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Jorge Lago es sociólogo, profesor de Teoría Política en la Universidad Carlos III de Madrid, editor y miembro del Instituto de Estudios Culturales y Cambio Social (IECCS).


Avance

La guerra contra Occidente es el último título del periodista Douglas Murray. Pero ¿qué guerra?, cuestiona Jorge Lago. En este artículo, el profesor de Teoría Política admite y constata la existencia de conflictividad y diversas amenazas, sí, pero ninguna coincide con la que denuncia Murray en su obra. «No, las crisis climática y ecológica no son amenaza, o no lo suficientemente reseñable como para ocupar tiempo y espacio en este texto de Murray. No, el enemigo al que se refiere el libro es otro, muy distinto: ni más ni menos que un punto de vista preñado de resentimiento y ligado a una crítica más afectiva que política que se habría vuelto hoy hegemónica: la Teoría Crítica de la Raza (TCR). El antirracismo, sí, y la imagen deformada que tiene hoy de Occidente, ese es el enemigo o la amenaza, ese es quien le ha declarado la guerra a Occidente».

Se trata de un enemigo particular porque la lucha por la igualdad, la justicia, la libertad, la emancipación o la búsqueda de reconocimiento están en el corazón de los tradicionales valores occidentales con lo cual la paradoja está servida. Lago la analiza en detalle y subraya la «carencia analítica» así como «el gran sesgo ideológico» del autor. Se detiene en su concepción del resentimiento y se pregunta: «¿No podemos entender el resentimiento como una expresión generalizada de formas contemporáneas de afectividad política tan comunes en las izquierdas como en las derechas?». Define este fenómeno como un mar de fondo «que permite comprender una deriva sustantiva de los afectos políticos actuales. Una deriva que, por razones históricas, económicas y culturales que Murray no está en condiciones de interpretar, atraviesa por igual a distintas posiciones de la geografía afectiva y política». Y algo más, ya en el plano de las conclusiones: «Murray ignora, acaso porque siente y piensa desde sus efectos políticos, el resentimiento propio de las nuevas derechas, es decir, el resentimiento que, desde hace ya unas cuántas décadas, define una profunda reacción ante el crecimiento de la igualdad (de género, de raza, de clase). Es el resentimiento del noble, del que ve sus privilegios (económicos, culturales, políticos y epistémicos) amenazados, el resentimiento de quien coquetea con la nostalgia de un tiempo pasado que habría de ser recuperado o el resentimiento, también y sobre todo, de quien se lamenta por la pérdida de los valores que nos habrían conformado y busca vengativamente (pues el resentimiento traduce el sentimiento de injusticia en venganza) volcar su ira en el sujeto al que se hace responsable una y otra vez de esa pérdida». ¿Culpable universal? «Ya saben: el antirracismo de la Teoría Crítica de la Raza».


Artículo

«Lo que está produciéndose es un ataque contra todo lo que tenga que ver con el mundo occidental: su pasado, su presente, su futuro». La guerra contra Occidente.

Douglas Murray: La guerra contra Occidente. Península, 2022

Este es el tema del libro de Murray y con esta cita arranca su escritura. Pero, contra todo pronóstico, el enemigo que estaría organizando y perpetrando este ataque no es, pongamos por caso, aquel que animó o realizó el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021; ni responde, por poner otro ejemplo aún más cercano en el tiempo, a los marcos ideológicos y religiosos que han acabado dando lugar a leyes como la HB 1467 de Florida, que prohíbe en suelo occidental y por primera vez en muchos años, una amplia lista de libros en el entorno educativo. Tampoco tiene en mente Murray, cuando imagina la amenaza a los valores occidentales, a las más de treinta personas que mueren cada mes intentando acceder desde México a ese faro de Occidente que son los EE.UU. Y, por supuesto, no es tampoco la deriva autoritaria de los nuevos o renovados populismos, esa era Trump-Bolsonaro-Orban, la que ha supuesto o supone hoy un riesgo para Occidente. Al menos ninguno de estos personajes, ni de los movimientos políticos y culturales de los que son expresión, aparece citado en el libro como enemigo, amenaza o adversario del pasado y el futuro de los valores de Occidente.

Y, qué duda cabe, tampoco son objeto de preocupación o alarma los futuros que anuncia ya de forma inminente el modelo de desarrollo económico, ecológico y energético que, a juicio de buena parte de la comunidad científica, está poniendo fatalmente en riesgo la viabilidad de nuestro propio modo de vida.

No, las crisis climática y ecológica no son amenaza, o no lo suficientemente reseñable como para ocupar tiempo y espacio en este texto de Murray.

