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Jorge Lago. Sociólogo. Profesor en la Universidad Carlos III de Madrid.


Avance

No es fácil identificar las causas y antecedentes y valorar las consecuencias de un acontecimiento histórico, como es el caso del 15M. Porque carecemos de perspectiva temporal para calibrar su alcance —¿fue una ventana de oportunidad política cerrada o que ha quedado entreabierta?— y porque resultaría determinista establecer conexiones fijas y necesarias entre la crisis financiera de 2008 que prologa el 15M y sus expresiones y traducciones políticas. No se puede afirmar que fuera una crisis de Estado, pues este seguía funcionando con normalidad, pero sí «una tormenta perfecta» de desafección y movilización ciudadanas ante el agotamiento de un modelo económico, social y político que está latente desde el crack de 2008 y se manifiesta en las protestas de 2011. La ola de indignación y el deseo de regeneracionismo democrático se concretó en demandas que podían articularse por la vía progresista o reaccionaria, pero de las distintas hipótesis en juego acabó dominando la que se materializó en el fenómeno de Podemos. Parecía que el campo político ya no estaba marcado por el eje izquierda/derecha, presente a lo largo del régimen del 78, sino por la contraposición política entre democracia y oligarquía y la contraposición social entre el pueblo y las élites (o «la famosa casta»). Y a esta necesidad respondía Podemos, a través de liderazgos que articulaban identificaciones populares amplias y de la construcción de sujetos políticos desde lo electoral. Del carácter horizontal de las movilizaciones en las plazas se pasó al verticalismo en la organización del partido, y de la ausencia de liderazgos a la apuesta por hiperliderazgos mediáticos. De esta forma, «traducía tanto como traicionaba los rasgos fundamentales que asociamos al 15M».

Tres fases marcaron el proceso. En la primera, «el momento expresivo del 15M», se manifestaron formas heterogéneas de indignación; en la segunda, «momento de traducción político-institucional», se articula políticamente esa heterogeneidad; y en la tercera, o «momento de reflujo» en el que nos encontramos, se buscan nuevos horizontes, bien hacia posiciones previas al 15M como Podemos, o hacia una síntesis entre el populismo de Podemos, fórmulas socialdemócratas recicladas y la tradición de los partidos verdes europeos, como parece apuntar Sumar.

Los grandes relatos políticos del siglo XX proyectaban los conflictos del presente en el futuro, imaginando la solución: el liberalismo fiándola al progreso ilimitado; la socialdemocracia mediante un contrato social en favor de la igualdad; el comunismo a través de un horizonte revolucionario. Tal esquema ha dejado de funcionar en el siglo XXI, pues no hay futuro en el que proyectar resueltos los conflictos del presente, de manera que éste acaba replegado sobre sí mismo. El 15M fue la primera expresión de ese presente sin futuro. Podemos trató de vehicular institucionalmente la plural y heterogénea insatisfacción, pero sin ánimo de encuadrarla en un gran relato; quizá por eso pudo abarcar una amplia gama de deseos, acaso contradictorios, de millones de personas, pero se mostró luego incapaz de mantener la cohesión y ofrecer un horizonte de futuro.


Artículo

S

e corren siempre riesgos al pretender identificar o acotar las causas de un acontecimiento histórico, más si éste es reciente. El primer riesgo es, quizá, el de no calibrar adecuadamente la distancia que nos separa del acontecimiento estudiado. Y no solo por la siempre necesaria perspectiva histórica, esa que pidió Mao en respuesta a la pregunta del recientemente fallecido Henry Kissinger sobre la Revolución Francesa (ya saben, Mao respondió que aún era pronto para responder a esa pregunta). No, también hace falta otro tipo de distancia, epistemológica además de temporal, referida a la posibilidad nada desdeñable de que se pretenda dar cuenta de un acontecimiento histórico, y el caso del 15M es quizá un ejemplo de ello, que no ha terminado aún, o cuyos efectos siguen, en cualquier caso, afectando al presente y condicionando por tanto el futuro. Pero si cabe la posibilidad de que el acontecimiento estudiado no haya terminado aún de decir todo lo que tiene que decirle a la historia, las causas que identifiquemos hoy correrán necesariamente el riesgo de ser incompletas o quedar desfasadas tan pronto como descubramos nuevos efectos de un acontecimiento que considerábamos ingenuamente terminado.

