se calza unos guantes de goma que le llegan hasta los codos; se coloca un delantal de goma, como los carniceros, y empieza a manejar un panel de control. Interruptores. Luces. Botones. La luz de la habitación es muy tenue. El médico me coloca en la máquina, de pie, entre dos planchas; me asalta la confusa sensación de ser la víctima de un sacrificio. Me siento solo.
La luz se apaga y queda en el aire el resplandor rojizo de otra lámpara diminuta. Empieza a manejar la máquina. Se oye un sonido de aceleración, de cambio de velocidades. Me estremezco, hace frío. El médico me ordena que contenga la respiración, que no me mueva. Mi madre me dice: no te muevas. La máquina zumba, silba como una bomba. Cierro los ojos. Me resigno a recibir la embestida del arma secreta. Una brisa de heroísmo eriza mi piel; estoy preparado. Pienso: están disparando rayos equis contra mi cuerpo, ahora soy transparente, casi invisible, soy un esqueleto. Imagino la raspa descarnada de un pez.
La máquina enmudece. El médico enciende, apaga las luces; no permite que me vista. Cierra la puerta tras nuestros pasos. Sólo llevo encima los calzoncillos y los zapatos sin calcetines. Compruebo a la luz que soy tan corpóreo como siempre, tampoco tengo marcas ni agresiones perceptibles sobre la piel. El médico me ordena que suba a la camilla y me tumbe, me agarra por las axilas y me sienta sobre ella. Me tumbo. La camilla es dura, delgada, cubierta por una sábana tensa y helada. Miro el techo. Miro al médico. Miro la pequeña geografía de mi cuerpo, extendiéndose sobre la camilla como una península alargada. El médico hunde las manos en mi abdomen, da pequeños golpes, calibra mi interior con los nudillos. Baja los calzoncillos hasta el límite del pudor. Con sus preguntas busca un dolor que no existe, quizá sí.
Mi madre me ofrece la ropa, pero no me ayuda. Se sientan. El médico habla con ella. Me miran. Siguen hablando. Me visto en silencio y abandono la camilla. En el suelo me vuelvo a poner los zapatos. Dudo. No sé qué hacer. Ahora hablan y ya no me miran. Ensayo unos pasos hasta el centro de la habitación. Me detengo. Nadie me mira. Pienso: puede que ahora sí sea invisible. Continúo.Cruzo ante una inmensa biblioteca y me acerco lentamente al mueble que hay al otro extremo de la habitación, la vitrina instrumental. No sé si me miran, así que persisto en mi actitud. Cuando estoy frente al mueble, tomo la cautela de cruzar las manos a la espalda, garantía de chico bueno y educado, carta blanca para saciar una curiosidad inofensiva.
La vitrina instrumental tiene todas las superficies de cristal transparente, sólo las patas y aristas son metálicas. Los estantes también son de cristal y sobre ellos, perfectamente ordenados, hay una colección de objetos portentosos. Varios tipos de tijeras, de todos los tamaños, cubren el estante superior. Tijeras de hojas largas y pulidas, brillantes, curvadas como picos de aves, de puntas romas o afiladas, gruesas y estrechas, serradas, con pinzas en los extremos y asideros donde caben varios dedos. Pequeños cuchillos, escalpelos, tenazas, pinzas pequeñas, finas y deformes, y toda una serie de herramientas inexplicables y hermosas. Más abajo aparecen las jeringas, de cristal translúcido y rematadas por una pieza metálica en la punta, con los émbolos encajados, y todas dentro de unos pequeños ataúdes metálicos; también hay jeringas de plástico encerradas en sobres transparentes, algunas son enormes y ridículas. Y a continuación aparece el terror: son las agujas. Las agujas bien alineadas, en perfecta formación, brillantes y amenazadoras. Una portentosa armería de instrumentos de tortura, las conozco bien. Hay una tan larga que sería capaz de atravesar todo mi cuerpo y que encabeza una extensa serie de variantes. Algunas son tan finas y pequeñas como cerdas. Otras cortas y gruesas. Entre todas ellas aparecen infinidad de modelos y unas pocas tienen ensartadas, en su hueco y fino volumen, un pelo metálico de inquietante rigidez. El dolor tiene su propia concreción, sus avisos, su iconografía salvaje. Mientras contemplo las agujas, contraigo los glúteos y arqueo la espalda. Enseguida aparece otro aviso del miedo; las lengüetas, de madera o plástico: armas para llegar al límite de la arcada. Deseo tener una, preferiblemente de madera, una tabla de surf para mi guerrillero. Los estantes inferiores soportan ampollas, pequeños tarros sellados con tapones de goma y precinto metálico, marcados con etiquetas donde aparecen minúsculos listados de componentes y proporciones inexplicables, muy difíciles de leer. Sé que de ahí sale el dolor de las inyecciones, de ese polvo blanco que se acumula en el fondo. También hay gasas, apósitos, compresas y esparadrapo, latas de algodón enrollado con alguna fibra impura manchando el blancor de su naturaleza. Y entre todo el arsenal detecto lo mejor, el objeto de todos mis deseos, mi sueño. Es el estuche negro, similar al que mi padre utiliza para guardar la máquina de afeitar eléctrica, con el cable y la escobilla. Pero yo sé lo que hay dentro. Es el aparato para examinar el oído y la garganta. Una linterna donde encajan todas las pequeñas piezas que la acompañan, desmontables; lentes y apéndices que transforman su finalidad. Una vez acopló una trompetilla invertida con una lente al otro extremo, me sujetó la cabeza y miró dentro de mi oído. Pensé: está viendo las ideas, no pienses.