No, el enemigo al que se refiere el libro es otro, muy distinto: ni más ni menos que un punto de vista preñado de resentimiento y ligado a una crítica más afectiva que política que se habría vuelto hoy hegemónica: la Teoría Crítica de la Raza (TCR). El antirracismo, sí, y la imagen deformada que tiene hoy de Occidente, ese es el enemigo o la amenaza, ese es quien le ha declarado la guerra a Occidente.

Occidente ¿en lucha contra sus propios valores?

Una paradoja recorre y acecha el libro de Murray: siendo relativamente fácil para cualquier observador contemporáneo identificar no pocas fuentes de amenaza o riesgo para la preservación de (alguno de) los valores que solemos identificar con Occidente (libertad, igualdad, progreso, justicia social), el libro de Murray solo ve peligro, amenaza y guerra en… un solo espacio político y afectivo: el antirracismo y, por extensión, la izquierda identitaria. Pero, además, este adversario único (nos guste más o nos guste menos, haya derivado hacia una política patológica y victimizadora o esta deriva sea más bien puntual o anecdótica, confunda o no sus objetivos políticos) forma parte de una tradición política y discursiva que, desde su mismo origen, ha estado profundamente preñada de eso que podríamos llamar valores modernos u occidentales: lucha por la igualdad, la justicia, la libertad, la emancipación o la búsqueda de reconocimiento.

La paradoja no es menor: Occidente estaría amenazado por una forma de lucha puramente occidental, apoyada históricamente en valores occidentales y desplegada en suelo occidental para la transformación política de Occidente desde Occidente.

No deja de resultar fascinante que Murray no saque la única conclusión posible de uno de los lamentos que recorre machaconamente su libro: el de que este antirracismo de la teoría crítica de la raza solo señale los pecados y los pasados racistas de Occidente pero indulte o ignore el racismo sistémico en otras partes del mundo, como Asia u Oriente Medio. ¿Acaso porque se ha configurado históricamente como una crítica inmanente, es decir, emitida desde Occidente y, claro, tan en contra de Occidente como a favor, tan apoyada en sus valores como en la denuncia de su incumplimiento más o menos sistemático (igualdad, libertad, justicia)?

No, Murray no parece capaz de distinguir la crítica a Occidente del anti-occidentalismo, como tampoco parece estar en condiciones de diferenciar Occidente del campo semántico con el que no puede sino entablar una relación siempre conflictiva: Ilustración, tradición democrática, capitalismo, universalismo, igualitarismo, individualismo, modernismo, etc. Confundidos todos estos conceptos en un significante un tanto vacío llamado Occidente, cualquier crítica a uno de ellos acaba convertida por Murray en una crítica a Occidente en su conjunto, vale decir, en una posición anti-occidental. Como si el anticapitalismo, por poner un ejemplo, fuera una impugnación de los valores de Occidente y no el desarrollo de alguno de sus principios (la tradición democrática, el igualitarismo universalista) en contra de otros (el individualismo y el universalismo liberal).

La culpa de todo

Así las cosas, mientras un débil consenso académico tiende a coincidir hoy en que la democracia (y otros valores propios de lo que Murray llama Occidente) se enfrenta a distintas y plurales amenazas, a pulsiones autoritarias de muy distinta naturaleza ideológica y afectiva tanto como a tendencias disolventes de las formas de sociabilidad; mientras asistimos a una cada vez más insostenible incongruencia entre el actual modelo de desarrollo (económico, ecológico, cultural) y la viabilidad futura del modo de vida de Occidente; mientras es todo un mundo cultural, ideológico y afectivo el que está mutando hacia formas que nos cuesta identificar (qué modernidad, qué desarrollo social, ecológico y económico, qué formas de integración de las diferencias sociales, qué pluralismo y hasta dónde es compatible con las imágenes de lo moderno que hemos heredado); mientras todo esto nos sucede dentro y fuera del mundo académico, un libro, el de Murray, se permite identificar un solo y aislado fenómeno político y una sola y monolítica amenaza: el antirracismo de la teoría crítica.

Que Murray ni siquiera conciba la mera posibilidad de que eso que localiza como «la amenaza a Occidente» pueda ser resultado de expresiones culturales mucho más plurales y contradictorias de lo que cabe en su sola descripción del antirracismo y el izquierdismo contemporáneo es, me temo, síntoma tanto de una profunda carencia analítica como de un gran sesgo ideológico. ¿Acaso ese antirracismo identitario y victimizador que sitúa como único adversario de Occidente puede, además de no ser la única forma de expresión de las posiciones políticas igualitaristas y progresistas, formar parte de un afecto político común a otros espacios ideológicos, empezando por el propio identitarismo masculinista y blanco de los nuevos populismos de derechas, tan autovictimizador, nostálgico y antidemocrático, cuando no más, que cualquier deriva identitaria de las izquierdas?