Es bien distinto, en este sentido, considerar al 15M como un momento acotado en el tiempo y separado, por ejemplo, del ciclo político posterior —con el surgimiento de nuevos partidos políticos y nuevas candidaturas municipalistas— que dar cuenta de ese ciclo político como parte de un proceso más amplio —¿un momento populista? — que el 15M inaugura. Y, por la misma razón, el análisis será necesariamente diferente si interpretamos el ciclo político posterior al 15M como una ventana de oportunidad política hoy cerrada, y por tanto clausurados sus efectos y posibilidades que, si optamos, en contra, por considerar que esa ventana ha quedado entreabierta y la potencia que inauguró el 15M está aún lejos de agotarse. Es claro, pues, que las consecuencias de apostar por uno u otro marco temporal son decisivas para identificar unas u otras causas.

El segundo riesgo es más esquivo y contraintuitivo pero, a mi juicio, igualmente decisivo y no debería ser por ello ignorado: el hecho tozudo de que la disputa—intelectual, académica, periodística, política— en torno a las razones, alcance y posibilidades de cualquier acontecimiento histórico reciente acaban condicionando su propio destino. Dicho en otras palabras: las observaciones sobre el presente nunca son externas a su devenir, al contrario, lo conforman o influyen, coadyuvando a su desarrollo efectivo. Optar por una u otra explicación, por una u otra acotación temporal del marco de la observación, o identificar unas u otras causas acaban influyendo, esa es la naturaleza reflexiva del saber sobre el presente, sobre el objeto observado.

Un tercer y último riesgo debe ser contemplado: el de convertir las causas y antecedentes de un acontecimiento histórico en necesidades objetivas de su despliegue y devenir, reduciendo así la política a un reflejo condicionado de fuerzas (económicas, estructurales, culturales) que se imponen a la voluntad y la decisión de los sujetos. Se trata del riesgo, incluso de la tentación, de establecer correspondencias fijas y necesarias entre causas y efectos, entre, por ejemplo, la crisis financiera de 2008 que prologa el 15M y sus expresiones y traducciones políticas (indignación, ocupación del espacio público, creación posterior de nuevos partidos y formas de participación política, etc.). Una tentación, pues, determinista, que acabaría con lo propio de la acción política: que los hombres y mujeres hacen la historia, por más que no puedan elegir el contexto y el presente en el que la hacen, por parafrasear al viejo Marx. 

Es por ello conveniente subrayar que el 15M, y las causas que puedan estar detrás de su estallido, no marcan una dirección política posterior, ni son expresión de una forma coherente de descontento social o de movilización política. No proporcionan un discurso o una subjetividad que la política pueda luego representar sin más, ni dibujan un horizonte posible de transformación social unívoco. Para empezar: ¿es el 15M resultado de una crisis de régimen, de Estado, de representación y desafección, de la cultura política y los consensos que habían dado forma al régimen político, social y cultural de 1978? Sabemos, quizá, lo que no es: una crisis de Estado, pues las instituciones seguían funcionando en España, el país continuaba operando con cierta normalidad, por más que la desafección y movilización ciudadanas mostraran un agotamiento de su eficacia simbólica, vale decir, una legitimidad resquebrajada en la que los sucesivos casos de corrupción, en un contexto de crisis económica agudizada, impedían toda cicatrización de las heridas del sistema político.

