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Iñaki Gil (Vitoria, 1958) es periodista y escritor. Ha sido corresponsal de El Mundo en París. Autor de Arde París. La nueva revolución francesa (Círculo de Tiza, 2023).


Reproducimos por gentileza de la editorial Círculo de Tiza, el capítulo “Déclinisme, esa nostalgia decadente, reaccionaria, mayoritaria y… falsa” del libro Arde París. La nueva revolución francesa

 

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os de cada tres franceses creen que su país está en declive. Y, sin embargo, de todos los indicadores económicos y de bienestar humano solo hay uno que no ha mejorado en Francia en los últimos 50 años: el número de suicidios, cuya tasa duplica a las de España, Reino Unido e Italia.

A mediados de los años 90, una empresa de comunicación invitó a varios periodistas extranjeros a dar su opinión sobre el declive de Francia. No conservo notas de la jornada, pero sí recuerdo el lugar de la cita: el restaurante del segundo piso de la Torre Eiffel. Era una tarde soleada y tibia. Me recibieron con la preceptiva copa de champán, enfriado a la temperatura ideal. Llegué con la lengua fuera y sin tiempo para comentar mis improvisadas ideas con los otros corresponsales que tomaban parte en el evento. Me tocó hablar el primero. Y opté por contar cómo veía yo a Francia, nada en decadencia, desde luego. Me hicieron preguntas, sorprendidos de que mi visión no coincidiera con lo negativo del enunciado de la convocatoria. Los otros colegas estaban de acuerdo con mi apreciación positiva de Francia. Sí, claro que había cosas que iban mal, pero no, para nosotros, Francia no estaba en decadencia irreversible.

Arde París., la nueva revolución francesa. Iñaki Gil. Círculo de Tiza, 2023.

Nunca supe si era una sesión de coaching para el personal de la agencia o si buscaban argumentos para un cliente. Pero el sol doraba los hierros del mecano de Eiffel mientras apuramos la copa de despedida. Fue la primera vez que oí la palabra déclinisme, de déclin, declive.

En estos veintitantos años el déclinisme se ha convertido en una creencia, un sentimiento, casi en una ideología de base mayoritariamente compartida por los franceses. De entre todas las paradojas francesas, la más sorprendente para el observador foráneo es la creencia generalizada de que Francia está en declive y de que antes todo iba mejor. Inútil demostrar empíricamente que ambas cosas no son ciertas.

Datos: Francia está en declive. Así piensan entre un 62% (Harris interacive) y un 75% (Ipsos) de los franceses en dos estudios de 2021 y 2022. Un tercero (ifop) lo deja en un 65%, el dato más positivo desde que este instituto pregunta por ello: ¡Nunca bajó del 66% desde 2005! Cuando la crisis muerde, sube: en 2010 llegó al 71%.

La creencia en el declive de Francia es bastante homogénea entre París (64%) y los municipios rurales (68%). Idéntica diferencia hay entre pobres (+4) y ricos y entre hombres (+5) y mujeres. Por debajo del 60% solo están los más jóvenes (18-24: 57%). Pero la siguiente franja de edad (25-34) da un salto hasta el 71% como si la llegada al mundo laboral fuera un trauma. También por debajo de la barra están los doctores y másteres (59%) y los artesanos y comerciantes (57%).

Dejé para el final la segmentación política. Por diferencial. Según Ifop, el 80% de los votantes de Marine Le Pen creen en la decadencia de Francia. Así como el 78% de los de la derecha clásica, el 71% de quienes votan al líder de la extrema izquierda y ¡ojo al dato! el 63% de los ecologistas. El votante socialista es algo más optimista (53%). Solo quienes votan a Emmanuel Macron no creen mayoritariamente que Francia esté en declive (39%). Un dato que viene a corroborar que el electorado del actual presidente es el de los ganadores de la globalización, urbanitas y diplomados (ver prólogo). Otros estudios ratifican la adscripción política del déclinisme. Según CSA, el 94% de quienes se dicen de extrema derecha, el 82% de los de derechas y el 80% de los de extrema izquierda creen en la decadencia. La cosa se iguala entre quienes se dicen de izquierdas. Y se confirma la excepción, solo el 20% de quienes votan a Macron creen en el déclinisme. Vamos, que prácticamente todos los optimistas votan al actual presidente.

