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La larga soledad, publicado en inglés en Nueva York en 1997 y traducido al castellano en 2000 por la editorial Sal Terrae, es la autobiografía de una periodista bohemia y luchadora a favor de los derechos humanos y los pobres, forjada en el crisol del pensamiento político y literario del neoyorkino Greenwich Village de los años veinte del pasado siglo XX.  Mujer de clase media, hija de un periodista protestante, sufragista, escritora social y política, intelectual de Greenwich Village, activista laica tras su conversión a la Iglesia católica y madre de una hija.

Fundó en Nueva York el periódico The Catholic Worker, revista mensual dirigida a los trabajadores, que Dorothy Day y Peter Maurin, su mentor, habían empezado a vender en Nueva York a principios de mayo de 1933. Con las ganancias del mismo su finalidad era financiar y convivir con pobres y desahuciados en una red de granjas de acogida distribuidas por muchas ciudades y pueblos de Estados Unidos. La base teórica de Peter Maurin, un curtido campesino francés y polifacético, emigrado en 1909 a Canadá y luego a Estados Unidos, consistía en lograr una síntesis de «culto, cultura y cultivo». Convencido de que el ser humano no desarrollaba su dignidad y felicidad humanas sin aquella síntesis, proponía un modelo de «sociedad en la que a las personas les sea más fácil ser buenas, pues es sabido que cuando las personas son buenas, son felices». Quería que los hombres y mujeres produjeran lo que necesitaban, a fin de que hubiera suficientes viviendas, alimentos y ropas para todos. Todo ello regido bajo el mandamiento cristiano del amor, en su sentido más auténtico.

Se mostraba contrario a vivir de la beneficencia del Estado, prefería promover el movimiento agrario como único remedio contra el desempleo y la irresponsabilidad. Allí les proporcionaban comida, techo y trabajo en la construcción de dichas casas para pobres y enfermos. Era un modo concreto de pasar de la doctrina evangélica a la práctica. A esta iniciativa se unían muchos voluntarios entre estudiantes universitarios, gente que colaboraba con sus donativos, trabajo, bienes y artistas que pintaban cuadros o ilustraban viñetas de su periódico, ya que veían un modo práctico de vivir la caridad con los indigentes y hacerles conscientes de su dignidad humana.

Tras la conversión al catolicismo y buscada por Peter Maurin a quien conocía por sus escritos en la prensa sobre inquietudes sociales por los más indigentes, Dorothy se unió a su propuesta. Se pronunciaba en sus artículos a favor del pacifismo, de la no violencia, poniendo su vida y escritura al servicio de los pobres y marginados, viviendo en medio de ellos y recorriendo Estados Unidos de norte a sur y de este a oeste para abrir granjas de acogida.

Dorothy, en sus orígenes como periodista, escribía artículos sobre obras literarias, conoció y trató a famosos escritores norteamericanos, viajaba, participaba en mítines políticos con sus antiguos amigos comunistas, informaba de piquetes con motivo de huelgas y trabajó en la Liga Antiimperialista hasta su conversión al catolicismo. Luego su trabajo ya se centró en escribir para The Catholic Worker y así obtener fondos para recoger a gente sin recursos y atenderlos en todos los aspectos.

Una vez, a sus setenta años, Dorothy Day fue invitada a dar una conferencia a universitarios de la Universidad de Harvard de la ciudad de Nueva York, en su propia casa de acogida en St. Joseph’s House en el Lower East Side de Manhattan, sobre su experiencia vital y profesional, y les dijo:

«Cuando yo tenía vuestra edad, las mujeres no podían votar, y los pobres no podían confiar en nada que no fuera la caridad de los ricos. Recuerdo que siendo niña pregunté a mi madre por qué, por qué unos pocos tenían tanto y muchos tenían poco o nada. Entonces ella me dijo que “no hay explicación para la injusticia; simplemente existe”. Creo que me he pasado la vida intentando hallar una explicación a esta pregunta y tratando de cambiar las cosas, solo un poco, y creo que eso es lo que las personas como yo deberían hacer: si a nosotros nos han ayudado en la vida, ¿por qué no ayudamos nosotros a otros a que tengan también alguna oportunidad?».

Se formó leyendo las obras de grandes escritores como Dickens, Tólstoi, Dostoievski, Orwell, Silone, Chéjov; admiraba la pintura de Van Gogh, así como se familiarizó, tras su conversión al catolicismo, con las encíclicas de la doctrina social de la Iglesia: Rerum NovarumQuadragessimo Anno. Alentaba a este grupo de universitarios a leer a dichos autores, ya que les decía «me gustaría que la gente dijera que amó de verdad los libros».

Pues bien es el suyo un libro que puede unirse a la cadena de autores que ella sugería a aquellos universitarios de los años treinta del siglo pasado en Estados Unidos, de plena actualidad para pioneros en la defensa de los derechos humanos y de las periferias existenciales de las que habla actualmente el papa Francisco y en concreto de los derechos humanos y sociales como base de la dignidad humana, como dejó claro en su discurso del pasado 25 de noviembre en el Parlamento Europeo de Estrasburgo. Su apuesta por los pobres y su derecho a contar con tierra, techo y trabajo, como base de su dignidad humana, está en la misma línea que los promotores del Catholic Worker, tras 81 años después de esta experiencia clave en su acercamiento a los sin voz y despojados de su dignidad por una sociedad mercantilista, que no ve seres humanos sino objetos de mercancía.

Magdalena Aguinaga

Catedrática de Lengua y Literatura Española.