El descenso relativo y absoluto de los salarios, el aumento del paro y de la precariedad laboral, el colapso generalizado en el acceso a la vivienda, sobre todo para los jóvenes, afectados por una indiscutible crisis de las expectativas de movilidad social que habían forjado los consensos sociales del régimen político de 1978, el agotamiento del modelo de desarrollo económico, de su traducción en drásticos recortes de los gastos sociales y en una precarización generalizada de nuestro ya de por sí débil, al menos en comparación con los países de nuestro entorno, Estado del bienestar… Sí, estábamos frente a una tormenta perfecta que se manifestaba en un descontento, una desafección o una indignación que, latentes desde 2008, se hacen explícitas en mayo de 2011.

Lo hacen, sin embargo y esto es sustantivo señalarlo, abriendo el espacio político a un abanico de posibilidades (no infinitas, sin duda, pero conteniendo una contingencia innegable en cuanto a la dirección y el sentido que adoptaran finalmente). La crisis política dependerá, por tanto, de ulteriores traducciones y apuestas en forma de hipótesis y estrategias. Y serán estas las que, siempre de forma retrospectiva, acaben nombrando y definiendo la naturaleza, el sentido y la dirección de esa misma crisis. Se trata, en suma, de un proceso histórico abierto cuyo cierre posterior, en una dirección u otra, acabará permitiendo nombrarla e identificarla.

El fenómeno de Podemos

Nada estaba escrito entonces, confluían multitud de demandas, sentidos y deseos plurales cuando no directamente contradictorios: tanto una crisis de expectativas de los hijos de la clase media como una indignación de corte casi tecnocrático contra la clase política y empresarial; un deseo de regeneracionismo democrático contra la corrupción tanto como una indignación de corte destituyente y antisistémica contra las élites y el modelo de desarrollo económico y social; un resurgir de la militancia anticapitalista al tiempo que un deseo de modernidad y novedad frente a la esclerotizada imagen que proyectaba la clase política, por ejemplo.  

Podemos sintetizar estas tensiones desde sus posibilidades políticas: el 15M contenía demandas, malestares, deseos, frustraciones o modalidades de indignación que podían articularse de forma progresista o reaccionaria, en un discurso regenerador tecnocrático o en una politización antagonista que, a su vez, podía dirigirse contra las élites políticas y económicas o, como ya sucedía en otros países de nuestro entorno, contra los más vulnerables y precarizados, abriendo la desafección hacia soluciones de corte reaccionario o postfascista.

De las distintas hipótesis que se pusieron en juego en aquel periodo, huelga quizá recordar que acabó dominando una, la que permite hoy entender el nacimiento y rápido crecimiento electoral y social del primer Podemos. Es posible quizá caracterizarla como hipótesis nacional popular o, si se prefiere, populista. Se trata, con todo, de una hipótesis fugaz: por razones que sería largo exponer aquí, acabará agotándose a finales de 2015 y principios de 2016, coincidiendo con la repetición electoral de las elecciones generales. Tres son, seguramente, sus pilares fundamentales:

En primer lugar, partía de una lectura de las posibilidades abiertas por el 15M en términos de un desplazamiento posible (vale decir, ya operando parcialmente en la sociedad, pero de forma espontánea o implícita y, por tanto, necesitado de un relato que lo encauzara, lo ampliara y lo hiciera efectivo) en las formas de identificación y subjetivación políticas: el eje izquierda/derecha, que había ordenado las posiciones políticas del régimen del 78, parecía declinar en favor de otra forma de ordenación e identificación políticas: la contraposición entre una ciudadanía o pueblo y sus élites políticas o económicas. Vale decir, una división del campo político entre democracia y oligarquía y del campo social entre el pueblo (o la gente) y las élites (o la famosa casta).

En segundo lugar, consideraba los liderazgos como catalizadores necesarios para la creación de identificaciones populares amplias, como nombres propios que podían representar nombres comunes tendencialmente mayoritarios. En definitiva, articuladores de demandas y significantes que, dada su ambivalencia o apertura (los famosos significantes vacíos que teorizara Ernesto Laclau), operaban la difícil tarea de poner en común a sujetos cada vez más heterogéneos.

