Poca importancia tiene saber cómo me he enterado de lo que a continuación se expone, y es también de poca monta conocer por quién lo he sabido… Lo principal es que él fue ahorcado, y he aquí su historia:
—¿Cómo es —le pregunté— que fuese usted… ? —no me atreví a pronunciar la palabra ahorcado, por miedo a herir su sensibilidad y delicadeza; pero suplí el vocablo con un ademán expresivo.
—¿Cómo es que fui ahorcado? —me respondió con ronco acento—. ¿Usted quiere saberlo todo, no es eso?
Estaba sentado enfrente de mí, al otro extremo de la mesa de nogal, en mangas de camisa y con los pies descalzos en el suelo. Un círculo de color de humo le rodeaba los ojos, más bien esféricos que ovalados, cuyas paradas pupilas, que relucían con brillo vidrioso en el centro de sus órbitas, más que pupilas humanas parecían de fiera. También su frente semejaba la de un espectro: era azul, violada, amarilla, como una contusión que llevara cinco días de fecha. De la barba y de los lóbulos de las orejas manaba un sudor viscoso. Cuando la brisa del mar, que por momentos penetraba a través de las persianas entreabiertas de mi ventana (pues reinaba sofocante calor aquella noche), movía las largas sortijas de su ruda cabellera, hubierais podido creer ver retorcerse ante vosotros las serpientes de las Euménides. Los dedos de sus flacas manos encorvábanse ligeramente hacia dentro por efecto de alguna rigidez muscular independiente de su voluntad, y finalmente, noté que todos los miembros le temblaban con un estremecimiento espasmódico, con el carácter de la agitación que precede o sigue a un ataque de tétanos.
Le había dado yo un cigarro. Después de mojar la punta entre los labios, y volviendo las miradas hacia el lado en donde yo estaba, aunque encaminándolas a la pared más bien que a las mías, prosiguió:
—Es inútil. Puede usted torturarme, desollarme vivo, raerme la piel con limas roñosas…, bañarme luego en vinagre y frotarme los párpados con pólvora de cañón…, mas no podré decirle dónde está el niño. No lo sé… ¡Nunca lo he sabido! ¿Cómo convencer a usted de que ni lo sé ni lo he sabido nunca?
—Querido amigo —díjele entonces—, parece que no observa usted que, lejos de rogarle me comunique en dónde se halla el niño a quien hace usted alusión, no tengo ni siquiera la menor curiosidad de saber cosa alguna que concierna a ese niño o a otro cualquiera. Permítame hacerle notar que no veo la menor conexión entre un niño y el hecho de haber sido usted colgado.
—¿Ninguna conexión? —repitió con vehemencia—. Pues si precisamente… esa es la causa. Si no fuera por ese niño, nunca me habrían ahorcado.
Balbució algunas palabras más acerca del niño, y yo le puse al alcance de la mano la botella de Burdeos (expuesto, como estoy, a que me despierten y llamen de fuera a cualquier hora de la noche, hallo en ese vino una bebida más ligera que ninguna otra). El llenó un vaso que, más bien que beberlo, lo vació en su garganta; y note que tenía los labios tan secos, que el líquido introducido dejó en ellos glóbulos como las gotas de agua que se forman en un tafetán aceitado. Al fin comenzó su relato:
—Tuve la desgracia de nacer hace unos treinta años. Era yo heredero de un doble infortunio; pues mi madre acababa de quedar viuda cuando nací y murió al darme a luz. ¿Cuál era mi verdadero apellido antes del nombre supuesto que ha sido la maldición fatal de mi vida? No se lo diré a usted; pero no era uno de esos nombres sonoros realzados por un título aristocrático, pues mi padre era un modesto comerciante y mi madre había sido sirvienta asalariada, antes de ser su esposa. Dos parientes vinieron en auxilio del huérfano. Eran mis tíos; uno, hermano de mi padre; el otro, hermano de mi madre. El primero era marino retirado, rico y soltero; el otro, un especiero que continuaba su comercio, era viudo y tenía una hija única, y sus negocios no iban muy bien. Uno y otro odiábanse cordialmente, con esa especie de aversión fría y vigilante que el gato feroz siente por el perro, al que no se atreve a ser el primero en atacar.
Catorce años estuvieron ambos tíos jugando al volante con su pobre sobrino, enviándoselo sin cesar y maltratándole con la misma crueldad. ¡Miserable juego! Ora era mi tío Collerer quien descubría que estaba yo condenado a morir de hambre por el tío Morbus, y me cogía bajo su protección, ora el tío Morbus quien se indignaba contra el tío Collerer cuando éste me había pegado, y quien insistía en que regresase y bajo su techo. Uno y otro me pegaban; uno y otro matábanme de hambre. Con la astucia instintiva que el tratamiento brutal inspira al niño más estúpido, yo hacía cuanto podía para no cansar a mis dos tíos. Y sólo podía conseguirlo alimentando el odio que se habían consagrado mutuamente. No me hacía propicio al tío Collerer, sino maldiciendo del tío Morbus; no me reconciliaba con el tío Mobus, sino hablando peor aún del tío Collerer; pero no creo que fuese yo culpable de una gran injusticia para con ellos, pues eran dos viejos malos; y me hubieran dejado perecer realmente en medio del arroyo, si no pensase cada uno de ellos que, aparentando protegerme, haría, naturalmente, rabiar a su enemigo.
Cuando llegué a los quince años, consideré que debía elegir de una vez para siempre entre mis dos tíos, no fuera que, a fuerza de ir de éste a aquél, acabase por quedarme en el suelo, solo. Era cosa muy natural que prefiriera el tío rico, el marino retirado, al señor Collerer; y aunque éste sospechase con razón que sólo me unía a él por causa de su dinero, pareció, a falta de cariño, contentarse del todo con la antipatía cordial que tenía yo a mi tío Morbus. Y hasta evité ver a este último. Permanecí tres años sin poner los pies en su casa, y si le encontraba en la calle, me iba a la otra acera, dejándole amenazarme con el puño y llamarme perro ingrato.
Aunque el tío Collerer había renunciado al mar, no renunció a ganar dinero en tierra. Prestaba con usura y en hipotecas. Pronto fui su brazo derecho, ayudándole a estrujar a los necesitados, a descontar pagarés de modestos negociantes y a facilitar a hijos de familia pródigos los medios de devorar anticipadamente la herencia paterna. Mi tío reconoció que no me faltaba inteligencia; hasta se le escapó declarar que merecía ser su sucesor a su muerte. Pero no por eso era más generoso en vida, y yo padecía personalmente su parsimonia; mas la esperanza en lo por venir dábame paciencia para soportar lo presente. Esperaba. Debo añadir que, por otra parte, justificábame a mis propios ojos otra esperanza a más de la de heredar solo a mi tío.