A apuntalar esa parroquia (y, de paso, a postularse en heredero) dedica su último libro el ministro de Economía, Bruno Le Maire. El volumen es el undécimo del miembro más intelectual del gabinete, cuarto desde que está en el cargo. “El déclinisme no se corresponde con lo que veo. Lo que yo les digo a los franceses es: confiad en vuestro destino. El país no está acabado”. El libro “voluntarista más que optimista” se titula Un sol eterno. Y es deudor de esta cita del poeta Arthur Rimbaud: “por qué añorar un sol eterno si no nos hemos comprometido a descubrir la claridad divina”.

El ministro escritor tiene buena relación y se declara admirador de la obra literaria de Michel Houellebecq, para quien la decadencia de Francia es “evidente”. El escritor hace un matiz importante: “Francia no decae más que otros países europeos. Pero tiene una conciencia particularmente elevada de su propio declive”, dijo en Front populaire, revista de pensamiento dirigida por el filósofo Michel Onfray.

El declive de Francia es percibido como algo económico (65%) y político (58%). Secundariamente, como algo moral (31%), según ifop, que solo daba opción a dos respuestas. Lo que viene a coincidir con el señalamiento de los responsables. El 74% de los franceses cree que sus dirigentes políticos no son de calidad. Ni quienes dirigen la economía (63 %).

Buscando las causas hay quien señala al centralismo político y administrativo del país. Y al desprecio a las estructuras intermedias causados por un presidente que se sintió Júpiter hasta que la calle se llenó de chalecos amarillos y le puso en su sitio. Solo que Alain Peyrefitte ya denunciaba lo mismo en Le mal français, libro publicado en 1976.

Daniel Cohen, presidente de la Escuela de Economía de París achaca el carácter excesivamente jerárquico del ejercicio del poder la herencia de “dos poderes esencialmente verticales, el absolutismo y la iglesia católica”. Por eso, a su juicio, “los franceses detestan la autoridad y, sin embargo, la necesitan para sentirse seguros”. Como español, nacido en el tardofranquismo y educado en el nacionalcatolicismo, me parece traído por los pelos. Pero antes de dar mi opinión, vamos a ver desde cuándo está Francia (supuestamente) en declive.

Para Éric Zemmour, candidato de la extrema derecha y del declinismo que no duda en definirse a sí mismo como “nostálgico y reaccionario”, todo arranca en 1815. Es decir, “la nostalgia de la grandeur” nace de la derrota de Napoleón. Por su parte, Yann Algan y Pierre Cahuc en La société de défiance apuntan al traumatismo de la Segunda Guerra Mundial: los franceses habrían perdido colectivamente la confianza en ellos mismos tras la derrota frente a la Alemania nazi y la posterior colaboración con el enemigo.

Luc Ferry, exministro de Educación en dos gobiernos bajo presidencia de Jacques Chirac, escribió en Le Figaro sobre los orígenes del déclinisme: “el sentimiento, sin duda legítimo, de que ‘los grandes hombres’ de los que hablaba Hegel han desaparecido. Ni De Gaulle ni Pompidou, para los de derechas, ni Mitterrand ni Rocard, para los de izquierdas, tienen equivalentes hoy”.

“A ojos de los nostálgicos, Francia dejó de ser la gran potencia que era en el siglo XIX o a principios del XX”, escribe Ferry rebatiendo a los declinistas. “No es que Francia estuviera en declive. Es que emergieron otras naciones como China, Rusia e India, países atrasados en el XIX, pero hoy potencias colosales a cuyo lado parecemos infinitamente pequeños. Peor incluso, Alemania es mejor en todo: deuda, déficit público, paro, poder adquisitivo…” Eso es poner el dedo en la llaga.

Esos argumentos coinciden con los del historiador Lucian Boia, para el que la decadencia francesa tiene su raíz en el declive demográfico de la Francia campesina del siglo XIX. Jean Pisani Ferry, arquitecto del programa económico de la victoria de Macron en 2017, abunda en ello: “El terror al declive se ancla en ese retroceso demográfico y en la revolución industrial que marcan el aumento del poderío de Inglaterra y, sobre todo, de Alemania, que se convertiría en una obsesión francesa a lo largo de todo el XIX”.

