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José Luis Martínez López-Muñiz.  Catedrático de Derecho Administrativo, profesor emérito de la Universidad de Valladolid


Introducción

L

a exigencia formal de sometimiento del poder público a un principio de subsidiariedad, así formulado, no ha estado presente en el panorama comparado del constitucionalismo en el siglo XX hasta su última década. Únicamente entonces aparece —principalmente, bajo una de sus dimensiones—, y lo hace tras su asunción explícita en la construcción evolutiva de la Unión Europea.

Sin embargo, si lo determinante para verificar si una constitución incluye o no el principio de subsidiariedad es su régimen de derechos y libertades y el tratamiento que hace de la acción del Estado, así como de la relación entre los poderes públicos de mayor y menor dimensión territorial, se entiende que el principio de subsidiariedad haya sido afirmado en la doctrina alemana, desde los años cincuenta y sesenta, como uno de los principios de la Constitución de la República Federal alemana. En cuanto a la Constitución Española de 1978 —lo mismo que, seguramente, otras constituciones de Estados europeos y de otros lugares—, no ofrece menos bases que la Ley Fundamental de Bonn para concluir que está anclada en tal principio.

La asunción formal del principio de subsidiariedad, en una de sus dimensiones, por el Derecho comunitario en 1992, ha tenido eco explícito en reformas constitucionales de varios Estados europeos, como la italiana de 2001, las portuguesas de 1992 y 1997 y la alemana de 1993, así como en alguna nueva constitución del espacio iberoamericano, v. gr., la de Colombia de 1991 (art. 288). También la del Perú de 1993 proclama expresamente un aspecto de la subsidiariedad. No lo hace, sin embargo, en el mismo sentido que los pronunciamientos explícitos del Tratado de la Unión Europea y de las otras Constituciones estatales mencionadas, sino que alude a la subsidiariedad en su sentido más esencial, llamado «horizontal».

1. Explícita proclamación del principio de subsidiariedad en su dimensión vertical en el TUE: alcance y efectos.

1.1. Subsidiariedad fundante.

1. Es bien conocido, y ha sido objeto de numerosos estudios, que uno de los principios sobre los que se asienta la actual Unión Europea es el de subsidiariedad. Lo proclama el mismo Preámbulo del Tratado de la Unión Europea (TUE), desde su primera formulación en Maastricht, el 7 de febrero de 1992. Con la constitución entre los Estados Parte de una Unión Europea en 1992, y con la configuración que de ella se hizo en el Tratado de Lisboa de 2007 —que ha dado su última redacción al TUE y al antiguo de la Comunidad Europea, llamado en adelante Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE)—, se pretende «continuar el proceso de creación de una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa, en la que las decisiones se tomen en la forma más próxima posible a los ciudadanos, de acuerdo con el principio de subsidiariedad».

2. Precisamente cuando, con el Tratado de Maastricht, se quiso incrementar el volumen y relevancia de lo que habría de corresponder en adelante a la Comunidad Europea y reforzar la especial cooperación política entre los Estados miembros, se solemnizó la afirmación estructurante del principio de subsidiariedad. Esto se hizo con la neta intención de frenar las tendencias centrípetas europeas y defender las competencias de los Estados miembros. Así se ha seguido manteniendo con posterioridad hasta hoy, tras las sucesivas ampliaciones competenciales que culminaron con el Tratado de Lisboa.

3. A tenor de lo dicho en el Preámbulo del TUE, así como en su actual art. 1, parece proclamarse, ante todo, el principio de subsidiariedad como fundante de la misma Unión, de modo que su propia configuración y las competencias que los Estados le traspasan se enraízan en dicho principio. Tal anclaje en el principio de subsidiariedad se produce, en concreto, en cuanto que se exige que las decisiones que hayan de corresponder a los poderes públicos necesarios —obligatorias para todos y sustentadas, democrática pero obligatoriamente por todos también, como algo específico del poder público— sean tomadas —y se asignen, por tanto— de la forma más próxima posible a los ciudadanos. Así, el principio de subsidiariedad constituye uno de los principios configuradores de la ley común de la Unión contenida en sus Tratados constitutivos, lo que se confirma, incluso, en el Preámbulo de la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea. El contenido y alcance de las competencias de la Unión, en suma, le han sido atribuidas por los Estados de manera acorde con el principio de subsidiariedad.