He dicho que el tío-especiero tenía una hija. Yo no confundía a María Morbus con su padre. Durante nuestra infancia, ni siquiera sospeché mi cariño a mi prima, pues ese cariño no siempre reprimía mis malos instintos, cuando, abusando de mi fuerza contra una niñita delicada, la atormentaba y le quitaba sus juguetes; pero al crecer, noté que era bella, muy bella; la amé, se lo dije e hice que me amase. Entonces estaba yo instalado en casa del tío Collerer. Yo citaba a María en el parque lindante con la casa de su padre, y María venía a escondidas. Apenas tenía yo por qué agradar a una joven, con mi rostro lívido, los cabellos enmarañados y mi hablar sin elegancia; pero había en María Morbus una secreta necesidad de amar; su corazón creyó fácilmente en la sinceridad del mío. Ese amor compartido puso una a modo de aureola en toda mi existencia; yo vivía de ese amor y para ese amor: tenía fe en todas las esperanzas que en mí despertaba; y a pesar de nuestra absoluta dependencia, María, de su padre, y yo de mí tío Collerer; no obstante el odio feroz que alimentaban esos dos hombres; sin embargo del obstáculo infranqueable que ese odio parecía alzar entre María y yo, nos amábamos, seguíamos esperando, teníamos confianza en la fortuna…, la aguardábamos juntos.
Una noche, a la hora de cenar —cena que generalmente consistía en un trozo de queso y en cortezas de pan rociadas con una pinta de cerveza—, noté que el tío Collerer parecía a la vez más sombrío y malicioso que de ordinario. Hablaba poco y mordía el pan como si satisficiera su odio en él. Terminada la cena fuese a un viejo escritorio carcomido, en donde guardaba los papeles y valores comerciales. Sacó de allí un fajo de papeles, desató la cinta y empezó a leer; yo apenas me preocupaba de ello, porque su lectura favorita de cada noche consistía en la revisión de letras y créditos hipotecarios. Las vísperas del vencimiento, pasaba horas enteras comprobando los aceptos y endosos, continuando la comprobación en sus sueños nocturnos. Aquel día, suponía yo que no hacía otra cosa; pero así que hubo clasificado esos documentos, que tomaba yo por papel sellado, me echó el paquete; luego, salió sin pronunciar una palabra, y en el ruido de sus pasos en la escalera, conocí que se encaminaba a mi cuarto, situado en el piso más alto de la casa.
Abrí el paquete, con mano temblorosa y cierto presentimiento en el corazón. En él hallé cuantas cartas había escrito yo a María Morbus. Todo pareció dar vueltas en torno mío, y los caracteres de dichas cartas mezcláronse ante mis ojos con una danza infernal. En vano intenté leer una línea, encontrar de nuevo la frase que desde hacía tantos años estaba estereotipada en mi corazón… Mi propia letra era gringo para mí…
Volvió mi tío; traía consigo una maletita negra en donde guardaba yo todo cuanto me era dado creer que era mío.
—Tengo una llave que la abre —me dijo Collerer—, y he leído todas las amables cartas que te ha dirigido esa muchacha loca. Pero aún me han edificado más las tuyas, que recibí anoche de manos de tu tío Morbus… ¡que el diablo lo lleve! ¿Conque yo soy un viejo avaro, eh? ¿Conque vives de esperanzas, eh? La esperanza es buena nodriza y amable aduladora, amigo mío… No tengo que decirte más que dos palabras —prosiguió mi tío, tras unos minutos de silencio, durante los cuales gozó tranquilamente de mi consternación—. En esta maleta están todos tus guiñapos. O renuncias a María Morbus, renuncias a ella para siempre y le escribes una carta que voy a dictarte, o te marchas inmediatamente, y que no vuelva yo a verte por aquí. Decídete ahora mismo, te lo ruego.
Al decir estas palabras, llenó la pipa, y después de encenderla, sentóse fumando, en tanto que yo me pasmaba en su presencia. El amor, el miedo, el interés, la avaricia —¡maldita avaricia!— se disputaban mi alma y la arrastraban alternativamente. Al fin, una inspiración cobarde aconsejóme disimular, ganar tiempo. «Puedo, pensaba yo, fingir renunciar a María y asegurarle secretamente mi cortesía. ¿No podré seguir esperando, con este doble juego, la herencia de mi tío?». Para mi vergüenza, esta resolución satisfizo a la vez mi cobardía y mi amor; me declaré pronto a aceptar las condiciones de mi tío.
—Escribe, pues —dijo, echándome un pliego de papel y una pluma—, escribe.
Cogí la pluma y escribí maquinalmente lo que me dictó, sin que pueda recordar hoy los términos…, algunas frases abyectas, supongo, que expresaban mi decisión de olvidar mi amor por María.
—Está muy bien, sobrino —dijo mi tío, así que hube acabado—; no necesitamos doblar la carta, ni sellarla ni enviarla por correo; porque…, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!, podemos entregarla en mano.
El cuarto en que sucedía esto no estaba separado de otro más que por una puerta de dos hojas. Mi tío Collerer empujó esa puerta, la abrió y, al mismo tiempo, con un saludo burlón, introdujo a mi tío Morbus, acompañado de mi prima.
—He aquí una carta para usted —dijo el viejo avaro—; una carta de su fiel amante; pero, apenas le hará falta leerla: habrá podido usted oírlo todo, ¿verdad?, y admirar la docilidad de este sobrino querido… Creo haber hablado bastante alto, aunque soy asmático y aunque todo esto no haya de durar mucho tiempo… ¿Eh, sobrino?
La última frase era una cita de mis cartas.
Al coger de manos de Collerer la carta, María temblaba; pero, cuando, turbado ya por el remordimiento, le supliqué que me mirase; cuando, con el acento más apasionado, le rogué que creyera que yo seguía siéndole fiel, ella me aniquiló con una mirada llena de desdeñosa incredulidad; luego, arrugando el papel entre los dedos, lo tiró con desprecio.
Llegó el turno al tío Morbus, quien, con voz de falsete, me dijo:.
—¿Tú casarte con mi hija…? ¿Tú…? Al morir tu padre, debía más de lo que tenía. Hasta a mí me debía, y aún me debe. ¿Por qué no habrá una ley que obligue a los hijos a pagar las deudas de los padres…? ¡Casarte tú con mi hija…! ¿Crees que aceptaría yo por yerno al hijo de tu padre…, al sobrino de tu tío?
Este último rasgo me revelaba que mis dos tíos, acordes un momento, no tardarían en volver a las hostilidades. Un rayo de esperanza brotó ante mis ojos.
—¡Salgan de mi casa usted y su hija! —exclamó el tío Collerer—. Usted me ha secundado, y yo se lo he devuelto; estamos en paz. Salga.
