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Karl Sigmund. Profesor de Matemáticas en la Universidad de Viena, es uno de los pioneros de la Teoría evolutiva de juegos. Miembro de la Academia de Ciencias de Austria, ha sido reconocido también con la cátedra Gauss y el premio Isaacs.

Douglas Hofstadter. Científico y filósofo. Su investigación abarca y conecta campos tan amplios y complejos como la conciencia, la metacognición, la IA o los fenómenos de la creación artística y la traducción literaria.


Avance

Karl Sigmund: El sueño del Círculo de Viena. Shackleton books, 2023

En el prólogo a El sueño del Círculo de Viena, de Karl Sigmund, explica su autor, el polímata Douglas Hofstadter, cómo nació su interés, su fascinación, por aquel extraordinario grupo de personas cuando en una librería, de la mano de su padre, descubrió el libro titulado El teorema de Gödel de Ernest Nagel y James R. Newman. Le sorprendieron esas páginas donde se hablaba «de lógica, de la naturaleza de las matemáticas, del lenguaje y de símbolos, de verdad y falsedad, de demostraciones sobre probabilidad y, quizá lo mejor de todo, de paradojas y enunciados autorreferentes. Todos estos temas me atraían de un modo alucinante». Lo que a continuación le dejó más alucinado todavía era que su padre, profesor de física en Stanford, le dijera que conocía muy bien a uno de los autores, Ernest Nagel. Quiso la casualidad que, al final, padre e hijo acabaran encontrándose con el propio Nagel, con lo que el interés y a admiración de un Hofstadter adolescente por el Círculo de Viena se acrecentó. «A través, primero, de las historias de Ernest y después mediante mis lecturas, supe del Círculo de Viena y del amplio movimiento filosófico que originó, el positivismo lógico. Este grupo de apenas una docena de personas [con nombres como Moritz Schlick, Otto Neurath, Hans Hahn, Kurt Gödel o Rudolf Carnap], fascinado por cuestiones de filosofía, lingüística, física, matemáticas, lógica, reforma social, educación, arquitectura y comunicación, se propuso el idealista objetivo de unificar todo el conocimiento humano. Se consagraron a este plan grandioso cuando Austria atravesaba un periodo de tremenda agitación política y económica… justo entre las dos guerras mundiales. ¡Un momento difícil para ponerse a abrigar pensamientos idealistas!».

El prologuista salta entonces hasta 2016. Nos sitúa en Estocolmo, en un simposio sobre filosofía y ciencia donde participa el matemático vienés Karl Sigmund. Siguen las casualidades porque Sigmund, que había escrito una biografía de Gödel, tiene listo un libro sobre el Circulo de Viena. Los dos hombres confraternizan, colaboran… A resultas de dicho encuentro Hofstadter acaba participando en la edición en inglés del libro de Sigmund… y prologándolo.

En su texto, cuenta Hofstadter lo instructivo y emocionante que le resultó o ampliar el conocimiento que poseía de los muchos personajes pintorescos del libro de Sigmund. También reconoce todo lo que ha llovido desde aquella pasión adolescente por la visión de la lógica matemática como quintaesencia del pensamiento humano. Hoy, esa idea le parece muy poco convincente, pero, de aquella época, quizá de aquel extraordinario grupo, guarda la pasión por el pensar.

Con el tiempo también se ha vuelto crítico. «La visión filosófica del Círculo de Viena, aunque idealista, pecaba también de ingenua. La concepción de la lógica pura como médula del raciocinio humano es, sin duda, tentadora; pero pasa por alto casi toda la sutileza y la profundidad de dicha facultad. Así, por ejemplo, la tesis de que el acto inductivo —el de pasar de observaciones concretas a generalizaciones— no desempeña función alguna en la ciencia es una de las más estúpidas que haya oído nunca. A mi juicio, inducir es percibir patrones y la ciencia no es otra cosa que la percepción de patrones par excellence. La ciencia no es más que un gran acertijo inductivo en el que las suposiciones se someten constantemente a la prueba rigurosa de experimentos cuidadosamente diseñados. En contra de lo que hacía pensar el Círculo de Viena, la ciencia tiene muchísimo que ver con la inducción y muy poco con el razonamiento silogístico o con cualquier otra clase de razonamiento matemático estricto».