1.2. Subsidiariedad en la acción

1. Además de lo señalado, en Maastricht se precisó en el art. 3 B —que se introdujo en el TCE, y que pasó a ser el 5 con el Tratado de Ámsterdam—, que:

En los ámbitos que no sean de su competencia exclusiva, la Comunidad intervendrá, conforme al principio de subsidiariedad, sólo en la medida en que los objetivos de la acción pretendida no puedan ser alcanzados de manera suficiente por los Estados miembros y, por consiguiente, puedan lograrse mejor, debido a la dimensión o a los efectos de la acción contemplada, a nivel comunitario.

Aunque más adelante se encajaría en el principio de proporcionalidad, tan estrechamente vinculado al de subsidiariedad, se añadió además que:

Ninguna acción de la Comunidad excederá de lo necesario para alcanzar los objetivos del presente Tratado.

2. Estamos ya ante una aplicación del principio de subsidiariedad a la acción de la Unión, y no solo, evidentemente, ante su papel como principio fundante de la propia Unión. Se reconoce ahora un significado jurídico del principio de subsidiariedad que no se refiere a la conformación primaria y básica del Derecho comunitario de la Unión, sino a su efectiva aplicación. Más en concreto, al alcance o medida con que habrán de ejercerse permanentemente las competencias no exclusivas, antes de la Comunidad, ahora de la Unión. Ciertamente, tal aplicación seguirá dependiendo de términos con alto grado de indeterminación, los cuales, como es obvio, dificultarán inicialmente las posibilidades del control de esa aplicación.

3. El actual art. 5.1 del TUE, con el que el Tratado de Lisboa ha sustituido al que había venido a ser el art. 5 del TCE, afirma que:

La delimitación de las competencias de la Unión se rige por el principio de atribución. El ejercicio de las competencias de la Unión se rige por los principios de subsidiariedad y proporcionalidad.

El principio de atribución no deja de ser un reflejo del principio de subsidiariedad en su función fundante que hemos comenzado destacando, por más que su fundamento principal se encuentre, probablemente, en la misma naturaleza de la Unión como organización asociativa interestatal que sólo puede ser titular, obviamente, de las competencias que sus asociados le atribuyan. Sin perjuicio de ello, el papel que en este precepto se asigna al principio de subsidiariedad —y al de proporcionalidad— se refiere ya, claramente, a la conformación del modo en que ha de actuar la Unión en el ejercicio de las competencias que le están atribuidas. Enseguida, el apartado 3 del mismo artículo 5 reitera lo que ya se decía en el TCE: que esa función ha de cumplirla este principio en la Unión en los ámbitos que no sean de su competencia exclusiva, sino de competencia compartida, que son los más.

4. El principio de subsidiariedad habrá de presidir en gran medida, por tanto, el Derecho comunitario derivado de la Unión. Para que los parlamentos de los Estados miembros puedan velar por ello, el Tratado de Lisboa ha obligado a que todos los actos impropiamente denominados legislativos de la Unión (por ser adoptado con intervención decisoria o consultiva del Consejo y del Parlamento Europeo) sean sometidos a su previo informe sobre el respeto de este principio, como determinan dos protocolos.

1.3. Subsidiariedad en la relación de la Unión con sus Estados miembros

1. Es evidente, en cualquier caso, que estas previsiones relativas al principio de subsidiariedad se refieren exclusivamente a la relación entre la Unión —antes la Comunidad— y los Estados miembros. Estamos, pues, en el plano de la llamada dimensión vertical del principio de subsidiariedad, que es el que atiende a la relación entre poderes públicos territoriales de diversa extensión, comprendidos unos dentro de los otros.

2. Es ésta, sin duda, solamente una dimensión secundaria o derivada —mas no por ello poco importante— del principio de subsidiariedad, el cual, en su concepción teórica, rige ante todo la relación de la persona humana y sus libres organizaciones voluntarias con la organización del poder público. A la postre, es la persona humana, con su libertad y responsabilidad —inseparables de su solidaridad social—, el centro y única realidad sustantiva del conjunto social. Constituye, pues, la razón de ser del principio de subsidiariedad, en toda su comprensión. Es bien significativo al respecto que, en las formulaciones más básicas o generales contenidas en el preámbulo y en el artículo 1º del TUE sobre el principio de subsidiariedad —aun en esa su indicada dimensión vertical, secundaria y derivada—, se destaque que, en virtud de este principio, las decisiones serán tomadas de la forma más próxima posible a los ciudadanos (preámbulo),o de la forma más próxima a los ciudadanos que sea posible (art.1). Son los ciudadanos, pues, lo determinante. Las organizaciones jurídico-públicas territoriales que los encuadran no son sino sus instrumentos, aun «obligatorios» y, a la postre, impuestos.