Oí a ambos enemigos disputar todavía en el pasillo; oí los sollozos de María. Después, cerróse violentamente la puerta de la calle y volvió a mí el tío Collerer.
—Supongo que estará usted satisfecho ahora, tío —le dije.
—¡Satisfecho! —exclamó agarrando la gran tinaja de barro en donde tenía el tabaco, cual si quisiera tirármela a la cabeza—.¡Satisfecho…! ¡Yo sí que te satisfaré a ti, granuja! ¡Vete! Y que no vuelva yo a ver tu perra cara.
—Supongo que no pensará usted despedirme, tío… —le dije tartamudeando.
—¡Levanta el campo con todos tus trastos! —repitió el tío—. Si te quedas un minuto más, voy a buscar a la policía. ¡Vete! — Y me indicó la puerta.
—Pero ¿dónde he de ir? —le pregunté.
—Vete a mendigar —dijo mi tío—, o vete a humillarte a los pies de tu querido tío Morbus… ¡Vete al demonio!
Hablando así, abrió la puerta, empujó con el pie mi maleta hasta el vestíbulo, me echó a empellones a la calle, y tras de mí la maleta, y cuando quise volverme, me dio con la puerta en las narices.
Me encontré solo en la calle, a las doce de la noche.
Fui a dormir a un café. Llevaba algunos chelines en el bolsillo y, a la mañana siguiente, fui a albergarme al fondo de una callejuela entre Gray’s Inn y Leather-Lane, en el barrio de Holborn, en donde alquilé un cuartito en la cumbre de la casa, mediante algunos chelines semanales. En la calleja hormigueaban chiquillos sucios y andrajosos; mi cuarto era más bien un granero, y si abría la ventana, no podía ver más que una estrecha faja de cielo con gran confusión de chimeneas ahumadas, cañerías, goteras y tejados negros de hollín, con el gran campanario de ladrillo de una iglesia que lo dominaba todo… Nunca supe dónde estaba la nave de esa iglesia.
Escribí carta sobre carta a mis tíos y a María, sin recibir nunca contestación. Erraba todo el día por las calles, haciendo todas mis comidas con panes de un penique y fiambres. Iba a buscar la cama antes de terminar el día, y allí invocaba las tinieblas; luego, llegadas éstas, llamaba yo gimiendo la vuelta de la luz. No conocía a nadie a quien dirigirme para obtener colocación. La casa en donde vivía estaba llena de refugiados extranjeros y saltimbanquis cuya jerga no podía yo entender. Poco a poco se agotó mi pequeño peculio y, a los diez días, mi espíritu estaba ya maduro para el suicidio. Esa madurez no se adquiere sino gradualmente. Hay que sentirse aislado en una ciudad populosa, buscando en vano un amigo; hay que palpar la bolsa casi vacía, después de haber vendido al trapero un chaleco y un frac… y pronto tendréis esa disposición de ánimo que los jueces de instrucción y los jurados llaman insanidad temporal. Tomé, pues, la resolución de morir. Empleé mi última moneda en comprar láudano en diferentes farmacias, pidiendo por valor de un penique a cada boticario, so pretexto de calmarme el dolor de muelas. Así que hube reunido el conjunto en una botella que había en mi lavabo, cerré la puerta, me senté en la maleta, e intenté rezar… No pude hacerlo.
Eran poco más o menos las nueve de la noche, en el mes de julio, y en mi cuarto reinaba esa semioscuridad que vulgarmente se llama entre dos luces.
De pronto, por el lado de mi ventana, abierta de par en par, estalla un ruido confuso, con un barullo de voces en lengua completamente ininteligible para mí. A ese tumulto, sucede un pistoletazo; lo oigo hoy tan claramente como lo oí hace veinte años; y tras ese primer disparo, otro.
Miré hacia la ventana y vi dos manos ensangrentadas que se asían al alféizar; al mismo tiempo, una voz imploraba socorro por amor de Dios. Sin saber apenas lo que hacía, atraje a mí, en mi cuarto, el cuerpo de un hombre cuyo rostro no era ya sino una máscara roja. Cuando le hube ayudado a entrar, mantúvose en pie, clavando en mí unos ojos que semejaban la mancha ardiente que uno cree ver después de haber fijado un rato la vista en el sol. Después, empezó a vacilar y rodó por el cuarto, agarrándose a las cortinas de la ventana, a la mesa, a la pared, dejando por todas partes huellas de sangre; y yo le seguí con angustia hasta que cayó de cara en la cama.
Encendí una vela como pude. Aquel hombre estaba muerto; tenía tan estropeado el rostro, que no era posible distinguir un solo rasgo de su fisonomía. Debían de haberle dado el tiro en medio de la cara. A su vez, traía en la mano izquierda una pistola recién descargada.
Permanecí unos veinte minutos al lado del cadáver, esperando las consecuencias de la alarma que naturalmente había de provocar semejante suceso, y reflexionando lo que yo haría; pero todo quedó silencioso como una tumba. En la casa, nadie parecía haber oído el disparo; nadie parecía haber prestado atención afuera. Miré por la ventana; no vi el menor movimiento, y la noche envolvía en su más densa oscuridad la masa de los tejados y chimeneas. Sólo la luz de mi vela reflejábase en un charco de sangre en el cinc de los tejados.
Empecé a pensar que podrían acusarme de haber asesinado a aquel desconocido. Yo, que momentos antes me preparaba para una muerte violenta; yo, que quería dármela a mí mismo, eché a temblar como un azogado al pensar en el patíbulo. Procuré luego convencerme de que todo aquello no era más que un sueño horrible. Mas no; allí, en mí lecho, había un hombre asesinado, y en derredor de mi cuarto estaban las huellas de sus manos ensangrentadas.
Examiné más minuciosamente el cuerpo: el muerto era casi exactamente de mi estatura y corpulencia. No podía yo calcular su edad, pero tenía cabellos largos y negros como los míos. En uno de sus bolsillos encontré una cartera que contenía varias hojas de papel llenas de caracteres que me parecieron pertenecer a otro alfabeto distinto del nuestro; y junto a ellas, un fajo de billetes del Banco de Inglaterra. Un reloj de oro le guarnecía el bolsillo del pantalón, y un cinturón de seda contenía 200 soberanos de oro y algunos luises de oro franceses.
Ignoro cuál fuese el demonio que permanecía a mi lado durante esa inspección; mas pronto determiné el plan que me sedujo. Decidí sustituir el muerto por el vivo y el vivo por el muerto. En menos tiempo del que empleo en contarlo, despojé de la cartera, del oro y del reloj al cadáver. Quitéle también el vestido, y, deslizando debajo de la cama la vela encendida, bajé rápidamente la escalera; no hallé a nadie en la puerta ni en la calleja; nadie me persiguió, y gané la gran calle de Holborn, pasando inadvertido. Después de caminar durante una hora, volví sobre mis pasos, con la curiosidad de saber lo que sucedía por mi barrio. La voz de fuego, habíalo al fin despertado: los bomberos acudían con la máquina, que rodaba estrepitosamente por el adoquinado.
