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CRISIS EN NUESTRAS CERTEZAS FAMILIARES

Conviene comenzar recordando cómo es el escenario en que vivimos hoy. Seguramente, el lector, igual que este autor, vive en una comunidad autónoma —quizá una pequeña nación sin Estado— dotada de una limitada autonomía política (por ejemplo, la comunidad autónoma de Galicia) e integrada en un Estado que, como el español, es miembro de la Unión Europea. Esta Unión está alcanzando altos niveles de integración económica y, últimamente, también jurídica y política. Todo ello configura un paisaje distinto del que todavía se puede ver en bastantes manuales de Teoría del Estado, Derecho Público o Derecho Internacional, algunos de los cuales parecen escritos como si viviéramos en el siglo XIX. Muchas de nuestras certezas familiares están en crisis, y la crisis se percibe con mayor claridad dentro de la Unión Europea, pues, efectivamente, es posible que las Islas Vanuatu, o alguno de los Estados hispanoamericanos, sean menos Estado y menos soberano que España o Italia hoy, a pesar de toda la soberanía que éstas han perdido. La diferencia es que en las dos últimas las transformaciones ya están incluso formalmente proclamadas: su derecho no es supremo en su territorio, su máximo tribunal no es el más alto, su moneda está a punto de desaparecer, su política exterior no puede ser decidida por ellos libremente, y sus ejércitos, integrados en la OTAN, no hacen mucho más que cuidar el orden público en los Balcanes, papel estimable pero más propio de un cuerpo de policía que de un ejército.

De esas certezas familiares ahora en crisis irreversible nos interesan dos: el Estado y su soberanía. Entendemos por Estado la organización racional del poder en régimen de monopolio, en un territorio determinado, siendo sus elementos más característicos la soberanía, en el ámbito ideal, la burocracia, en el organizativo, y el territorio, en el material. No coincide con la idea de comunidad política; como tampoco con la de Constitución. Decimos que la crisis es irreversible porque no sabemos cómo será el futuro, pero sabemos que no será como el pasado. El mundo está cambiando —ha cambiado ya— aunque nosotros sigamos usando un equipaje conceptual y terminológico tradicional al que profesamos una adhesión que es en realidad más política que científica. Es como una esquizofrenia: enseñamos una soberanía y una Teoría del Estado que no vivimos. Hace decenios que España no es realmente soberana, pero nos cuesta reconocerlo, y hace falta llegar a shocks tan notorios como la próxima desaparición de la moneda propia para que comencemos a hacer frente a la realidad como es. En 1978 se redactó en España la Constitución actual, la cual, aunque es la más exitosa de todas las españolas, es casi tan monista, soberana y autosuficiente como si hubiera sido redactada en 1878. En 1987, ya en la Unión Europea, se escribían en España frases tan estatistas como la de De Otto reproducida al comienzo; y que, por cierto, es interesante comparar con la otra del encabezamiento.

La primera nos muestra cómo la idea de soberanía repugnaba a las teorías políticas españolas clásicas. Esto no se tiene siempre presente, por ejemplo, cuando hablamos del Estado con su soberanía como si la humanidad nunca hubiera conocido otra organización social, o como si toda comunidad política fuera un Estado dotado de una potestad soberana, o como si España siempre hubiera sido un Estado. Es frecuente dar esto por supuesto, como hacen los nacionalistas españoles hoy, pero en la época de Felipe II, un predicador que defendió ante él que los reyes tenían poder absoluto sobre las personas de sus vasallos y sus bienes fue condenado por la Inquisición y tuvo que retractarse públicamente (lo narra Balmes en El protestantismo comparado con el catolicismo; cf. Ayuso, ¿Después del Leviathan?).

¿QUÉ ES LA SOBERANÍA?

Deberíamos restringir el uso de soberanía a lo que propiamente se refiere: potencia absoluta y perpetua bodiniana y hobbesiana; poder ilimitado, indivisible, inapelable, incontrolable, independiente ad extra y supremo ad intra. Esa potestad absoluta puede desplazarse del monarca absoluto al pueblo, a un órgano o a tres, o al Estado en abstracto, pero mientras siga teniendo aquellas características —que no excluyen cierta crudeza si llega el caso— seguirá siendo soberanía, por democratizada que esté.