Artículo

«Cierto día de principios del otoño de 1959, por la tarde, mientras ojeaba al azar los estantes de la librería Kepler’s de Menlo Park (California) topé con un volumen en rústica titulado El teorema de Gödel escrito por Ernest Nagel y James R. Newman. Yo tenía catorce años y no había oído nunca hablar de Gödel, pero me gustaron aquellos puntitos exóticos que flotaban sobre su nombre y, como además, hacía poco que el instituto me había sido sentido fascinado por la idea del teorema matemático y su demostración, me picó la curiosidad. Me puse a hojear el libro y me enganché de inmediato. Sus páginas hablaban de muchas cosas: de lógica, de la naturaleza de las matemáticas, del lenguaje y de símbolos, de verdad y falsedad, de demostraciones sobre probabilidad y, quizá lo mejor de todo, de paradojas y enunciados autorreferentes. Todos estos temas me atraían de un modo alucinante. ¡Tenía que comprarme aquel libro!

Mi padre, que enseñaba física en Stanford, estaba conmigo aquella tarde. Mientras pagábamos lo que íbamos a llevarnos, vio la cubierta de mi libro y me dijo, con expresión de deleite, que conocía muy bien a Ernest Nagel. Aquello me dejó boquiabierto. De hecho, había asistido a las clases de filosofía de Nagel en la ciudad de Nueva York a principios de los años 30 y eran amigos desde entonces, aunque llevaban muchos años sin verse. Aquella amistad tan inesperada para mí, vino a confirmar que había elegido bien el libro.

Ninguno de los dos sabía que Ernest Nagel, que había estado mucho tiempo dando clases de filosofía en la Universidad de Columbia, llevaba un par de semanas en Stanford, donde había planeado pasar un año sabático “en el lejano oeste” con su familia. Poco después, mi padre se encontró por casualidad con su viejo amigo para deleite de ambos.  Una cosa llevó a la otra y, poco después, me vi acompañándolo a la casa que había alquilado a la familia en el campus». (Págs. 7 y 8).

[…]

«A través, primero, de las historias de Ernest y después mediante mis lecturas, supe del Círculo de Viena y del amplio movimiento filosófico que originó, el positivismo lógico. Este grupo de apenas una docena de personas, fascinado por cuestiones de filosofía, lingüística, física, matemáticas, lógica, reforma social, educación, arquitectura y comunicación, se propuso el idealista objetivo de unificar todo el conocimiento humano. Se consagraron a este plan grandioso cuando Austria atravesaba un periodo de tremenda agitación política y económica… justo entre las dos guerras mundiales. ¡Un momento difícil para ponerse a abrigar pensamientos idealistas!». (Pág. 8).

[…]

«Avancemos ahora a cámara rápida sesenta años casi. Estamos en junio de 2016 y me encuentro en Estocolmo (Suecia), participando en un breve simposio de dos días sobre filosofía y ciencia organizado por Christer Sturmark, escritor y editor. Allí coincido con mucha gente interesante entre la que se incluye […] Karl Sigmund (matemático vienés que había escrito una biografía de Gödel). Poco después de almorzar, mientras paseamos por un parque encantador llamado Skansen, el profesor Sigmund, con el que da gusto hablar, me dice que acaba de completar un libro sobre el Círculo de Viena. Aguzó el oído de inmediato, ya que me habla de un grupo de pensadores que conozco desde siempre, al menos de forma indirecta, e incluso hay un par de ellos que han ejercido sobre mí una influencia monumental. Le pregunto qué lo ha llevado a escribir sobre el tema y me responde que él se crio a la sombra del Círculo de Viena, por así decirlo, y que su presencia también lo ha brujeado cada vez que ha visitado su ciudad natal. En muchos sentidos, los motivos que lo habían empujado a interesarse por el Círculo de Viena eran los míos, pero elevados a la enésima potencia. Claro que tenía que escribir un libro así. ¡Prácticamente estaba destinado a hacerlo! Mientras hablábamos, percibió mi sincero entusiasmo y me aseguró que me enviaría encantado un ejemplar cuando llegase a Viena. ¡Yo estaba loco de entusiasmo!» (Pág. 10).