2. Implícita fundamentación del Derecho de la Unión en el principio de subsidiariedad en su dimensión más esencial y primaria, llamada horizontal:

Por lo ya apuntado, tan importante o más que la asunción por la Unión del principio de subsidiariedad en su dimensión vertical, es que pueda afirmarse que, en su dimensión primaria y básica horizontal, en la relación entre el poder público y la sociedad —como dijera Isensee para el ámbito jurídico-público alemán—  el principio de subsidiariedad es también fundamento y eje vertebrador de todo el Derecho de la Unión; y señaladamente, desde luego, del importante sistema económico que configura y ha venido aplicando.

2.1. Primacía de las libertades personales y su proyección en la determinación y consecución de los fines del sistema económico y social propio de la Unión

1. Es evidente el énfasis de los Tratados constitutivos de la Unión —incluida la Carta de los derechos fundamentales, a la que, como es sabido, reconoció este carácter de tratado el de Lisboa de 2007, en su nueva redacción del art. 6.1 del TUE— en la libertad y en las libertades. Expresivamente, el segundo párrafo del Preámbulo de la Carta sitúa a la persona en el centro de la actuación de la Unión, porque, como señala apenas unas líneas antes, consciente de su patrimonio espiritual y moral, la Unión está fundada sobre los valores indivisibles y universales de la dignidad humana, la libertad, la igualdad y la solidaridad.

2. No hay en los Tratados afirmaciones explícitas formales de la primacía de la libertad en la determinación y consecución de los fines económicos y sociales. Existen, con todo, abundancia de normas que la implican, en coherencia con la mencionada centralidad de la persona humana en su integridad, esto es, en la mayor plenitud posible de su libertad.

3. Es de destacar cómo, desde los orígenes de la Unión, principalmente en la Comunidad Económica Europea —aunque ya desde la configuración de la CECA—, los Tratados han tratado de lograr una unificación económica europea a través de lo que se ha llamado un mercado común o interior; y, por ende, de la afirmación de las libertades económicas y laborales (de establecimiento, de servicios, de circulación de bienes, de trabajadores y de capitales) bajo un régimen común. Sin perjuicio del orden y la regulación debidas, se ha procurado suprimir barreras e intervenciones sobre esas libertades por parte de los Estados miembros con el propósito de favorecer la máxima expansión de la libertad económica en el conjunto de la Unión. Es evidente que ello implica la afirmación de la primacía de la libertad en la concreción y consecución del bienestar económico general. Esa primacía de la libertad en lo económico y en lo laboral subyace, asimismo, a los distintos ámbitos de expansión de los fines de la Unión, y resulta abarcado por lo que podría denominarse el sistema social común de la Unión.

2.2. Su garantía mediante la regulación y la de su efectivo cumplimiento

1. Puede afirmarse que la mayor parte del ordenamiento de la Unión no tiene otro objeto que el de regular la libertad conforme a las determinaciones de los Tratados; establecer obligaciones para los Estados en orden a la ejecución y cumplimiento de esa regulación y a su garantía legal, administrativa y judicial; y aportar mecanismos supranacionales administrativos y jurisdiccionales que puedan contribuir de forma complementaria a su más efectivo cumplimiento.

2. En la acción regulatoria o normativa, las exigencias del principio de subsidiariedad convergen con las esenciales al Estado de Derecho en cuanto a la limitación o condicionamiento de los derechos de libertad. Siguiendo el principio proclamado por el art. 29 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 y, de una u otra manera, por los ordenamientos constitucionales y legales de los Estados miembros, el art. 52 de la Carta de los derechos fundamentales de la Unión afirma que cualquier limitación del ejercicio de los derechos y libertades reconocidos por la presente Carta deberá ser establecida por la ley y respetar el contenido esencial de dichos derechos y libertades. Dentro del principio de proporcionalidad, sólo podrán introducirse limitaciones cuando sean necesarias y respondan efectivamente a objetivos de interés general reconocidos por la Unión o a la necesidad de protección de los derechos y libertades de los demás.

2.3. Posibles actuaciones complementarias de los Poderes públicos debidamente justificadas

1. Es importante recordar que el art. 2 del Tratado de la Comunidad Económica Europea —que fue, desde 1957 a 2009, la denominación de la hoy Unión Europea, aunque ya el Tratado de Maastricht de 1992 eliminó su adjetivación «económica»— se había venido refiriendo a dos medios con lo que habrían de alcanzarse sus fines: no solo, pues, al establecimiento de un mercado común —y, desde Maastricht, de una unión económica y monetaria— sino, igualmente, a lo que en un principio se formuló como la progresiva aproximación de las políticas económicas de los Estados miembros; y con posterioridad, a partir de Maastricht, como la realización de las políticas o acciones comunes determinadas por el Tratado.