Otra acepción, menos correcta, designa a quién correspondería originariamente la potestad en una comunidad política; por ejemplo, cuando algunas constituciones dicen que «la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado» (art. 1.2 de la Constitución española) o en la nación, o algo similar. Teniendo en cuenta que el pueblo nunca ejerce directamente el poder, ni siquiera cuando es convocado a referendum, esta noción de soberanía se aproxima a las de titularidad originaria, legitimidad —por ejemplo: «legítimos representantes del pueblo», los elegidos por éste— e inapelabilidad de ciertas decisiones últimas, que se dejarían al pueblo y no al gobierno o parlamento. Se aleja, en cambio, del poder absoluto, que quienes formamos el pueblo nunca tendremos oportunidad de ejercer.

Una tercera visión de la soberanía la concibe como competencia plena o exclusiva para hacer algo; por ejemplo, «el comité central del partido político X es soberano para tomar Y decisiones». Esta concepción es errónea, porque siempre han existido atribuciones de competencia, y sus titulares no son soberanos en la mayor parte de los casos. En la Unión Europea está ganando adeptos un uso de la soberanía como un tipo especial de competencia, la «competencia sobre la competencia», Kompetenz -Kompetenz, es decir, aquella competencia genérica que tiene el que puede auto-atribuirse nuevas competencias o decidir de quién son las que se discuten. Como decidir sobre las competencias implica muchas veces interpretar las leyes o constituciones que las asignan, el soberano también vendría a ser el que interpreta en última instancia. En este supuesto estarían los órganos de gobierno de la Unión Europea, que en el pasado se han atribuido a sí mismos competencias no previstas en los Tratados, así como el Tribunal de Luxemburgo, que con su interpretación expansiva ha llevado a cabo reformas «constitucionales» en favor de las competencias de la Unión y a costa de los Estados miembros.

¿Cuál de estos conceptos hemos de dar por bueno? Sólo el primero, poder absoluto. Pero como el de titularidad originaria está muy arraigado, es virtualmente imposible evitar su uso, teniendo que conformarnos con restringirlo a los contextos adecuados. El tercero no debería emplearse como concepto de soberanía, porque la distribución de competencias aparece en todas las comunidades políticas compuestas (como los federalismos) e incluso en un Estado unitario, entre sus distintos órganos. La decisión sobre las competencias, incluso inapelable, puede encargarse a órganos tan poco soberanos como un árbitro o un tribunal supremo. Cierto que la potestad soberana es inapelable, pero no toda última instancia inapelable es soberana.

Así las cosas, «cosoberanía» y «soberanía compartida» producen más confusión que claridad. Tener que compartir la soberanía significa, en definitiva, dejar de ser soberano. La soberanía es una idea precisa, necesariamente vinculada a las de Estado y territorio: si falta la soberanía, dejará de haber un Estado con todos sus atributos. Por lo mismo, está unida a otro de los elementos del Estado, el territorialismo, opuesto al personalismo de romanos e ingleses, pues una potestad absoluta e independiente sólo se puede ejercer sobre un territorio bien delimitado y que se pueda controlar más o menos efectivamente. No se podrá ejercer sobre un territorio inmenso o extraordinariamente heterogéneo o cuyas fronteras sean inestables o porosas.

La cambiante concepción de las fronteras nos ilumina mucho: los Estados las sacralizan, pero para otras civilizaciones el territorio y la frontera tienen un significado distinto y menor. Para los romanos, el limes era simplemente el último territorio ocupado por sus soldados (cf. D’Ors, Ensayos de Teoría Política, Pamplona, 1979, pp. 57-77), y aplicaban su derecho a todo civis Romanus, estuviera donde estuviera. Roma, desde luego, no era un territorio. Tampoco para los ingleses la comunidad política se definía por el territorio sino por la allegiance del subject of the Queen hacia su reina, estuviera donde estuviera. Esta visión persiste en algunos aspectos de la política exterior americana.

Esta reflexión sobre el territorialismo de los Estados nos confirma en el concepto correcto de soberanía: potestad absoluta no vinculada por las leyes.

SOBRE LA CRISIS DE LA SOBERANÍA

Consideremos ahora la otra cara de la moneda. Si la soberanía es poder absoluto sobre un territorio delimitado por unas fronteras fijas, cuanto más grande sea el territorio o más porosas sus fronteras, menos soberanía. Por tanto, no estamos ante un concepto universal.

