El escritor reinventa el mundo. Se sienta sobre el rincón de papel en el que tan sólo se oye el eco de la propia voz y deja que, sobre su mirada, se derrame el tintero que da silueta a las formas que vagan en su imaginación.
Por eso, cada vez que el lector se asoma a la realidad a través de los ojos de un autor distinto (e incluso en cada una de sus obras) va a ser recompensado con el placer delicioso de disfrutar, cada vez, de un mundo diferente. Tal es el caso de los tres libros que nos ocupan: Cuentos de La Cábila, El Libro del mal amor y Ochenta y seis cuentos, tres obras que comparten género -el relato breve- y nacidas de tres reinventores de prestigio (Antonio Pereira, Fernando Iwasaki y Quim Monzó) aunque radicalmente diferentes entre sí.
OCHENTA Y SEIS CUENTOS PARA UNA MONTAÑA RUSA
El más alejado de sus otros dos colegas es, sin duda, Quim Monzó. Con su recopilación de cuentos construye una montaña rusa en la que arrastrará al lector, le guste o no, hasta el sonido de sirena final.
Le deslizará por los raíles de una prosa bien trabajada, transgresora de vocación. Capaz tanto de aliñar, en el pequeño cuenco de un relato, una ensalada variada de onomatopeyas: «achacunfa, achacunfa», «Blup», «crrrrrrrrc»… («Splassshf») como de saciarle con un texto denso, en ocasiones hasta el empacho.
Los vagones de sus cuentos, primero caen sobre pronunciadísimas pendientes en las que las leyes del mundo real quedan abolidas, para ser sustituidas de inmediato por otras (abróchense ustedes los cinturones) legisladas por un esquizofrénico-paranoico con gran sentido del humor.
Son historias surrealistas, desternillantes, que recuerdan por ejemplo a Jardiel Poncela(«- Historia de un amor»), delirantes y kafkianas («Cantidad de prados en los ojos»), políticamente incorrectas («En un tiempo lejano»), parodias del cuento clásico («La Monarquía»), románticas («La chica de Mehari») o metáforas de la vida traducidas a Quim Monzó («No tengo qué ponerme» ). Mas de repente, sin previo aviso, Monzó da un giro de ciento ochenta grados y obliga al lector a embestir breves y curiosos episodios históricos («A las puertas de Troya») o fábulas enfermizamente tristes que invaden el territorio de lo patético sin disimulo («Pygmalión») («Vidamatrimonial»).
La atracción de su escritura se mueve por pura diversión. Dibuja en el aire ansiosos giros imprevistos, a veces imposibles, que se deshacen de cualquier indicio de solemnidad, dejando tras de sí sólo caniles de una gran simetría estética. «Era una película tan bonita que acaba igual que había empezado» («Un cine»).
En su punto final la montaña rusa nos sorprende quedando suspendida en el aire, estática. Como cuando el protagonista de su último cuento («Los libros») deja de leer a un párrafo del final una novela, aterrado ante la posibilidad de que esas cinco últimas líneas le defrauden. «El inicio es el mejor momento de un libro. La primera frase, el primer párrafo, la primera página. Las posibilidades son, siempre, inmensas«. « Las cosas tendrían que empezar siempre y no continuar nunca».
EL LIBRO DEL BUEN HUMOR
Decir que el peruano Fernando Iwasaki tiene el don de descubrir el colorín de lo extraordinario tras el gris de lo cotidiano, o de convertir el drama en comedia y el agua en vino, es ser terriblemente obvio e incluso quedarse corto.
En mi opinión, lwasaki ha hecho de El Libro de Mal Amor un botiquín de urgencias para estresados y dolientes de todo tipo, con diez tiritas de sentido del humor. Diez tiritas que son diez relatos, presentados e inspirados, todos ellos, por versos de El Libro del Buen Amor, que repasan, para nuestro deleite los (pretendidos) fracasos más escandalosos de su ridiculum vitae amoroso particular.