[…]

«Cuando apenas llevaba un capítulo o dos, se me ocurrió de pronto que, durante mi estancia en Viena, podría traducir aquel libro al inglés […]. Me explicó que, de hecho, lo había vertido ya él mismo al inglés y que en ese momento había dos hablantes nativos haciéndole la corrección de estilo». (Pág. 12).

«Volví a escribirle para decirle que, si aún estaba interesado en que participara en la versión inglesa de su libro, leería con mucho gusto las pruebas por si podía hacer alguna sugerencia capaz de hacer la prosa tan fluida y expresiva como fuera posible […]. A Karl le encantó mi ofrecimiento». (Pág. 13).

[…]

«Me ha resultado tan instructivo como emocionante ampliar el conocimiento que poseía de los muchos personajes pintorescos del libro de Karl. De ellos, algunos eran miembros oficiales del Círculo; otros estaban “asociados” con él y otros eran personajes marginales de un tipo u otro. Así, por ejemplo, le tomé un gran cariño a alguien que poco después me exasperó y con quien a continuación volvió a simpatizar: Otto Neurath, amante de los elefantes, la estadística y las mujeres. Sentí una profunda lástima por el pobre Friedrich Waismann, explotado durante tanto tiempo por el caprichoso e insensible Ludwig Wittgenstein. Sentí admiración por la leal Adele Nimbursky, quien apoyó de manera incondicional a su marido Kurt Gödel, tan brillante como atormentado. Me impactó un amigo de Albert Einstein, el maníaco Friedrich Adler, que resultó ser tan retorcido como Johann Nelböck, asesino del fundador del Círculo, Moritz Schlick. Sentí compasión por la sufrida Rose Rand. Y un largo etcétera.

Entre las figuras que pueblan el libro hubo dos que me parecieron inquietantes en particular. Una de ellas es la del filósofo Paul Feyerabend, que llegó a ser teniente del ejército de Hitler y que, a continuación, tras la guerra, dejó atrás su pasado nazi, se doctoró en filosofía y no tardó en adquirir fama mundial por soltar sandeces sobre cómo se supone que hay que hacer ciencia. Me resultó tan insufrible que cometí el descaro de introducir en el texto de Karl unas cuantas expresiones de cinismo que reflejaba mi propia opinión sobre el personaje. Karl, no obstante, vetó a aquellos términos severos que había usado y me escribió una nota, tan inteligente como amable, que decía: “Cambiar ligeramente para hacerlo menos acusatorio. Te ruego que me entiendas: hoy hay demasiados austriacos y alemanes señalando con el dedo. Es muy fácil, pero ¿qué habrían hecho ellos? La mayoría no se habrían sumado al Widerstand (la Resistencia). La estadística lo descarta. Los héroes son la excepción. ¿Y qué habría hecho yo mismo?”. Sus reflexiones merecieron todo mi respeto y me retracté.

La otra persona a la que no soportaba era al hipócrita del filósofo Martin Heidegger, que, cuando Hitler llegó al poder, ascendió al puesto de rector de la Universidad de Friburgo y, en tal condición, incitó a las masas con discursos populacheros vestido con la camisa de las tropas de asalto y gritando Heil Hitler! Lo que más me desconcertaba era que mi adorado tío Albert Hofstadter, que durante muchos años se contó entre los estimados colegas de Ernest Nagel en el Departamento de Filosofía de la Universidad de Columbia, admirase como admiraba las ideas de Heidegger y hasta tradujera al inglés dos de sus obras. Yo, en cambio, lo tenía por un ser podrido hasta la médula y, encima, sus escritos me parecían incomprensibles de cabo a rabo. ¿Qué había podido ver de bueno en él mi querido tío Albert? Nunca lo sabré, supongo. Heidegger, por supuesto, no perteneció nunca al Círculo de Viena. De hecho, su filosofía se hallaba tan diametralmente opuesta a la de sus integrantes que representa, en cierto sentido, la leal oposición. No faltó en el Círculo quien tratará con explícito desdén sus ininteligibles textos.