La pretendida universalidad del Estado soberano procede de los sabios alemanes del siglo XIX, que estudiaban las comunidades políticas como si todas fueran Estados y les aplicaban categorías estatales aunque fuesen lo más alejado de un Estado, como el «Estado» romano (Mommsen), y hablaban de cosas de tan dudoso sentido como «vida estatal», «sociedad estatal» y así sucesivamente, empleando «estatal» como sinónimo de «político» o «social», como puede verse hasta en Loewenstein recientemente (huelga decir que también los franceses desempeñaron un importante papel en la estatización del pensamiento europeo e hispanoamericano). El Estado y su soberanía fueron así presentados a la opinión pública como universales, y así fueron aceptados en muchos países de Europa continental e Hispanoamérica. El Estado soberano se convirtió, para muchos países y millones de personas, en una premisa indiscutida y universal, lo cual justamente da mayor relevancia a la presente crisis.

Ahora bien, ¿es la crisis tan radical? ¿Es este nuevo escenario tan nuevo? ¿Eran la soberanía y el Estado tan universales?

La soberanía no es algo natural, como la lluvia, ni una cosa tangible como una ruina griega que puede descubrirse en unas excavaciones. Si lo fuera, allí donde lo encontráramos, aunque fuese en la Antártida, podríamos hablar con propiedad de soberanía y Estado. Tampoco es un sentimiento natural como el amor, ni una idea universal como el bien. Es una construcción cultural y política fabricada para fortalecer el poder de los reyes absolutistas en la Europa de las guerras de religión. Estaba ligada a un tipo de armamento, una cultura, unos intereses políticos y unas circunstancias sociales y económicas. Después fue revestida con el halo de la obligación ética, el cientificismo y la objetividad, que le hicieron tomar el aspecto de un axioma científico en vez de un rasgo de la general ideología estatista. Pero lo cierto es que aunque los siglos nos hayan acostumbrado, la soberanía sigue reteniendo un aspecto un tanto repugnante a cualquier persona sensible, pues la sola idea de un poder humano absoluto e ilimitado tiene, en principio, algo de inmoral y no fue (ni es) cristiana. Por eso Gaspar de Añastro, al traducir en 1591 los Seis Libros dé la República de Bodino, tuvo que «enmendarlos católicamente» para hacerlos tolerables para la mentalidad de los españoles de la época. La idea de soberanía siempre tenderá a chocar con las de Estado de derecho y derechos innatos.

Así las cosas, si la soberanía respondió a unas circunstancias determinadas, poco debe sorprendernos que la desaparición de esas circunstancias coadyuve a su final. Detrás de tantas teorizaciones sobre la soberanía, detrás de tantos tratados y manuales voluminosos, están los hechos, a veces crudos: un tipo de armamento —armas de pólvora y ejércitos permanentes; «éstos son mis poderes», como dijo un gobernante español de la época— hizo posible la soberanía, y otro la arruinó. Ningún Estado medio puede hoy garantizar la inviolabilidad de su territorio; ninguno dispone de la tecnología necesaria para librar él solo una guerra moderna. Ya la Primera Guerra Mundial fue una guerra de bloques, no de Estados; incluso lo fue la española de 1936-39, a pesar de tratarse de una guerra civil. La guerra del Golfo de 1991 fue ya casi una guerra imperial clásica: el «emperador» llama a los «reyes», que acuden a formar un ejército aliado en el que no hay igualdad entre las partes. Al finalizar, Bush pidió a sus aliados una contribución económica, como los emperadores tenían que pedir dinero para sufragar las guerras. Hasta el observador más desavisado pudo percibir el escaso carácter estatal de esta contienda. En el futuro, las guerras no serán, normalmente, guerras entre Estados.

Aparte de estas razones prácticas, hay que destacar que, en realidad, la soberanía nunca ha sido universal ni en teoría: sólo se ha dado allí donde hubo Estados con todos sus atributos, esto es, casi sólo en Europa continental; y aun Alemania e Italia no se constituyeron en Estados hasta hace poco más de un siglo. Europa exportó el Estado soberano a Hispanoamérica: el discurso formal de la soberanía prendió pronto y oficialmente gozó de buena salud hasta nuestros días. Pero cabe preguntarnos qué significaba eso realmente, en algunos países que no controlaban sus poderes fácticos internos, ni su moneda, ni su deuda, ni sus exportaciones, ni —a veces— la totalidad de su territorio, ni su política exterior. No es soberano quien no puede asegurar mínimamente su independencia ad extra ni su monopolio del poder ad intra.