—¿En dónde se ha declarado el incendio? —pregunté con indiferencia.
—En una casa del callejón de Gray’s-Inn —me contestaron.
Al día siguiente, me guardé mucho de aparecer por los alrededores de Holborn; pasé todo el día errando de taberna en taberna por el arrabal de Surrey. Allí fue donde, a los dos días, leía en un periódico el siguiente párrafo:
HORRIBLE SUICIDIO E INCENDIO
ENGRAY’S-INN-LANE
«Durante la noche del miércoles al jueves, los habitantes de Gray’s-Inn-Lane se alarmaron por los torbellinos de humo que salían de las ventanas del número 5 de la calle de Hustle, casa que alquilaba habitaciones amuebladas. El dueño de ella, señor Pióse, que forzó la puerta de una buhardilla del tercer piso, vio que ahí se había suicidado el inquilino M…, levantándose la tapa de los sesos con una pistola. El desdichado tenía aún empuñada el arma fatal. Sea por ignición de la borra, sea por cualquier otra causa, el fuego se comunicó a las sábanas, a las mantas y, finalmente, a los colchones: todo ello ha quedado consumido, así como también parte de los muebles del cuarto. Los bomberos de la brigada de la Compañía del Sur no tardaron en llegar al teatro del incendio y consiguieron reducir sus estragos. El cuerpo y el rostro de la víctima estaban horriblemente desfigurados, en parte por el pistoletazo y en parte por las llamas; pero lo que ha quedado intacto de sus documentos y enseres, basta para que se haya establecido su identidad. No se conoce la causa del suicidio. M… no tenía brillante posición; pero sí parientes que no le hubieran dejado en la necesidad, y si su existencia se hubiese prolongado unas horas, hubiera sabido la misma mañana, al despertar, que heredaba una fortuna de 30.000 libras, de su tío Gripple Collerer, Esq. de Raglan Street, fallecido dos días antes, y que le había nombrado heredero universal. El vigilante de la parroquia, señor Pylms, con la inteligencia y actividad de siempre, recogió inmediatamente estas circunstancias, y el coroner, que acudió al lugar del suceso, ha certificado la defunción.
Yo lo había perdido todo, mi nombre, mi existencia propia, treinta mil libras esterlinas; ¡y todo eso por cuatrocientas libras en oro o en billetes de banco!
—Adivino lo demás —dije yo mientras se interrumpía para tomar aliento el que había sido ahorcado—. Se presentó usted mismo, para recobrar su libertad, y en vez de conseguirlo, fue condenado como asesino e incendiario.
Esperaba yo su respuesta. El había encendido otro cigarro, y fumaba. Al verle tan tranquilo, creí prudente no excitarle con nuevas preguntas, y esperé con paciencia que volviera a tomar la palabra. No tardó en proseguir su relato en estos términos:
— Se equivoca usted; lo que yo me volví aquella noche aciaga, continúo siéndolo, si es que soy algo. Me resigné, por miedo a cosa peor. El mismo día en que el periódico me anunciaba que mi suicidio estaba consumado del todo, salí de Londres, resuelto a huir del suelo de Inglaterra. Fui a Hull, en donde habiendo encontrado un barco que se hacía a la vela para Hamburgo, me embarqué rumbo a esa ciudad.
En ella viví seis meses en una fonda, frugal y solitariamente, procurando aprender alemán; porque había acabado por saber que estaban en esa lengua los papeles manuscritos de la cartera. No era yo estudiante capaz de rápidos progresos; pero, al cabo de seis meses, los había hecho suficientes para saber que el muerto por quien yo me había sustituido se llamaba Müller y había viajado por Rusia, Francia y América. Empecé por intentar traducir los trozos de un diario que él redactó en el último país; pero no contenía casi más que sus impresiones de viaje. Ya hacía, acá y acullá, algunas alusiones a su secreto, a la misión de que estaba encargado; pero para mí era imposible descubrir lo que eran esa misión y ese secreto. Mencionábanse también una pastora, un antílope y un tigre azul, probablemente designaciones de personas con quienes estaría en contacto. La mayoría de los documentos estaba cifrada, y faltábame la clave.
Adopté el nombre de Müller, por ser el del hombre que en adelante representaba yo en el mundo de los vivos; pero en Hamburgo había centenares de Müllers; ¿quién podría fijarse en un Müller más?
Solía yo ir todas las noches a fumar la pipa a una gran cervecería situada fuera de la ciudad. En la misma mesa sentábase de buen grado conmigo un hombrecillo grueso de levita gris, que fumaba y bebía continuamente. Yo miraba a todo el mundo con sospechosa desconfianza; sin embargo, no se encuentran dos a solas impunemente durante una quincena en el mismo sitio: poco a poco, entablóse entre el hombrecillo gordo y yo una especie de amistad de café.
Un día, tras algunas libaciones un tanto copiosas, me preguntó si había yo probado alguna vez la célebre cerveza bávara o baërischer, añadiendo que era superior a todas las cervezas alemanas. Acabó por convidarme a una botella. Yo estaba de bastante buen humor, y acepté. Sirviéronnos, pues, una botella de cerveza bávara, luego otra, después una tercera, hasta que, a puro vaciar el vaso y fumar la pipa, sentí algo de vértigo y me quejé de ello.
—Le da a usted vueltas la cabeza —me dijo mi compañero—; ya sé lo que es. Detrás de la cerveza baërischer, yo tomo siempre un cuartillo de aguardiente. Iremos a beberlo a la Grüne-Gans, aquí cerca: es una buena casa, dirigida por Max Rombach, hijo de una viuda.
Yo me hallaba en ese estado en que el hombre que ha bebido ya demasiado cree tener aún necesidad de beber, y seguí al amigo de la levita gris. No sé cuantos cuartillos de aguardiente tomé por mi parte en la Grüne-Gans; pero a la mañana siguiente me desperté en mi cama, con fuerte dolor de cabeza. Mi primer movimiento fue saltar del lecho para cerciorarme de si la cartera estaba en el bolsillo de mi traje. Ya no estaba. Mandé subir al fondista y los camareros; pero ninguno pudo darme razón de ella. Me había llevado a casa en coche el hombre de la levita gris, que se decía amigo mío, y después de ayudarme a desnudarme, se había eclipsado, dejándome en la cama. Mis investigaciones me confirmaron que mi supuesto amigo era el ladrón, indudablemente, no fue la codicia quien le tentó, pues los billetes de banco que me quedaban estaban con el reloj en el bolsillo del chaleco.