2. Con el Tratado de Lisboa, esa neta distinción entre los dos medios instrumentales de la integración —prioritario el primero, complementario el segundo— ha quedado difuminada en la profusión expresiva del largo art. 3 del TUE. No obstante, bajo el conjunto del ordenamiento plasmado en los Tratados constitutivos de la Unión sigue subyaciendo la primacía del máximo ejercicio posible de las libertades bajo una razonable regulación. Resulta esencial a esta regulación, como he señalado, la justa proporcionalidad, sin perjuicio de los complementos de actuación pública necesarios, los cuales han sido, de manera progresiva, parcialmente europeizados. Algunas de estas posibles actuaciones complementarias, tanto de los Estados como de la propia Unión, son contempladas a diversos efectos, incluso, en los Tratados. Veamos algunas de esas previsiones, que, por lo demás, descansan en realidad en lo que constituye o reclama el principio de subsidiariedad.

a) Ayudas de Estado

1. Desde sus orígenes en el TCE, el actual art. 107.1 del TFUE declara incompatibles con el mercado interior —con la economía anclada en las libertades y en la competencia que el Tratado promueve y trata de garantizar—, en la medida en que afecten a los intercambios comerciales entre los espacios propios de los Estados miembros, las ayudas otorgadas por los Estados o mediante fondos estatales, bajo cualquier forma, que falseen o amenacen falsear la competencia, favoreciendo a determinadas o producciones. He ahí el principio básico, plenamente coherente con el que señala que los protagonistas de la economía son los operadores económicos privados en ejercicio de sus libertades, bajo la pertinente regulación y en condiciones de igualdad jurídica. En principio, pues, son contrarias al Derecho de la Unión las actuaciones de los poderes públicos que comporten tal tipo de ayudas a unas u otras empresas o producciones.

2. El mismo art. 107, no obstante, modula de inmediato este principio, sin marginarlo como tal en modo alguno. Se admiten expresamente, en efecto, posibles excepciones justificadas, y, por tanto, la posibilidad de ayudas públicas bajo las condiciones que fija sintéticamente el mismo art. 107. Estas condiciones denotan claramente el sometimiento de la autoridad al principio de subsidiariedad, y su verificación se asigna principalmente a la Comisión Europea, bajo el control del Tribunal de Justicia.

3. Junto con ello, el Derecho de la Unión ha ido estableciendo muy distintos tipos de ayudas de la propia Unión, cuya dispensación se regula con criterios análogos a los que han permitido excepcionar la incompatibilidad de las ayudas de Estado con el hoy TFUE.

b) Empresas públicas

1. No se oponen los Tratados de la Unión a que los poderes públicos de los Estados miembros creen o asuman empresas públicas. Ahora bien, hay en el TFUE —procedente del TCE— un precepto capital, que viene condicionando la existencia y subsistencia de las empresas públicas en el ámbito de la Unión en una medida considerable, y en cuanto se logra su efectivo respeto, lo que no siempre es fácil. Me refiero al actual art. 106.1, que lacónicamente establece lo que es conocido como principio de paridad de trato de las empresas públicas con respecto a las privadas. Esta paridad de trato se refiere, en todo caso, a las empresas públicas que actúen en ámbitos de actividad no sujetos a derechos exclusivos o a reservas legales de actividad; y, por tanto, en todo lo que pueda ser objeto de actividad empresarial privada. De este modo, el Derecho la Unión obliga a no dificultar con medios públicos la actividad económica en ejercicio de la libertad.

2. Las previsiones introducidas por el Tratado de Maastricht en 1992 para la regulación de la unión económica y monetaria apuntan en la misma dirección. Así, los actuales arts. 123 a 125 del TFUE vedan en principio cualquier financiación privilegiada pública o por imposición pública, con cargo al BCE o los bancos centrales nacionales, las entidades financieras, o incluso los presupuestos públicos de las entidades públicas superiores, en todo lo que no haya sido previamente establecido de modo general o para proyectos específicos debidamente establecidos, no solo de los diversos escalones de gobierno y de sus organismos públicos sino también, expresa y específicamente, de las empresas públicas.

3. De todo ello se desprende que, si bien la empresa pública puede venir a complementar la economía, no podrá desplazar a la privada ni perjudicarla con una competencia desigual, sustentada en el esfuerzo colectivo público.

c) Derechos especiales y exclusivos: la reserva en particular de determinados servicios a la titularidad pública: servicios públicos

1. No se opone la Unión, en fin, a que las circunstancias puedan requerir condicionar de manera especial —o incluso excluir en un determinado ámbito de actividad económica— a la libertad, esto es, a la libre iniciativa privada. Cabe, en efecto, que los Estados determinen actividades o servicios bajo derechos especiales o incluso exclusivos. Estamos ante una posibilidad expresamente contemplada en el art. 106 del TFUE ya citado.