En el campo teórico, la soberanía no fue recibida en la cultura anglosajona, aunque Hobbes fuera inglés. Para los ingleses y americanos el verdadero Estado, el Estado en sentido fuerte, fue un descubrimiento de este siglo. Eran stateless societies, sociedades sin Estado, cuyo principal rasgo era más significativo por ser negativo: no pensar en el Estado, no escribir tratados sobre estos temas, no crear asignaturas de Teoría del Estado, no hacer teorías sobre la soberanía.

Se me replicará que precisamente la soberanía del Parlamento es un dogma del derecho constitucional inglés desde Blackstone y, sobre todo, desde Dicey. Pero Inglaterra no es el país para llevar las teorías al extremo; si se llevara al extremo, la soberanía del Parlamento haría inviable el Rule of Law, orgullo del mismo Dicey, y los Englishmen birthrights. Pues, efectivamente, «Constitución» y «soberanía» son conceptos contradictorios, a pesar de los forzados matrimonios de conveniencia desde Rousseau y 1789. ¿Cómo podría un soberano, si realmente lo es, admitir que debe sujetarse al derecho y que los ciudadanos tienen derechos innatos? No fue casualidad que en los países de la soberanía y la Teoría del Estado, los derechos fueran concebidos como autolimitaciones del Estado y no como derechos por nacimiento.

EL CONCEPTO DE SOBERANÍA HOY: ¿INSTRUMENTO O ESTORBO?

Son tales los cambios que sería imposible que la soberanía no los acusara: de Bodino al siglo XXI, de la imprenta a Internet, de las armas de pólvora a la guerra electrónica, de la modernidad a la postmodernidad, de la física clásica a la de la relatividad (y las posteriores), de la economía mercantilista de Estados nacionales a la economía mundializada incontrolable por los Estados, algunos menos poderosos que una multinacional petrolera. Pero no será la primera vez que vivimos en un mundo globalizado: antes de la soberanía, el mundo ya estaba relativamente globalizado. La soberanía troceó Europa en Estados independientes, haciendo así nacer el derecho internacional. Los procesos de independencia y descolonización generalizaron luego el modelo, troceando toda la superficie del planeta: es lógico, entonces, que el ímpetu de la globalización atrepelle las fronteras de los Estados soberanos. Es claro que la construcción europea no podría avanzar mucho si los Estados miembros continuaran siendo soberanos (suponiendo que realmente lo fueran antes, lo que no era cierto en todos los casos).

Es importante notar que, más tarde o más temprano, el conjunto de las circunstancias mencionadas convertirían la soberanía en materia para la historia en todo caso, con o sin Unión Europea, NAFTA o MERCOSUR. ¿Qué control puede hoy ejercer sobre su propia economía un Estado medio? ¿Puede escaparse al gobierno indirecto de los Siete Grandes, de las multinacionales, de los propietarios de la tecnología, de las burocracias internacionales? Los agentes económicos no se paran a consultar la ortodoxia de los manuales clásicos ni las constituciones de los Estados.

¿Qué queda de la soberanía en este nuestro mundo menos monista, más policéntrico, rico en geometrías variables? Si nos referimos a la soberanía en su sentido estricto, como poder monista, absoluto e ilimitado, poco perderíamos con su desaparición incluso formal. Los juristas, que tanto hemos contribuido a presentar la soberanía como un concepto científico indiscutible y universal, deberíamos, quizá, enseñar derecho público como si realmente ya no existiera, como si los Estados, aunque su nombre y su maquinaria continúen durante siglos, fuesen a durar poco como verdaderos y plenos Estados. En cambio, si nos referimos a la soberanía como titularidad originaria de la potestad en una comunidad política, la respuesta no tiene que ser la misma. Por globalizado que esté el mundo, siempre tendrá sentido una cláusula constitucional que diga que la soberanía en Lituania reside en el pueblo lituano, o algo semejante, aunque, claro está, ello no implica que ni ese pueblo ni sus poderes públicos estén en condiciones de ejercer un poder absoluto.

En este panorama, que a algunos le puede parecer tan duro y desprotegido como «el zorro libre en el gallinero libre», ¿qué suerte van a correr las comunidades políticas medias y pequeñas dejadas a la intemperie, privadas de la protección, mucha o poca, que les brindaba la soberanía?