La misma noche acudí al establecimiento en donde solía ver a mi amigo, sin la menor esperanza de encontrarle allí y sólo para obtener algunos informes sobre él.
Con gran sorpresa le vi sentado, fumando y bebiendo como la víspera. Le dirigí un saludo bastante seco.
—Supongo —me dijo con amable sonrisa— que el aguardiente de ayer no le habrá dejado la cabeza muy pesada hoy…
—Tengo que hablar a usted —le dije—, salgamos.
— Con mucho gusto —me contestó. Y, poniéndose el sombrero de anchas alás, me acompañó con extraordinaria complacencia al jardín que había tras la casa.
—Anoche, estaba yo embriagado —dije para empezar.
— Zo —me respondió con imperturbable calma.
—Y durante mi embriaguez, me robaron la cartera.
—Zo —repitió con igual aplomo.
—Y me atrevo a añadir que usted es quien me la ha quitado.
—Zo. Tiene usted razón, hijo mío —dijo sin más desconcertarse—. Yo soy quien le ha cogido la cartera. Aquí está.
Y al decir esto, golpeóse el seno, en el lugar en que el bolsillo de la levita anunciaba, por un bulto muy visible, que contenía, en efecto, el objeto reclamado. Inmediatamente me eché sobre él con ánimo de arrebatárselo, pero apartóse bastante aprisa a pesar de su obesidad, eludió mi asalto, y, acercándose a los labios un pito, sacó de él un sonido agudo. Casi en el mismo instante, sentí que me echaban por la cabeza un abrigo o un paño: atáronme las manos, y, antes de que tuviese tiempo de realizar un esfuerzo para defenderme, era levantado y conducido en medio de completa oscuridad. Cien pasos más allá, me sentaron en una banqueta; oí el ruido de una portezuela, y otro ruido de ruedas me convenció de que estaba en un carruaje.
Bien pudo durar mi viaje algunas horas. Nos deteníamos de vez en cuando, supongo que para mudar de caballos. Al principio, quise resistir, hacer esfuerzos convulsivos para soltarme y pedir socorro. Pero estaba atado y amordazado, tanto que perdí la esperanza de conseguirlo y me sometí al destino. Al fin paramos definitivamente. Hiciéronme salir del coche, lleváronme de la mano durante unos diez minutos; por el cambio de aire, creí columbrar que entrábamos en una casa, tal vez en un pasaje subterráneo, luego subimos y bajamos escaleras; abrieron y cerraron puertas.
Finalmente, pusiéronme en pie; cayeron de mi boca la mordaza, de mis manos los grilletes y la venda de mis ojos; pero yo no veía nada, y la obscuridad que en torno mío reinaba inspiróme el temor de que me hubiesen privado de la vista mediante alguna maquinación infernal.
Grande fue mi alegría al percibir un rayo de luz que penetraba por un orificio colocado por encima de mi cabeza. No estaba ciego, sino que me hallaba en un lugar sombrío, cuyos límites intenté conocer a tientas. Pero mis manos no encontraron más que los fríos muros de una prisión, cuya puerta hubiese yo querido hallar. Todo fue inútil. Proferí gritos, a los cuales sólo respondió el eco, sin que acudiera nadie.
Así transcurrieron dos días y dos noches… al menos me lo pareció, cuando las angustias del hambre y la sed indujéronme a suponer que habían decidido matarme de inanición. Sólo el tercer día, según mis cálculos, un ruido de llaves, cerraduras y candados halagó mis oídos. Abrióse la invisible puerta, la luz me llegó con sobrada abundancia para deslumhrarme, y una voz muy conocida me dijo: «Ven aquí», como lo hubieran podido decir a un animal enjaulado.
Me arrastré hacia la puerta, y, una vez franqueado el umbral, me hallé de pie en un patiecito, con mi amigo delante de mí: el hombre de la levita gris.
Es decir, la levita gris había desaparecido, y aquél se me presentó con otro traje, una chaqueta roja ricamente bordada en oro, que le apretaba tanto el talle que, en cualquier otra circunstancia, riérame de aquel hombre bajo y rechoncho, con uniforme de húsar o de jockey. No parecía haberme visto en toda su vida, y se limitó a hacer una seña respecto de mí, a dos lacayos de librea roja como la de él, los cuales me cogieron por los brazos y condujéronme como tres días antes.
De ese modo crucé varios patios y puertas; por la arquitectura de los edificios circundantes antojóseme que nos hallábamos en un castillo gótico. Tras una ventana enrejada, creí ver a dos hombres con chaquetas y gorros blancos. Un ruido de cazuelas y un delicioso perfume me hicieron conjeturar que estábamos muy cerca de la cocina. Allí hicimos un pequeño alto, debido a algún cálculo malicioso; porque mi amigo miróme por encima del hombro con una expresión sardónica al ver que, excitado por el hambre, intentaba yo librarme de mis portadores, que eran al mismo tiempo mis guardas. Al fin subimos una escalerilla estrecha que nos condujo a una galería de cuadros, larga y espléndida, que daba a una habitación, amueblada suntuosamente, medio biblioteca y medio salón.
Alegre fuego de leña chisporroteaba en el hogar de la chimenea, contra cuyo manto hallábase de pie un anciano cuya rara cabellera estaba cuidadosamente recogida contra la frente. Iba vestido de negro, con corbata blanca y un lacito multicolor en el ojal. A pocos pasos de él vi una mesa repleta de papeles, en la cual había otro anciano, de gran corpulencia, sentado en un sillón, con una bata forrada de ricas pieles y cubierto con un gorro de terciopelo negro que tenía como apéndice una horrorosa visera de seda verde. Los dos lacayos dejáronme al pie de esa mesa, sin cesar de sujetarme por los brazos.
—Señor Müller —me dijo cortésmente el hombre de negro, habiéndome en excelente inglés—, ¿cómo está usted?
—No se trata de mi salud —le respondí indignado—; yo le pregunto: ¿por qué he sido detenido, robado, encarcelado y condenado al suplicio del hambre?
—Señor Müller —prosiguió el hombre de negro, con imperturbable urbanidad—, debe usted dispensar la manera, al parecer poco cortés, con que se le ha tratado. La verdad es que nuestra casa no ha sido construida para cárcel, sino para palacio, y, a falta de lugar de reclusión más adecuado, nos hemos visto obligados a emplear momentáneamente un cuarto bajo que, según creo, fue destinado en otro tiempo para cilla. Supongo que no lo habrá encontrado usted muy húmedo.
El hombre de la visera verde movió sus gruesos hombros, cual si se entregase a muda risa.