Tengo que decir que ha llovido mucho desde mi pasión adolescente por la visión de la lógica matemática como quintaesencia del pensamiento humano. Hoy, semejante idea me parece muy poco convincente. Así y todo, sigo recordando de forma muy marcada el modo como me consumió durante años dicha convicción, que me llevó a meditar con tanta intensidad como me fue posible sobre lo que era el pensamiento. En este sentido, mi adicción a la adolescente a la obra de ciertos componentes del Círculo de Viena no tuvo, en absoluto, un efecto negativo en mi persona. De hecho, supuso el arranque de mi fascinación con la naturaleza, asombrosamente sutil, del pensamiento humano, fascinación que me ha acompañado desde entonces.

Y ahora, después de leer con tanta atención el libro de Karl Sigmund en dos idiomas diferentes, me he dado cuenta de que la visión filosófica del Círculo de Viena, aunque idealista, pecaba también de ingenua. La concepción de la lógica pura como médula del raciocinio humano es, sin duda, tentadora; pero pasa por alto casi toda la sutileza y la profundidad de dicha facultad. Así, por ejemplo, la tesis de que el acto inductivo — el de pasar de observaciones concretas a generalizaciones— no desempeña función alguna en la ciencia es una de las más estúpidas que haya oído nunca. A mi juicio, inducir es percibir patrones y la ciencia no es otra cosa que la percepción de patrones par excellence. La ciencia no es más que un gran acertijo inductivo en el que las suposiciones se someten constantemente a la prueba rigurosa de experimentos cuidadosamente diseñados. En contra de lo que hacía pensar el Círculo de Viena, la ciencia tiene muchísimo que ver con la inducción y muy poco con el razonamiento silogístico o con cualquier otra clase de razonamiento matemático estricto.

El Círculo de Viena, que tenía una concepción profundamente idealista del mundo del pensamiento y de la política, acabó por convertirse en víctima de la tragedia de su tiempo. El fascismo y el nazismo hicieron trizas las grandes culturas de Austria, Alemania e Italia durante décadas y buena parte de este libro gire en torno a aquella horrible destrucción. El Círculo constituyó una fuerza opositora de relieve ante dichas fuerzas del mal. Fue un sueño noble y algunos de sus coloridos vidrios rotos permanecen hoy entre nosotros y enriquecen notablemente el complejo mosaico de pensamiento y personalidades de la herencia intelectual colectiva que hemos recibido de generaciones anteriores.

Aunque desapareció hace ya mucho y hoy no se habla tanto de él, no cabe duda de que el Wiener Kreis congregó algunos de los seres humanos más impresionantes que hayan pisado la faz de la tierra, y el libro de Karl Sigmund relata la historia de aquel y las de estos de un modo tan fascinante como elocuente. Constituye un documento histórico maravilloso que tal vez inspira a algunos de sus lectores a concebir grandes sueños del estilo de los que se engendraron en la Viena de aquel tiempo ya remoto». (Págs. 14- 17).


Extractos del prólogo de Douglas Hofstadter al libro de Karl Sigmund El sueño del Círculo de Viena reproducidos aquí con permiso de la editorial © Shackleton books. La imagen que ilustra el texto es el motivo de cubierta dicho libro.

Científico, filósofo y académico​ estadounidense. Su investigación abarca y conecta campos tan amplios y complejos como la conciencia, la metacognición, la IA o los fenómenos de la creación artística y la traducción literaria.