El declive demográfico tiene así dos caras, según sea la mirada. Para la élite intelectual, la consecuencia es perder la carrera con Alemania. Sin embargo, el pueblo llano mira a su alrededor y señala: la “inmigración excesiva” es el primer hándicap de Francia según el 47% de los encuestados por Ifop. El sondeo permitía tres respuestas por cabeza. Las otras dos plazas del pódium fueron: “La dificultad en llevar a cabo reformas (36%) y el debilitamiento del sistema educativo (35%). A señalar que el paro solo aparece en cuarto lugar (32%), cuando en 2015 era el principal riesgo (52%), lo que guarda relación con el descenso del paro hasta el 7,4 (2T de 2022), el más bajo desde 2008”.

“Francia sufre en realidad una angustia colectiva que ennegrece todas las perspectivas (…) la sociedad francesa es presa de un pesimismo, un malestar, una yuxtaposición de aprensiones, a menudo desmesuradas e irracionales, que presentan las características de una depresión colectiva”, decía ya en 1993 Alain Duhamel en su libro Los miedos franceses. El más agudo de los analistas políticos remachaba: “Esta ansiedad frente al porvenir, ese temor al cambio, uno los encuentra más brutales, más sumarios, pero también más concretos en el miedo a la inmigración. El rechazo del otro, del diferente, o sea, del intruso, es, ciertamente, un reflejo eterno” (ver capítulo inmigración). Casi treinta años después, el problema se ha enquistado en lo que se ha dado en llamar “territorios perdidos de la República”, donde, enumera Ferry, “el aumento del islamismo, de la inmigración incontrolada, así como la explosión de tráficos de armas y drogas han convertido poco a poco esos barrios en invivibles para la población francesa tradicional”.

Ferry aporta otro argumento declinista: “Francia, estatalista y republicana, no se siente a gusto en un universo cada vez más liberal, un mundo donde los países de cultura anglosajona se mueven, por el contrario, como pez en el agua”.

El historiador y ensayista Jacques Julliard, dedicó en diciembre de 2022 su página mensual en Le Figaro a dar un repaso a causas y culpables de lo que opina es “un declive deliberado”. Entre las primeras, la demografía, el fracaso educativo, el abandono de la industria. En la picota de los responsables, Macron, “masoquista suicida”, al que achaca “la destrucción metódica del Estado”. El autor pone en la diana a las élites intelectuales. “Así hemos visto al sexo degradarse en género; la liberación de la mujer, en feminismo secesionista; el antiracismo en racismo identitario; el universalismo en diferencialismo (…) Nuestro declive lo hemos fabricado con nuestras propias manos. Por demagogia, sin duda, pero, sobre todo, por ininteligencia de diversas situaciones y por la estupidez más difícil de combatir, la de la gente inteligente”.

“Detrás de todo esto, merodea el viejo miedo de la Historia, el temor al declive, la sospecha de la trivialización, el presentimiento de la insignificancia —advertía Duhamel hace ya tres decenios—. Todos los miedos franceses desembocan en suma en esa impresión, en esa intuición, en ese temor a la erosión de la identidad francesa. Temor muy respetable y explicable, legítimo y casi deseable, pero también desmesurado siempre, irracional a menudo y, a veces, artificial”.

Para mí, el cabreo existencial del francés nace de la enorme distancia que hay entre la realidad y la idea (sublime) que cada francés tiene sobre Francia y de su rol en ella. El español nace con complejo de inferioridad. Por su país y por él mismo. Luego observa la realidad. Y ve que, a menudo, es mejor que lo previsto. Y se alegra. Por él y por su patria. El francés se considera hijo de la nación que difundió la Ilustración, creó los derechos humanos, hizo la Revolución, ganó dos Guerras Mundiales y alumbró la construcción europea. Además, adoptó a Picasso, inventó el Tour de Francia y el Mundial de Fútbol y la nouvelle cuisine. Con esa herencia en la mochila, sale de casa, se cruza con un magrebí camino del bus que le lleva, muchas veces tarde, a su curro rutinario y se enfada con todo quisque. Francia es hoy un país de gente cabreada, pesimista y gruñona. Para mí esa es la principal diferencia con España.

¿Quieren un ejemplo? La pandemia de covid-19 sorprendió a todos los países, y los gobiernos, sin mascarillas ni plazas en la UCI, respondieron con confinamientos. Dedico un capítulo al tema, pero déjenme decirles una diferencia. Francia consideró un fracaso nacional no haber patentado una vacuna propia. “¡El país de Louis Pasteur!” fue un latiguillo repetido una y mil veces. Francia tuvo menos muertos (en proporción a su población) que España y salió de esa crisis mejor que ninguno de sus vecinos. Según el premio Nobel de Economía, Paul Krugman, fue el país de Occidente que mejor gestionó la pandemia. Pero “el país de Pasteur” no tuvo vacuna propia. Drama. (Ver capítulo covid).