—Primero, caballero —prosiguió el otro, haciéndome cortésmente seña de que le dejase hablar, pues yo iba a tomar la palabra—, habíamos pensado que, para conseguir nuestro objeto, nos bastaría entrar en posesión de los papeles de su cartera (y tocó con el dedo la maldita cartera); pero parte de la correspondencia está cifrada, y sólo usted tiene la clave. Por consiguiente, nos ha sido absolutamente indispensable tener el gusto de conversar con usted.
—¡Yo estoy tan enterado como usted de las cifras y la clave! —exclamé—. ¡Y juro ante Dios que no poseo secreto alguno que pueda concernir a usted!
—Debe usted de tener apetito, señor Müller —dijo el hombre de negro, haciendo de lo que yo decía el mismo caso que si no hubiera hablado—; Carol, traiga el almuerzo.
El hombre que antes vestía de gris respondió con un respetuoso saludo al nombre de Carol; salió y volvió luego con una bandeja en que había diversos manjares sabrosos y frascos de vino. Los dos lacayos me aflojaron a medias los brazos, e iba yo a precipitarme sobre la bandeja, cuya vista me hizo palpitar el corazón, cuando alzó el hombre de negro la mano:
—Un momento, señor Müller —dijo-—, antes de reparar sus fuerzas, sírvase responderme a una sola pregunta: ¿dónde está el niño?
—¡Ya! ¿Dónde está el niño? —repitió el de la visera verde.
—No lo sé —respondí animado—, ¡ lo j uro por mi alma!, lo ignoro. Aunque me lo estuvieran preguntando ustedes cien años, no podría decírselo.
—Carol —dijo el hombre de negro, con su despiadada impasibilidad—, llévese la bandeja. El señor Müller no tiene apetito…; a menos —añadió volviéndose a mí— que quiera usted contestar a esa preguntita.
—No puedo hacerlo. ¡Nada sé ni lo he-sabido nunca! —respondí.
—Carol —dijo mi interrogador, cogiendo un periódico y volviéndome la espalda—, llévese la bandeja. Buenos días, señor Müller, adiós.
A pesar de mis gritos y esfuerzos, lleváronme ambos lacayos. Atravesamos la galería de cuadros; pero, en vez de bajar de nuevo la escalera, entramos en otra serie de habitaciones. Pasábamos por un largo vestíbulo iluminado con arañas, y mis guardias me habían soltado un momento —pues uno de ellos intentaba abrir una puerta, mientras el otro buscaba la llave en el bolsillo—, cuando vi que un tablero del revestimiento de la pared se deslizó por una corredera; por esa abertura asomó una señora vestida de negro, que podía tener unos treinta años y era hermosa. «Ha procedido usted noblemente —me dijo de prisa a media voz, como hablando aparte—. Continúe así y Dios recompensará su fidelidad».
Aunque la sorpresa me hubiera permitido responder, no hubiese tenido tiempo de hacerlo, porque el tablero se cerró inmediatamente; yo fui cogido de nuevo por ambos lacayos y conducido con precipitación a un cuartito sencillo, pero limpio. Dejáronme allí y cerraron la puerta. Allí encontré un panecillo negro y un cántaro de agua. Satisfice ávidamente el hambre y la sed, sin dejar una miga de pan ni una gota de agua.
Aquella fue mi única comida en veinticuatro horas. Desde mi ventana, que estaba enrejada, pude reconocer el patio de la cocina. El ver a los cocineros y el olor de los asados, volvíanme medio loco.
El segundo día me llevaron otra vez ante el hombre negro y el de la visera verde. Recomenzó la escena infernal: la tentación de la bandeja volvió a irritar mi hambre, y ante mi negativa de responder a la pregunta: «¿Dónde está el niño?», el hombre de negro dijo a Carol:
—Quite la bandeja; el señor Müller no tiene ganas.
—iEspere! —exclamé en un arrebato de obcecación, creyendo que podría dar gusto a mis verdugos con una mentira—; voy a confesar todo, a decirlo todo.
—Hable, pues —dijo el hombre de negro—. ¿En dónde está el niño?
—En Amsterdam —respondí a la ventura.
—¡En Amsterdam!, ¡qué majadería! —dijo con impaciencia el hombre de la visera verde—. ¿Qué tiene que ver Amsterdam con el tigre azul?
—¿Necesito acaso advertirle —dijo con sarcástico acento el hombre de negro—, que nombrar una nación ó una ciudad no es responder a la pregunta? Usted sabe tan bien como yo, que la clave del lugar en donde está el niño, se halla aquí —y señaló con el dedo a la cartera.
— Sí, aquí—repitió el de la visera verde, con el mismo gesto indicador.
—Pero, señor… —decía yo con voz suplicante.
—Usted lo pase bien, señor Müller.
Interrumpido por tan simple réplica, condujéronme de nuevo a mi prisión; vi por segunda vez a la señora de negro, quien al pasar, me administró el estéril consuelo de decirme que Dios recompensaría mi fidelidad; volví a encontrar el pan negro y el cántaro de agua; luego, al cabo de otras veinticuatro horas, lleváronme otra vez ante mis interrogadores, y de nuevo fui tentado por la bandeja llena de viandas, y condenado de nuevo a pan duro y agua clara.
—Acaso sea algo más sustancioso lo que desea el señor Müller —dijo, a la quinta entrevista, el hombre vestido de negro. Y abrió una mesa de escritorio provista de sacos de dinero, invitándome a meter manó en ellos.
En vano protesté, asegurando que todo el oro del mundo no me arrancaría un secreto que no poseía yo en modo alguno; en vano declaré que Müller no era mi verdadero apellido; en vano revelé la fatal argucia que me había hecho renunciar al mío; el hombre de negro se limitó a mover la cabeza con una sonrisa de incredulidad; luego, felicitándome por mí prodigiosa imaginación, añadió que la fábula por mí inventada confirmaba su convicción de que yo sabía el paradero del niño.
Después de la sexta entrevista, la dama de negro, que sin duda tenía de su parte a entrambos lacayos, halló medio de detenerme al pasar y decirme: «Tenga valor; su liberación se aproxima: esta noche le trasladaran a un manicomio».
Todavía estaba yo preguntándome cómo me iban a libertar trocando mi cuarto de prisionero por una celda de alienado, cuando dos sujetos vigorosos me pusieron una camisa de fuerza y me transportaron a un carruaje que arrancó al momento a escape. Viajamos toda la noche, y a la mañana siguiente llegamos a un vasto edificio. Allí, me despojaron de mis ropas, examináronme de pies a cabeza, sumergiéronme en un baño y me vistieron con una casaca de tela gris. Pregunté en dónde estaba y me contestaron:
—En el asilo de alienados del gran ducado de Sachs Pfeigiger.
—¿Puedo ver al director del establecimiento? —dije moderándome para parecer tranquilo.