En primer lugar, está por ver que el mundo post-estatal o no-estatal tenga necesariamente que ser más crudo que el estatal. Históricamente no fue así. Cuando el imperio austro-húngaro dejó paso al Estado —a los diversos Estados que resultaron de su fragmentación— las cosas se pusieron más duras, con consecuencias que todavía se pueden ver. En general, la experiencia muestra que los Estados soberanos, con su pretensión de monismo y homogeneidad interna, han sido poco condescendientes con las comunidades políticas menores y a veces llegaron a borrarlas del mapa por la asimilación forzada o la violencia. Como mínimo, siempre han estado incómodas y disminuidas, como sabemos por experiencia los naturales de alguna de ellas.

Cabe suponer que la globalización no se producirá en bloque ni en un único escenario total, sino por sectores de actividad, sobre todo económicos o medioambientales, y por grandes organizaciones continentales o subcontinentales como MERCOSUR o la Unión Europea. Sería ilusorio pensar que dentro de ellas fueran a darse unas relaciones de perfecta igualdad, pues eso ya no ocurría ni en el seno del más unitario de los Estados tradicionales. De esta manera, adherirse a una de esas grandes organizaciones supra-estatales encabezadas por algún socio de notable peso específico, como los Estados Unidos o Alemania, puede tener muchos aspectos positivos y puede ser la única salida realista, pero también se parece a fundar una sociedad gastronómica con un león, justo cuando ya no quedará ni la protección formal de la soberanía. ¿Qué hacer, entonces?

Lo primero, cambiar nuestra mentalidad. Las disputas por la independencia y la soberanía, que aún pueden verse en tantos sitios, ya no son lógicas, al menos en los términos anteriores. La disyuntiva «o Estado independiente o nada» fue un producto del estatismo —presuponía un mundo en el que no hay más actores que Estados— que está a punto de perder su sentido porque independiente de verdad ya no lo es España, ni, quizá, la propia Alemania. La paradoja de que Alemania, con toda su hegemonía, pueda no ser independiente en el sentido de Francia o Prusia en el siglo pasado, nos dice mucho sobre cómo son los nuevos escenarios: un Estado puede llegar a ser uno de los más importantes del mundo, perdiendo independencia en el sentido literal de la palabra. Si esto es así, sería una prueba de que la globalización no es necesariamente un mal negocio en el que sólo uno puede ganar y sólo a costa del otro. Podría ser así, y sin duda que algo tendremos que perder —véase la experiencia—, pero también algo que ganar. Y puede ser que perdiendo soberanía, se pueda, a la postre, ganar: ganar influencia, riqueza o incluso poderes efectivos. Una Alemania aislada sería hoy menos poderosa, aunque fuera más independiente.

Lo primero, por lo tanto, sería adaptar nuestra mentalidad para poder nadar en estas aguas. Deberíamos introducirnos en la mentalidad del pacto, el pluralismo y las geometrías variables, en lugar de la mentalidad monista de la soberanía; admitir la difuminación de la distinción entre lo internacional y lo doméstico; dar más importancia a lo material que a lo formal, no concentrar nuestros esfuerzos en mantener intocado el constitucionalismo estatista y codificado (me refiero al constitucionalismo formal; el material, i.e., dividir el poder, someterlo al derecho y garantizar las libertades, es tan importante hoy como siempre). Tendríamos que admitir que puedan coexistir varios niveles de constitucionalidad, varias constituciones, sistemas jurídicos, poderes, gobiernos y tribunales accionando sobre un mismo territorio y unas mismas personas y, lo que es peor, no siempre según una clara distribución de competencias. Si somos realistas, no podemos ignorar que los nuevos poderes centrales, como el de Bruselas, tenderán a crecer con o sin listas de asignación de competencias al estilo de los federalismos.

Lo segundo, los pequeños o débiles (incluyendo tanto un Estado pequeño como una nación sin Estado, o también una región, según las circunstancias) tenemos que protegernos, aunque no a base de aislarnos. Para ello existen algunas posibilidades, como las que siguen.