Francia es el undécimo país en innovación, según la Oficina Mundial de Patentes; la octava potencia militar, según el Instituto de La Paz de Estocolmo; y la sexta potencia comercial, según la Organización Mundial de Comercio. Supone el 1% de la población mundial, pero produce el 3% de la riqueza. Tomo estos datos de un artículo de La Croix titulado “¿Francia en declive? Veinte cifras para escapar de las ideas recibidas”.

Los psicólogos dicen que no se deben discutir los sentimientos. ¿Cómo contrarrestar la percepción, ampliamente mayoritaria, de que antes se vivía mejor? Marc Landré lo intentó en septiembre de 2022 publicando en Le Figaro un análisis comparativo con 1974, el año posterior al primer shock petrolero, que en Francia cierra un periodo conocido como ‘Los treinta gloriosos’, los tres decenios de crecimiento tras la Segunda Guerra Mundial. La riqueza disponible per cápita se ha triplicado (43.000 dólares); el salario mínimo y el salario medio se han duplicado; el número de muertos en accidentes de tráfico se ha dividido por 4,5; la mortalidad infantil es cuatro veces menor; el 80% de los jóvenes tiene el título de bachiller, triplicando las cifras de finales de los 70; hay 13 millones de afiliados a un club deportivo, el doble que entonces; el parque automovilístico se ha triplicado (40 millones de coches en un país de 67 millones de habitantes); con 10 meses de salario mínimo puedes, en 2022, comprarte un Clio cuando en 1974 necesitabas 12,5 meses para hacerte con un Renault 5; una hora de trabajo de 1974 permitía comprar 5 baguettes y litro y medio de gasolina; hoy, 10 baguettes y 4,5 litros de súper; solo el 45% de los franceses eran propietarios, hoy lo son el 68%; el piso medio tiene hoy 91 metros cuadrados cuando hace 50 años medía 72 y el 30% no tenía ni ducha ni bañera; los franceses trabajaban en 1974 diez horas más a la semana que en 2022 y se jubilaban a los 65 años, dos años más tarde que en la actualidad…

¿Cuándo se vive mejor? Definitivamente, hoy en día. Y la prueba definitiva es que la esperanza de vida ha aumentado en este medio siglo 9 años para las francesas hasta los 86 años y 11 para los franceses (80 años).

El autor no oculta las sombras: criminalidad y contaminación han empeorado, la deuda supone el 110 % del PIB y no se ha aprobado ningún presupuesto general del Estado sin déficit… desde 1974. El de 2022 se situará en torno al 5%. De hecho, el déficit solo ha estado por debajo del 3 % ¡tres veces… en los últimos 20 años!

Con todo, la cifra que quiero destacar en el lado negativo de la balanza es el número de suicidios, 15 por 100.000 habitantes. Estable en estos casi 50 años. Y que, según Eurostat, duplica la tasa de España (8), Reino Unido (7) e Italia (6). Y supera la de Alemania y Suecia (12 en ambos casos). Solo los belgas, entre los vecinos de Francia, se suicidan más (17 por 100.000 habitantes).

Es, sin duda, la manifestación más extrema de esa infelicidad permanente que roe a nuestros vecinos del norte. La manifestación suprema de ese pesimismo social definido por la Fundación Jean Jaurès como “una visión preocupante, alimentada por la idea de que la sociedad está en declive y de que hay una impotencia colectiva para cambiar las cosas a mejor”.

Después de mucho leer sobre el tema, no encuentro mejor síntesis que el contraste entre la mirada del analista Jacques Julliard y una frase que pide mármol de Sylvain Tesson, singular personaje y el más espiritual de los escritores viajeros. El veterano columnista de Le Figaro afirmaba durante una de esas huelgas largas y broncas que forman parte de la excepción francesa: “Flota en el aire un mal genio generalizado, una agresividad, un odio a la mirada del otro que es un insulto al don de Dios que sigue siendo Francia”. El escritor viajero, tras recorrer medio mundo, sintetizó: “Francia es un paraíso poblado por gente que se cree en el infierno”.

Periodista y escritor. Excorresponsal de El Mundo en París.