—Ahora le conducirán a usted a su despacho —me respondieron.
El herr-ober-direktor era hombre bajito y calvo que, al hablar, enseñaba una hilera de bonitos dientes blancos. Recibióme cortésmente y me preguntó qué podía hacer por mí. Le conté mi verdadero nombre, mi historia, mi persecución; le dije que era inglés y que reclamaba mi libertad. El sonrió y gritó:
—¿Dónde está Kraus?
—Aquí, Herr —respondió el guardián.
—¿Qué número tiene este señor?
—Número noventa y dos.
—Noventa y dos —repitió el herr-director, escribiendo tranquilamente—: Cataplasmas en las plantas de los pies; vejigatorios detrás de las orejas; emplasto de mostaza en el pecho y hielo en la cabeza…, hielo del mar Báltico.
La abominable receta me fue suministrada al pie de la letra. El malvado Kraus me atormentó de todas maneras y, en medio de mi tortura, me preguntaba:
—Dígame dónde está el niño, Müller, y estará usted libre dentro de media hora.
Seis meses permanecí en aquel manicomio. Si me quejaba al doctor de los malos tratos y tentaciones que me hacía padecer Kraus, aquél me recetaba inmediatamente cataplasmas, sinapismos y hielo del mar Báltico. Las contusiones que yo enseñaba, atribuíanlas a golpes que yo mismo me daba en los accesos de mi frenesí. Los maniáticos con quienes estaba encerrado declaraban, como es costumbre de todos los monomaniacos, que yo estaba loco de atar.
Una noche que yo gemía tumbado en la cama, entró Kraus en mi celda.
—Levántese —me dijo—: está usted libre. He recibido diez mil táleros de Rusia para arrancarle su secreto, si podía; pero me aseguran veinte mil florines de Austria si le doy libertad, y confesará usted que esta cantidad merece la cosa. Perderé mi destino y me veré obligado a darme a la fuga; pero iré a Francfort y allí abriré una fonda para los ingleses, que harán mi fortuna. Venga pronto.
Me condujo hasta el principio de la escalera, me hizo salir por la puertecita del jardín y, entregándome un lío de ropa y una bolsa, me dio las buenas noches.
Arrojé la odiosa casaca de alienado y estuve andando hasta la mañana. Al amanecer me hallé en la frontera de otro gran ducado. En uno de los bolsillos de mi nuevo vestido, había un pasaporte perfectamente en regla, y no me molestaron ni en la aduana ni la policía. La misma mañana fui a las oficinas de la diligencia, en la primera población a que llegué, y retuve un asiento para Bruselas.
El viaje duró cuatro días. Llegué débil aún y muy flaco, después de seis meses de privaciones y torturas; más pronto recobré la salud y las fuerzas, tanto más cuanto que me desquité de mi larga abstinencia, frecuentando las mejores fondas de Bruselas primero, y luego de París, adonde me llegué al salir de Bélgica.
Una noche entré en el Palais Royal, en el establecimiento de los Hermanos Provenzales, de donde hacía quince días que era parroquiano; el camarero me entregó la minuta, que era un libro de varias páginas y que yo recorría según mi costumbre, con la reflexión de un gastrónomo, cuando vi entre dos hojas una esquelita con mis señas. Ved aquí lo que leí: «Pida usted pescado; aparente comerlo, pero no lo coma. Quédese en la mesa el tiempo que suele quedarse otras veces, para alejar toda sospecha, pero en cuanto acabe de cenar, salga para Inglaterra. Al pasar por Londres, acuérdese de que tiene que visitar a Hildeburger».
Había encargado ya un lenguado al gratén; pero en cuanto me lo sirvieron, lo eché en pedacitos debajo de la mesa. Así que hube acabado el resto de la cena, llamé al mozo y le pedí la cuenta.
—Tenga la bondad de pagar al primer camarero —me dijo—; voy a avisarle.
Vino el primer camarero. Si hubiese visto yo aparecer un centauro, una esfinge u otro monstruo cualquiera, no me hubiera causado tanto horror… Era Carol, el hombre de la levita gris, y luego de librea roja. ¡Carol, con la servilleta bajo el brazo!
—Müller —me dijo fríamente, inclinado contra la mesa—, su lenguado estaba envenenado; dígame dónde está el niño y aquí tiene un antídoto y 190.000 francos.
Por toda respuesta cogí la botella y di con ella a Carol en medio de la frente, con toda la fuerza de mi brazo. El muy canalla cayó como una piedra, en medio de exclamaciones de las mujeres y juramentos de los hombres y gritos de: ¡A ése! ¡A ése! Yo huí de la fonda y luego salí del Palais-Royal por uno de los pasajes que dan a sus cuatro galerías.
¿Murió Carol del golpe?, ¿se levantó?, ¿me persiguieron?, ¿no me persiguieron? Nunca he sabido nada de eso. Llegué a mi casa, arreglé el baúl y a la mañana siguiente salí para Bolonia de Mar en diligencia.
Crucé el canal y fui a Londres; pero no vi a Hildeburger ni procuré verle, por la sencilla razón de que ignoraba quién era ese Hildeburger y dónde estaba. Además, la misma noche de mi llegada a esa capital, partí para Liverpool, decidido a irme a América. Temía quedarme en Londres y en Inglaterra, no sólo por causa de mis amigos y de mis enemigos, sino también por el auténtico terror que me inspiraba el espectro del verdadero Müller.
Tomé pasaje para Nueva York en una bricbarca que debía hacerse a la vela a los ocho días de mi llegada a Liverpool. Estábamos ya en viernes, y la salida estaba señalada para el lunes de la semana siguiente. Paseábame por los alrededores de la Bolsa, felicitándome porque a no tardar mediaría el Atlántico entre mis perseguidores y mi persona cuando, de pronto, oigo pronunciar el nombre de Müller… Me vuelvo y mis miradas tropiezan con las de un joven alto, de bigote pequeño, vestido a la última moda, y que me parecía chupar el puño de un bastón de ébano.
—Señor Müller —me dijo con una seña de cabeza.
—No me llamo Müller —contesté atrevidamente.
—¿No ha visto usted aún a Hildeburger? —añadió arqueando ligeramente las cejas.
Sentí un escalofrío que me corrió por todo el cuerpo, y tartamudeé:
—¡Nooo!
—No sin gran trabajo hemos encontrado otra vez sus huellas —dijo con sangre fría—; la señora a quien debe usted la libertad y la vida, permanecía muda. En vano hemos apelado a las tuercas y al agua. Al fin, por el empleo concienzudo de la cuerda y las poleas, hemos logrado hacerla hablar.
Yo me estremecía más aún.
—¿Quiere usted ver ahora a Hilderburger? —añadió rápidamente—; está aquí cerca.