La primera sería establecer núcleos duros, materias reservadas o terrenos exentos en los que no puedan entrar los nuevos poderes centrales y en los que, al revés que las típicas cláusulas de supremacía federales, el derecho general no prime sobre el del Estado miembro. Puede ese núcleo duro no ser muy importante —por ejemplo, alguna tradición local o regional— o puede serlo —por ejemplo, los derechos fundamentales—, pero lo esencial es que exista. Esto, en cierto modo, ocurre ya con los derechos y algunos otros aspectos nucleares de la Constitución alemana, que no ceden ante el derecho comunitario europeo. Como nos adherimos a estas grandes organizaciones en virtud de un contrato, podemos blindar algunas áreas exentas, que siempre retendremos en nuestra esfera de competencia por la simple razón de no haberlas entregado nunca. Si Escocia conservó hasta hoy su sistema educativo y su derecho es por habérselos reservado cuando pactó su unión con Inglaterra para formar la Gran Bretaña en 1707; si Navarra conserva su derecho privado hasta hoy es por su fuero propio y no por concesión del poder central español. También hay que pactar la posibilidad de no sumarse a todas las posibles ampliaciones de las competencias centrales, así como dejar puertas abiertas para retirarse de algunas de las políticas generales de la nueva unión.

En segundo lugar, la pérdida de independencia, que en algún grado será inevitable, puede compensarse con una mayor participación en la toma de las decisiones generales; sería algo así como potenciar el federalismo cooperativo, si constatamos que no lo puede haber dual. Así hace Alemania: no sólo la Federación alemana, sino incluso sus Länder participan, en cierta medida, en el núcleo mismo de la gobernación europea. También es interesante, aunque el caso sea diferente, el ejemplo de Irlanda: pequeña, poco poblada y periférica, al ceder soberanía para participar en la Unión Europea ha alcanzado un status en el concierto de las naciones europeas sin duda mayor que el que tenía cuando era legalmente soberana e independiente, pero reducida de facto a apéndice del Reino Unido.

Tercero: en este nuevo paisaje el pacto va a ser más importante que en el tradicional panorama de Estados soberanos. Estos no tenían nada que pactar: no se basaban en el contrato, ni en la libertad de negociar y pertenecer o no a ellos, sino en la necesidad y en la obligación. Los contratos sociales hobbesiano y rousseauniano, aunque contractuales, no disminuían el monismo estatista. En nuestros días, en un futuro tan cercano que ya es presente, aunque el pez grande siga siendo más poderoso que el chico, la manera normal de formar estas grandes organizaciones supra-estatales será por medio de contratos, pactos o tratados. Esto abrirá la puerta a la mentalidad pactista, tan diferente de la estatista. Hay otra palabra, pero desafortunada en castellano: el «consociacionalismo». Dentro de una asociación generada por ese procedimiento, las consecuencias que se extraen del carácter pacticio siempre beneficiarán a los más débiles. En el Senado norteamericano, como es sabido, si se pone de acuerdo un grupo de senadores que representan sólo al 16% de la población de los Estados Unidos, son capaces de bloquear una ley.

La primera consecuencia es que los nuevos poderes centrales no estarán legitimados para actuar más allá de donde les autorice el pacto: como sus potestades no serán originarias sino derivadas, no podrán exceder de los términos pactados. No deberán actuar ultra vires so pena de incurrir en exceso de poder, ni podrán alegar competencia sobre la competencia, pues es incompatible con la idea de potestad derivada, limitada y destinada a fines concretos, que es inherente a la condición pacticia. La experiencia en la Unión Europea es que hasta ahora sus órganos de gobierno han actuado como si tuvieran una competencia originaria general y expansiva, a lo cual se ha enfrentado el Tribunal Constitucional alemán, aunque ya un poco tarde. Con todo, hablando en general, no es menos cierto que los Estados miembros han consentido, al menos con los hechos.

Otra segunda consecuencia es que el pacto generará una responsabilidad mayor: las instituciones de gobierno surgidas de un pacto son poderes delegados y, como tales, deben ser responsables ante los delegantes (tampoco este aspecto es satisfactorio hasta ahora en la Unión Europea). Esa condición pacticia y delegada y ese reforzamiento de la responsabilidad deberán cooperar para que los gobiernos regionales o estatales democráticamente elegidos no resulten eclipsados por unas élites tecnocráticas transnacionales que imponen sus propias políticas sin responder ante nadie.