2. Aunque el Tratado no es muy claro al respecto, a partir del final de los años ochenta del pasado siglo, la Comisión Europea se decidió a hacer cumplir lo que se prevé en el apartado 2 de este artículo: que tales derechos especiales o exclusivos, con lo que implican de excepción a las libertades del Tratado, no pueden sino aplicarse a los que se denominan servicios de interés económico general —y al supuesto más marginal de los monopolios fiscales—, que, por lo dicho en ese precepto, son solo aquellos que tienen confiada una misión específica de interés general. También estos servicios deben en principio someterse, desde luego, a todas las normas del Tratado, y en especial a las normas de la competencia. Se admite, no obstante, que se sometan solamente en la medida en que la aplicación de dichas normas no impida, de hecho, o de derecho, el cumplimiento de la misión específica a ellos confiada. En resumidas cuentas, los derechos especiales o exclusivos se aplican a servicios de interés económico general, y habrá de evidenciarse que esas excepciones a las libertades y la competencia sean proporcionalmente necesarias para que puedan cumplir su misión específica de interés general.

3. Ni los derechos especiales ni lo exclusivos están, por tanto, prohibidos de modo absoluto. Son, sin embargo, una excepción que ha de justificarse proporcionadamente en grado suficiente, en razón exclusivamente de la efectividad de la misión o finalidad específica de interés general de los servicios a que se apliquen: un interés general que habrá de tener, además, suficiente relevancia por su necesidad imperiosa para la satisfacción efectiva, directa o indirecta, de unos u otros derechos fundamentales. Todo lo cual debe valorarse, tal y como exige el TFUE, en perspectiva comunitaria o de la Unión, y no solo en función de lo que sería posible en el ámbito de cada Estado directamente implicado y de lo que éste pueda tener por interés general. De ahí que el art. 106.3 pone esa valoración en manos de la Comisión Europea, bajo el control judicial del Tribunal de Justicia. Es preciso advertir que fueron algunas decisiones de la Comisión desde finales de los años 80 lo que desencadenó, precisamente, el proceso de despublificaciones y liberalizaciones, especialmente de grandes servicios esenciales económicos que, en muchos Estados europeos, se habían reservado a éstos como servicios públicos en sentido estricto: telecomunicaciones, suministro eléctrico y gasístico, transportes, servicios postales, etc. Pronto el Consejo, o el Parlamento y el Consejo, mediante el procedimiento de codecisión, comenzaron a utilizar otras competencias que les otorgaba el TCE (hoy TFUE) para, a título de armonización normativa necesaria para el mercado interior, eliminar derechos exclusivos y reducir los especiales en sucesivas nuevas regulaciones. Bajo no pocas cautelas, tales regulaciones promovían más espacio para las libertades y, en consecuencia, para la competencia y el mercado.

3. Consideración final

Reconocido formalmente en su dimensión vertical, e implícito en su dimensión horizontal, puede afirmarse que el principio de subsidiariedad es pieza esencial del Derecho de la Unión Europea. Ser conscientes de ello y comprender bien cuanto tal principio implica contribuirá a su mejor interpretación y aplicación a todos los niveles. Y si se acierta a entender que este principio constituye en realidad la clave del denominado Estado social de Derecho, en cuanto garantiza a la vez los derechos fundamentales prestacionales y los de libertad, puede avanzarse en la unificación básica de la concepción jurídico-política en que descansa el proyecto de integración europea que, con tanto éxito, junto a tantas dificultades, perplejidades y fases escépticas, viene consolidándose en una gran parte de Europa desde hace ya más de 70 años.

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Autor de una vasta obra en el ámbito del Derecho administrativo, el profesor Martínez López-Muñiz, catedrático de Derecho Administrativo, profesor emérito de la Universidad de Valladolid, es uno de los iuspublicistas que más se ha ocupado del principio de subsidiariedad en nuestro país. Este texto corresponde a la conferencia de clausura que impartió en la Jornada Internacional Dimensiones de la Subsidiariedad, celebrada en la Universidad de Navarra el 24 de noviembre de 2023. El programa de dicha sesión se puede consultar aquí.


Imagen: Tratado de Maastricht (Museo de Historia de Baviera). © Wikimedia Commons.

Catedrático de Derecho Administrativo, profesor emérito de la Universidad de Valladolid.