—Ahora, no —balbucí—; otro día.
—¡Pues bien!, mañana.
—Sí, eso es, mañana —respondí.
—Mañana es sábado. Me encontrará usted aquí a las cuatro de la tarde. Está bien: no se olvide. Hasta la vista, señor Müller.
Apenas hubo pronunciado esas palabras, giró sobre sus talones y desapareció entre la muchedumbre de comerciantes y agiotistas.
Ya que él señalaba la cita para el día siguiente, no dudé de que sabía mi próxima marcha. Aunque yo había pagado mi pasaje para Nueva York, resolví perder su importe y despistar a mis perseguidores, variando de rumbo. Entré en una agencia de paquebotes, y me enteré de que un buen barco de vapor salía del muelle de San Jorge para Glascow, a las diez de aquella misma noche.
«Provisionalmente —pensé—, vámonos a Glascow».
A las diez menos cuarto estaba yo con mi equipaje en el muelle. Había densa niebla.
—¿Va usted al paquebote de Glascow? —me preguntó un marinero de camisa encarnada—. Venga por aquí; yo le llevaré el baúl.
Sin esperar mi asentimiento, cargóse al hombro mi baúl y me condujo a través de los puentes de dos o tres navios hasta un cuarto barco, en donde había un hombre de bigote negro, con un farol encendido en la mano.
—¿Es éste el paquebote para Glascow? —pregunté.
—Este es —dijo el hombre del farol—. ¡All ríght!, cuidado, que va a sonar la campana de salida!
—Algo por haberle traído el baúl —dijo el marinero que me había servido de porteador y de guía.
Le di medio chelín, y me instalé en la popa, notando que el buque estaba bastante sucio y lleno de bultos. Ya sonaba la campana; la tripulación iba y venía desenrollando cables y amontonando equipajes. Al cabo de diez minutos estábamos fuera de la cuenca y bajábamos la corriente del Mersey.
—¿Cuánto dura la travesía de Liverpool a Glascow, buen hombre? —pregunté al timonel.
Este me miró como si no me comprendiera, y pronunció algunas palabras ininteligibles. Yo repetí la pregunta.
—No habla inglés —dijo a mi lado una voz—. Ni él ni nadie a bordo, excepto usted y yo, señor Müller.
Me volví y, con un sentimiento de espanto, vi al joven del bastón de ébano y del bigotito.
—¡Soy víctima de un error o de un complot! —exclame—. ¡La chalupa, por favor!… ¿Dónde está el capitán?
—He aquí casualmente al capitán —respondió el joven, enseñándome un marino barbudo que se acercaba a nosotros—. Es el capitán Miloschvich, de la marina imperial rusa, que manda el piróscafo, y hace rumbo a San Petersburgo. Señor Müller, como el capitán no habla inglés, permítame que le sirva a usted de intérprete.
Aunque sobrado me decía su presencia que casi no había esperanza para mi liberación, le rogué que explicase al capitán que se había cometido un error en perjuicio mío; que yo quería ir a Glascow y deseaba desembarcar inmediatamente.
—El capitán Miloschvich —dijo el joven así que hubo traducido mi discurso y obtenido respuesta del capitán— suplica a usted, señor Müller, se sirva notar que no ha habido ningún error, y que no va usted a Glascow, sino a San Petersburgo. Le es absolutamente imposible desembarcarle aquí, en vista de que sus instrucciones positivas le obligan a desembarcarle en Cronstadt. Además, se cree en el deber de advertir a usted que si, por actos o palabras, pretende usted turbar la tripulación o los pasajeros, se verá precisado a ponerle grillos y a encerrarle en el fondo de la cala.
El capitán movió más de una vez la cabeza durante esas explicaciones, como si entendiera perfectamente, y a fin de hacerme comprender sus intenciones, mediante una pantomima expresiva, se tocó las muñecas y los tobillos.
Si yo hubiera tenido todo mi buen sentido, me hubiese resignado a mi suerte; pero la persecución me había irritado de tal manera, que me abalancé contra el joven, esperando matarle o arrojarlo al mar, y yo tras él. Me encadenaron, me pegaron, me echaron al fondo de la cala, en donde quedé medio asfixiado entre el horrible olor de cajas de sebo, sin hablar del mareo, que no me perdonó en tan espantosa atmósfera. Al fin, llegamos a Cronstadt.
Todo lo que puedo deciros de Rusia y todo cuanto de ella sé es que en algún sitio hay un río, en ese río una fortaleza, en la fortaleza un calabozo y en el calabozo un knut. En ese calabozo han pasado ocho años de mi vida, bajo los golpes de ese knut, y con la eterna pregunta en los oídos: «¿Dónde está el niño?».
Cómo me escapé de ahí para padecer aún mayores torturas, es larga historia con que no quiero cansarle. He barrido las calles de Palermo, con el traje amarillo de galeote; he languidecido en las prisiones de la Inquisición en Roma; he estado encerrado en las Siete Torres, en Constantinopla, en donde el populacho me sitió a pedradas; me han marcado en el hombro, en el presidio de Tolón, y por todas partes ofrecíanme la libertad y oro, si contestaba a la pregunta: «¿Dónde está el niño?». En fin, he sido acusado de un crimen que no he cometido, y me condenaron a muerte. En el patíbulo, me preguntaron: «¿Dónde está el niño?». Naturalmente, yo no pude responder, y fui…
En ese momento, Margery, mi criada, a quien nunca se le ocurre decir que no estoy en casa cuando viene una visita inoportuna, llamó a la puerta para anunciarme que me necesitaban absolutamente en mi gabinete de cirujía. Bajo, y encuentro a la señora de Walkingshaw, mujer de Johnny Walkingshaw: venía a buscarme para su marido, que había padecido un ataque. Johnny Walkingshaw es miembro de un círculo del cual soy yo médico desde su fundación. Con ese motivo tiene derecho a mis visitas por la suma de cuatro chelines anuales. Cada vez que Johnny toma una dosis de sidra de más, está seguro de padecer un ataque, y su esposa viene a buscarme. Me contrarió tanto más ir a casa de Johnny a tan insólita hora, cuanto que mi infortunado narrador era interrumpido en su historia, casualmente en el instante en que iba a explicarme, sin duda, el extraño problema de su resurrección después de haber sido ahorcado. Cuando volví, ya se había ido, y ya no le he vuelto a ver más. ¿Vendrá algún día? ¿Sería un loco que se habría ahorcado él mismo? ¿O gozaba de su completo sentido, y había sido ahorcado según una sentencia legal? ¿Había sido ahorcado realmente? Aún sigo dirigiéndome a mí mismo esas preguntas, y prometo satisfacer la curiosidad del lector, en cuanto sean contestadas por el regreso del ahorcado.