Mi madre me reclama, me ordena que vuelva junto a ella. Cuando llego, me atrapa entre sus piernas y me peina con la mano. Hablan. Desde mi postura puedo ver, sobre la mesa, un portarretratos donde aparece una mujer bonita y tranquila. Sonríe. Parece una de esas mujeres de las películas. También hay dos plumas de pájaro muy grandes, pero metálicas, plateadas. Pienso: son las plumas de un monstruo, un pájaro enorme y acorazado. Vuelve a mí la imagen de los pelos metálicos ensartados en las agujas. El resto de la mesa está ocupado por pequeñas esculturas de formas raras y modernas, papeles, libros, y un reloj de arena con la arena de color rosa. Pienso: arena de un desierto rosa, arena del mundo del monstruo. Me desprendo de las piernas de mi madre y me quedo, de pie, junto a ella. El suelo parece una tabla de ajedrez infinita. Ejecuto el movimiento del caballo, mi padre me enseñó, siempre gana. Mi madre me dice: estáte quieto. Yo obedezco. Entonces el médico le comunica a mi madre un mensaje que no puedo entender. Ella se sobresalta. Me mira. Mira al médico. Me mira otra vez. El médico coge una de las plumas del monstruo. Es un bolígrafo. De un cajón saca una de sus recetas. Las recetas presentan un membrete en la esquina superior izquierda y el papel no es liso, tiene rugosidades, parece un tejido. Mi madre toma la receta y la esconde en el rincón más oculto del bolso. El médico habla con mi madre, pero me mira a mí, sonríe, me hipnotiza. Me pide que espere fuera, junto a la enfermera. Mi madre asiente. Intento recuperar al guerrillero, porque quiero, más que nada, devolverle su dignidad, pero me expulsan. Espero fuera, cerca de la enfermera. Al cabo sale mi madre. El médico sale también. Cuando nos despide, mientras nos dirigimos hacia la salida, me coge del cuello con tanta firmeza que me paraliza. Los dedos casi pueden tocarse al rodear mi cuello. Hay otra persona que tiene la misma afición: el cura de la parroquia. Yo no sé si se trata de un gesto cordial, de una amenaza o de un castigo. Cuando llegamos a la entrada me da la mano como a un hombre y descubro que no aprieta, que está blanda. Pienso: no es un ser humano, es un muñeco; es un ingenio mecánico con voluntad y autonomía propia. Pienso: ¿cuántos habrá entre nosotros? La enfermera nos despide, pero ya no me gusta tanto; no mueve la boca cuando habla. Mi madre está seria. Tiene los ojos abiertos, pero no mira hacia ningún lado mientras camina. Intuyo que mi deber, por ahora, es guardar silencio.
Mi madre me lleva a una gran cafetería. Nos sentamos. Me invita a un helado. Ella toma café y tostadas. Me mira con grandes ojos, no habla. Está tan triste que no parece mi madre. De repente, el vaso de café estalla, se fragmenta en mil pedazos. El café alcanza a las tostadas y anula su crujiente tersura, empapa toda la mesa. Alguien dice: le ha dado un aire. Pienso: un aire. Pienso: han disparado contra nosotros; uno de ellos ha disparado contra nosotros. El camarero limpia, retira, repone. Nadie parece prestarle atención al atentado. Pienso: no te preocupes, mamá. Voy a protegerte. El guerrillero y yo te protegeremos. Ya soy un hombre. Tengo seis, siete años.