En ellos Femando vuelve a enamorarse de nuevo de ellas, siempre corno si lo hiciese por primera vez. Pero Dulcineas, Helenas o diosas griegas (personajes cliché) lejos de agradecer sus hercúleos trabajos para transformarse en Quijote, París o Adonis, no tienen otro afán que escabechinar su corazón bien escabechinado. Explora, juega, se divierte y con sus historias descerraja el candado de nuestros recuerdos y propias experiencias, que van a participar, cómplices, y a enriquecer nuestra diversión. Los principales componentes para tan potente fármaco son un texto de vivo ritmo fluido e ingenioso, limpio de floridos e innecesarios artificios, y salpicado de constantes metáforas, símiles y comparaciones. Todo ello recogido en unas cápsulas cuyo efecto es la espontánea risa perversa y traviesa del lector. Y unas ganas locas de volver virulentamente a enfermar.
Arranca así pues, Fernando lwasaki, el disfraz de fingida seriedad a asuntos como la religión (para ver hasta qué punto, lean la imprescindible «Rebecca») y sobre todo al amor, dejándolos ante la desnudez de una sana y alegre intrascendencia. «Me sentía tan enamorado que no me enamoré de nadie más mientras duró el trayecto del microbús» («Carolina»).
ATRAPADOS EN ANTONIO PEREIRA
Cuentos de la Cábila (Edilesa, León, 2001) tiene forma de tino de esos cuadernos-diario en los que, amparados por la noche, muchos practican el ejercicio de la nostalgia.
Está compuesto por treinta y una páginas, treinta y un retazos amarillos, breves fotografías, pertenecientes a personajes tan conseguidos como su padre, Ramírez el guardia civil, o el magnífico el Torvo («Apariciones»), todos dibujados en breves y precisos trazos que se bastan para dotarles de cercanía y humanidad. Personajes que desfilan por las diferentes etapas de su infancia y juventud siempre bajo el imprescindible marco del barrio de La Cábila (la tribu) en el pequeño pueblo de Villafranca del Bierzo.
Es él mismo: Antonio Pereira, quien nos franquea la entrada a unos recuerdos que se extienden en el plano histórico desde los últimos años de Alfonso XIII, a lo largo de la República y la guerra, y que terminan en plena dictadura. Quien nos ofrece la llave maestra que abre cada puerta que puebla su refugio. «Yo tenía un plan, el primero de mi vida y aspiraba a tener un refugio. O sea una llave. Soñaba con llaves». (Prólogo y «Pirotecnia»).
Este viaje a través de Pereira discurre embutido en las ropas de un lenguaje aparentemente sencillo e improvisado que oculta (como oculta el boxeador veterano su directo de derecha) un trato exquisito a la palabra y una perfección milimétrica en su disposición, para en el momento oportuno golpearnos con su alma de poeta. Sirva como ejemplo el derechazo con que homenajea a Rilke en «La belleza terrible». «Nadie me había dicho que un ángel hermoso puede matarnos con su sombra.»
La curiosidad mueve entonces al lector a vagar puerta por puerta mecido por un tono amable, trastocado sutilmente tan sólo al abordar el tema de la opresión del poder a las ideas («El brazo secular»), A atravesar una a otra las galerías de sus sueños. A desear que nunca falte otra puerta, en la esperanza de poder quedar atrapado en este cálido refugio que Pereira nos ha construido a todos. «[…] mi hermano nunca entendió que leer diera más gusto que vivir» («El protagonista»).
En cuanto al grado de ficción o grado de biografía que hay impreso en estas páginas, ciertamente es un asunto de poca importancia, pues como el mismo autor afirma en el párrafo final de «El toque del obispo» (otro final insuperable en su haber): «Luego supe que en Mondoñedo no hay tren, pero eso importa poco cuando la historia es bonita»