El resentimiento como mar de fondo

O pensemos si no en el resentimiento, que Murray identifica, desde una (muy pobre) lectura de Nietzsche, como el afecto o rasgo psicológico estructurante de este antirracismo contemporáneo: ¿es el resentimiento una expresión particular y localizada en el solo antirracismo e izquierdismo, o se trata de un afecto político extendido y compartido por distintos y opuestos afectos políticos e ideologías? Sin entrar ahora en el hecho no menor de que no haya rastro de resentimiento en toda la obra de una teórica como bell hooks, señada por Murray –me temo que sin muestras de haberla leído y menos aún de haberla comprendido– como una de las madres de la TCR,

¿no podemos entender el resentimiento como una expresión generalizada de formas contemporáneas de afectividad política tan comunes en las izquierdas como en las derechas?

Wendy Brown: Estados del agravio. Lengua de trapo, 2019

Esta ha sido, al menos, la forma en que se han expresado varios y sólidos intérpretes de la cultura y la política contemporánea (desde Mark Fisher a Slavoj Zizek pasando por Wendy Brown, por ejemplo). Es decir, entender el resentimiento como una expresión central, también, de esa mezcla de crisis de la masculinidad y de lamento por la pérdida (y consiguiente nostalgia) de los privilegios tan propio de la subjetividad de una parte no desdeñable de las clases medias blancas, precisamente las que sostuvieron cultural y electoralmente el sueño de Trump de volver a hacer América grande de nuevo. El resentimiento, lejos de explicar las solas razones psicológicas del antirracismo actual sería, más bien, un mar de fondo que permite comprender una deriva sustantiva de los afectos políticos actuales. Una deriva que, por razones históricas, económicas y culturales que Murray no está en condiciones de interpretar, atraviesa por igual a distintas posiciones de la geografía afectiva y política.

Con todo, no deja de resultar paradójica, y en cierto sentido enternecedora, la lectura del resentimiento que se nos propone Murray: apoyado en una particular lectura del Nietzsche de La genealogía de la moral, no parece percatarse de que para el filósofo alemán el resentimiento es consustancial a la misma cultura occidental, y no alguna forma de negación crítica de sus valores. En efecto, el resentimiento es la base moral, afectiva y psicológica de ese universalismo cristiano de los valores, vale decir, de esa sublimación del dolor en la moral universal del esclavo que tanto rechazara Nietzsche. Pero si el resentimiento y la moral en Occidente van estrechamente de la mano, entonces lo que deberíamos estar en condiciones de explicar son, al menos, tres posibilidades analíticas del todo relevantes:

La primera refiere al alcance y sentido de la analogía involuntaria que nos propone Murray entre el resentimiento cristianismo y el resentimiento propio a la política de la identidad del antirracismo izquierdista. No fuera a resultar que lo que Murray esté haciendo, contra su propia propuesta, sea darle al sentimiento de injusticia racial un lugar y una verdad que su libro trata sistemáticamente de negar: si el antirracismo está hoy conformado por alguna forma de resentimiento, entonces responde a una situación estructural de desigualdad en el reparto del poder y del saber, precisamente la que Murray necesita negar. En efecto, el resentimiento, lejos de reducirse a la mera reacción individual y psicológica ante un malestar privado, es identificado por Nietzsche como resultado de un dolor ante una situación social, cultural y afectiva de injusticia: la posición del esclavo frente al amo o, en el caso que nos ocupa, la de la desigualdad racial y la falta estructural de reconocimiento que revela. Quiero con esto subrayar que el recurso al resentimiento como clave explicativa solo puede operar desde un previo reconocimiento implícito o inconsciente de lo que, sin embargo, el libro de Murray necesita una y otra vez negar:

que el antirracismo actual no deja de ser la respuesta a un dolor, un malestar y un sentimiento profundo de una injusticia estructural (y no una mera imagen deformada del mundo o un falso reconocimiento de lo que realmente sea Occidente).

En segundo lugar, al negar Murray toda legitimidad, validez y reconocimiento a ese dolor y ese sentimiento de injusticia, solo puede proponer enfrentar sus formas de expresión desde una abstracta apelación a la verdad y objetividad históricas: si el asesinato de George Floyd es una excepción estadística (algo en lo que se detiene Murray numerosas páginas); si se han reducido profundamente las diferencias raciales en EE.UU.; si las cosas están infinitamente mejor en Occidente de lo que lo están en África o China; si Occidente es, se mire por donde se mire, el mejor de los sistemas morales y sociales posibles –y debemos por ello estar agradecidos de vivir dentro de sus fronteras–; si todo esto es así, el reclamo antirracista solo puede responder a una falsedad afectiva, histórica y política, es decir, a un falso reconocimiento de la verdad histórica.