CONCLUSIÓN

Huelga decir que frente a problemas tan generales como éstos no hay soluciones perfectas. Aunque se siguiesen las pautas que aquí estoy sugiriendo, u otras, continuaríamos teniendo grandes problemas, de los cuales el más importante, que engloba a los demás, es la tendencia al crecimiento de los poderes centrales en todas las experiencias federales o similares. En teoría no es demasiado difícil evitar el centralismo, recurriendo a repartos de competencias bien diseñados y principios como el de subsidiariedad. En la práctica, el crecimiento de los poderes centrales es cuestión de tiempo, a menos que nos esforcemos muy seriamente por impedirlo. Por bien diseñadas que estén las listas de competencias, en la realidad los casos dudosos —y casi no hay materia importante en que no quepa duda de si es competencia central o del Estado miembro— acaban siendo sentenciados no por la literalidad de las listas sino por algún principio, como las cláusulas norteamericanas de supremacía y comercio. Frente a estos eficaces principios, el de subsidiariedad, desnaturalizado y mal definido, sospechoso de desmejorar los resultados prácticos, tiene que esforzarse mucho para penetrar en la mentalidad europea de hoy.

Relacionados con este gran problema existen otros: cómo mantener el equilibrio entre los distintos sistemas jurídicos y constituciones en juego (a veces hasta tres, como en los Länder alemanes), y cómo articular las competencias y resolver los conflictos preservando los derechos de las comunidades políticas más pequeñas o débiles —muchas de ellas infra-estatales—, aunque se resienta la eficiencia; será el precio por la libertad y el autogobierno.

Pero la más grave objeción es que todas estas propuestas, como son de naturaleza jurídica e institucional, pueden resultar poco efectivas frente a los poderosos actores económicos modernos, los cambios en la tecnología de la guerra o de las comunicaciones.

Cierto, pero ¿qué otras posibilidades hay? Volver a esculpir la soberanía en palabras marmóreas tampoco serviría de mucho contra esas fuerzas incontrolables. Como dice Neil MacCormick, tendremos que admitir que no todos los problemas tendrán una solución jurídica (MacCormick, «La sentencia de Maastricht: soberanía ahora», Debats 55, marzo 1996, pp. 25-30).

¿Es, entonces, el concepto de soberanía un estorbo en nuestros días? En su acepción propia, sí. D’Ors, en La posesión del espacio (Madrid, 1998), prescinde abiertamente de ella y habla de «preferencias posesorias» territoriales. Ciertamente, no faltan defensores de la soberanía, aunque para salvarla tengan que cambiarla tanto que ya no se sabe si aquello es soberanía (ver, por ejemplo, Raia Prokhovnik, «The State of Liberal Sovereignty», British Journal of Politics & International Relations 1 (abril 1999), pp. 63-83, con abundante bibliografía).

De esta manera, entiendo que en su acepción propia la soberanía es hoy un estorbo (o sea, algo no sólo inútil sino incluso molesto). Pero bajo una de las acepciones, precisamente la impropia —titularidad originaria de la potestad, que designa la legitimidad y no la summa potestas—, puede ser útil. Como decíamos, una cláusula constitucional como «la soberanía reside en el pueblo español», o escocés, o portugués, u otra semejante, no va a dar a ese pueblo ningún efectivo poder absoluto, ni quizá tampoco relativo, pero puede obligar al nuevo poder central a actuar conforme a la exigencia de legitimidad que de ahí se derive. Así, todas las potestades que se ejerzan en el territorio de ese pueblo deberán ser justificables en virtud de alguna aprobación, siquiera remota e indirecta, del titular de la soberanía originaria o de sus representantes, responsables ante el mismo. De la misma manera, los cambios importantes en la «constitución» de la nueva organización supraestatal han de ser aprobados, siquiera indirectamente, por los titulares de la soberanía. Y éstos no son los órganos de gobierno europeos sino los pueblos de los Estados miembros, «dueños de los Tratados» (aclararemos que, de momento, la Unión Europea sólo tiene fragmentos de constitucionalidad, materiales más que formales, aunque ya suficientes para hablar de una Constitución europea por analogía y en sentido material).

Y si el soberano y dueño del Tratado de la Unión Europea no es el gobierno de las Comunidades sino los pueblos, las instituciones europeas no serán sino delegadas de los titulares de la soberanía, y deberían ser responsables, siquiera remota e indirectamente, ante los mismos. Así, esta línea argumentai vuelve a reforzar la lógica pacticia y contractual. En la práctica, en los conflictos que se están dando en el seno de la Unión Europea en nuestros días, cuando se habla de soberanía es, en muchos casos, desde este enfoque: titularidad sobre materias discutidas, conflictos con las constituciones de los miembros, extensión de las potestades de Bruselas, posibilidad de retirarse, legitimidad de las decisiones comunitarias… Aunque fuera su significado genuino, cada vez es más raro discutir sobre la soberanía como poder absoluto e ilimitado, pues ya los miembros no la tienen, pero Bruselas tampoco la tiene aún, y es de esperar que no llegue a tenerla nunca.