El problema, claro, es que el dolor y el sentimiento de injusticia forman parte de un régimen de verdad inconmensurable con el de una inhallable objetividad histórica, amén de que jamás podrá mitigarse ese dolor desde un saber abstracto que solo acierta a decirnos que las cosas antes estaban mucho peor, o que lo siguen estando más allá de nuestras fronteras: ¿acaso el reconocimiento de la mejora en las desigualdades raciales o sociales no puede conducir a una razonable impaciencia por una mayor igualdad en lugar de a esa suerte de paciencia y aceptación del presente que les propone Murray?

La constatación de que todo puede cambiar a mejor y de que, de hecho, ya lo ha ido haciendo, ¿no puede generar la exigencia de que los cambios se produzcan de forma aún más profunda y rápida? ¿En base a qué criterio de verdad histórica debemos aceptar unos ritmos de cambio social y no otros? ¿Quién los decide? ¿Douglas Murray?

Y, además, ¿a quién le puede consolar que en el pasado de nuestras naciones, o en continentes y países en los que no vivimos, las cosas hayan sido o sigan siendo mucho peores? ¿Quién compara su felicidad o infelicidad con la de sociedades alejadas en el tiempo o el espacio?

Pero esta analogía entre el resentimiento cristiano y el resentimiento propio del antirracismo no deja de ser significativa, también, por una tercera razón: si lo propio del resentimiento es la sustitución de la acción por la moralización, vale decir, el bloqueo de la política en favor de la sublimación moral, si este desplazamiento era rechazado por Nietzsche en tanto que precipitaba la aceptación resignada del dolor antes que la lucha vitalista por el poder de alterar las condiciones históricas que lo engendraban, entonces el antirracismo que describe Murray no solo estaría operando desde una profunda mímesis con la forma de la moral occidental (arruinando la tesis de que el resentimiento alimenta una posición anti-occidentalista), sino que estaría dando cuenta, más bien, de una crisis de las formas de trabajar políticamente el dolor y la injusticia.

Razones para el resentimiento

En efecto, lo que quizá Murray no esté siendo capaz de formular sean las razones mismas de ese resentimiento que atraviesa hoy los afectos políticos tanto a izquierda como a derecha. En la izquierda podemos observar que el resentimiento aparece precisamente cuando se vuelve más difícil imaginar horizontes de transformación del presente, es decir, cuando el deseo de justicia no alcanza a traducirse en imaginarios políticos capaces de mover a la acción y cuando, en fin, el dolor y el malestar (ante la desigualdad, la falta de reconocimiento o la injusticia racial y social) no son capaces de proyectar un futuro superador del malestar presente (acaso porque se carece de la fuerza social para realizarlo, acaso porque se topa con formidables obstáculos que lo impiden). Es, sí, en esa quiebra de la imaginación política cuando el dolor se pliega sobre sí mismo y queda bloqueado y encerrado en su propia afectación, es decir, en lugar de traducirse en un horizonte de transformación político (un horizonte de igualdad y libertad, de emancipación), el dolor queda atrapado en el resentimiento.

El resentimiento, el repliegue del dolor sobre sí mismo, opera precisamente allí cuando se vuelve extraordinariamente difícil imaginar cómo ampliar nuestras democracias,

cómo reducir los índices de desigualdad social y racial, cómo conciliar el proyecto emancipador de la modernidad con el actual e insostenible modelo de desarrollo económico, social, racial y ecológico. Pero en esta dificultad ha jugado y sigue jugando un papel central otra forma de resentimiento que Murray ignora, acaso porque siente y piensa desde sus efectos políticos, el resentimiento propio de las nuevas derechas, es decir, el resentimiento que, desde hace ya unas cuántas décadas, define una profunda reacción ante el crecimiento de la igualdad (de género, de raza, de clase). Es el resentimiento del noble, del que ve sus privilegios (económicos, culturales, políticos y epistémicos) amenazados, el resentimiento de quien coquetea con la nostalgia de un tiempo pasado que habría de ser recuperado o el resentimiento, también y sobre todo, de quien se lamenta por la pérdida de los valores que nos habrían conformado y busca vengativamente (pues el resentimiento traduce el sentimiento de injusticia en venganza) volcar su ira en el sujeto al que se hace responsable una y otra vez de esa pérdida. Ya saben: el antirracismo de la Teoría Crítica de la Raza.


Nota editorial. Nueva Revista no se identifica necesariamente con las opiniones de sus colaboradores. Sobre el libro de Murray, Nueva Revista ofrece dos artículos que lo abordan con puntos de vista diferentes: el dado aquí de Jorge Lago, y uno anterior de Benigno Blanco: https://www.nuevarevista.net/douglas-murray-la-guerra-contra-occidente/

Sociólogo. Profesor en la Universidad Carlos III de Madrid.