En resumen: de una manera o de otra, la soberanía terminaría languideciendo con o sin procesos formales de globalización porque devendría planta sin tierra. Véase el proceso de paz en el Ulster: aspira a poner fin a la violencia sobrepasando las soberanías allí implicadas.

La soberanía ha envenenado también los conflictos nacionalistas, forzando a las pequeñas naciones a adoptar una postura tan absolutista como la del Estado soberano que las oprime o menoscaba. Los pequeños nacionalismos que se enfrentan a los Estados soberanos tienen escasas posibilidades de éxito a menos que adopten una postura igualmente estatista, de lo cual abundan los ejemplos. Algunos nacionalismos no estatales se radicalizan y acaban luchando por el anacronismo de un Estado soberano a menor escala, porque su oponente, según el monismo de la teoría de la soberanía, no tiene por qué ceder mientras pueda evitarlo. Así fue radicalizándose la postura cubana frente a España a lo largo del siglo XIX, hasta terminar en guerra, mientras que los nacionalismos escocés y galés pudieron mantenerse más blandos. Dentro de España: el nacionalismo gallego, blando y más basado en la cultura y la autoidentificación que en la reivindicación política dura, impresiona menos a Madrid que el nacionalismo duro, tan absolutista como el español que tiene ante él (los nacionalismos no asumieron una actitud estatista hasta bien entrado el siglo XX; en estos años hay indicios de que el vasco, el más duro, podía estar abandonándola).

Por otro lado, la globalización no es enteramente nueva. El mundo estuvo globalizado bajo el Imperio Romano y después en la Cristiandad medieval, en la cual desempeñó un notable papel el Camino de Santiago, en el que se escriben estas líneas. Aquel mundo globalizado fue al mismo tiempo localista. La dinámica de la globalización es diferente de la estatal: en vez de monismo, pluralismo; en vez de universalismo versus localismo, ambos; y en vez de independencia versus dependencia, interdependencia, pues hasta los poderosos necesitan de los demás y no pueden imponerse por la fuerza siempre ni en todo.

Después de todos estos cambios, después de la soberanía, ¿sobrevivirá España como Estado? Puede decirse que no, pues el Estado español actual es una especie de gran agencia mediadora que puede durar mucho, pero ya no reúne los atributos de un Estado, llámese como se llame.

¿Sobrevivirá España como nación? Es difícil responder; depende de varios factores; es posible que no.

Depende de su flexibilidad para constituirse en «nación de naciones» y así, asumido todo pluralismo territorial interno, desempeñar su papel en el nuevo panorama global (pero el pluralismo territorial le repugnaba; ¿aprenderá a hacer de la necesidad virtud?).

Depende de su capacidad para soltar el lastre estatista y reencontrarse con la España pre-estatal (pero ésta ya no existe; no sobrevivió a la refundación del Estado español en la modernidad, en los siglos XIX y XX).

Depende de su capacidad para cultivar una vieja y nueva clase de relación con América (si reniega de América o la concibe sólo como un mercado, reniega en parte de sí misma, y ya ha abandonado bastantes de sus señas de identidad).

Depende de su capacidad para integrar auténticas comunidades políticas menores y, con ellas, ser en la Unión Europea algo más que una porción de mercado común, pues Europa está demostrando ser un potente corrosivo de lo que queda de España, como también de Bélgica, mientras que no de Alemania (pero hay que reconocer que, en parte, es por la actitud de la propia España).

Antes de concluir: se notará que hemos llegado hasta aquí sin reparar en que la pregunta está mal formulada, pues «España como Estado» es una frase clara, pero ¿qué significa «España como nación» ? Quizá sea un signo general de estos tiempos, pero lo cierto es que esas palabras cada vez significan algo menos definido, menos relevante. Y cuanto menos signifiquen, cuanto menos diferencias impliquen, menos importancia tendrá saber qué forma concreta adoptará el desenlace de esta cuestión mal formulada.

 

NOTA

Este artículo es una «elaboración de sendos trabajos presentados en 1998 bajo el título «Soberanía y globalización» en México, y en las XXIX Jornadas de Derecho Público celebradas en Santiago de Chile.

Catedrático de Derecho Constitucional,.Profesor Ad Honorem, Universidad de Santiago de Compostela.