En tercer lugar, y en contra de las formas tradicionales de entender la acción política desde la izquierda y los espacios militantes, se planteó no solo como posible sino como estrategia necesaria, construir sujetos políticos desde lo electoral, sin pasar por la ardua y militante tarea de acumular fuerza, victorias y conquistas en un largo trabajo de acumulación originaria de fuerza política. Se podía (¡y se debía!) empezar por lo que tradicionalmente se había considerado un punto de llegada (y que, esa era la paradoja que los paralizaba, nunca terminaba de alcanzarse). 

Es claro que esta hipótesis política traducía tanto como traicionaba los rasgos fundamentales que habitualmente asociamos al 15M: del horizontalismo propio de esa suerte de democracia en acción que caracterizó la experiencia política de las plazas al evidente verticalismo de las formas de organización de los nuevos partidos; o de la ausencia de liderazgos que caracterizó los repertorios de acción del 15M a la apuesta por hiperliderazgos mediáticos. Y es por tanto tentador distinguir, incluso oponer, el 15M a su traducción/traición posterior. Como es posible, incluso analíticamente sensato, distinguir entre la fase populista de la construcción política, tanto organizativa como programática y discursiva, del primer Podemos, y la deriva hacia posiciones políticas izquierdistas clásicas a partir de 2016. Con todo, también podemos enmarcar este juego de diferencias en un cuadro más amplio que engloba esas distinciones como momentos de un mismo ciclo y proceso, en el que podríamos identificar tres fases sucesivas pero no necesarias: una primera en la que se expresan sin traducción ni articulación política formas extraordinariamente heterogéneas, tanto por sus causas como por los sujetos que las expresan, de malestar, indignación e insatisfacción (momento expresivo del 15M); una segunda que busca, precisamente, articular esa enorme heterogeneidad mediante formas políticas que desbordan los ejes de diferenciación e identificación ideológicos (momento de traducción político-institucional del 15M); y una tercera fase, en la que nos encontraríamos ahora, que daría cuenta de los límites del momento populista para sostenerse en el tiempo y dibujar horizontes de transformación política y social (momento de reflujo, bien hacia posiciones previas al 15M como Podemos, bien hacia una síntesis entre el momento populista de Podemos, renovadas políticas socialdemócratas y la tradición de los partidos verdes europeos, como parece apuntar Sumar).

Pero para entender estas tres fases como partes de un momento más amplio (el momento populista de la política contemporánea), se vuelve quizá necesario identificar algún rasgo común capaz de englobarlas, una suerte de causa que abrace y comprenda las tres fases y permita, incluso, explicar las diferencias que explican sus distintas fases. Esta causa no la hallaremos, seguramente, en los rasgos positivos que hemos habitualmente identificado como causas inmediatas del 15M: la crisis financiera de 2008 y, con ella, los estragos y límites de las cuatro décadas de hegemonía neoliberal; tampoco la desafección política resultado de las mismas cuatro décadas, pero esta vez del bipartidismo del régimen del 78 y sus distintas formas de agotamiento (corrupción, polarización, crisis territorial, por ejemplo).

Crisis de los relatos políticos del siglo XX

Podemos quizá, a modo de conclusión, avanzar una hipótesis explicativa acerca de una suerte de causa última, o primera, del momento populista y, por tanto, de las tres fases diferenciales que venimos de recorrer: la de una crisis más amplia y profunda que la meramente económica y financiera o la de la desafección política, una crisis que atraviesa la política occidental con evidentes diferencias nacionales. Una crisis de los relatos políticos del siglo XX y de las formas en las que daban sentido al presente gracias a un trabajo narrativo con el futuro. La política del siglo XX, y sus diferentes expresiones ideológicas, operaba mediante una resolución de los conflictos políticos del presente —de clase, género, raza, ecológicos, urbanos, etc.— mediante una estructura narrativa que los imaginaba resueltos en el futuro: el liberalismo mediante la idea de un progreso ilimitado de acumulación y crecimiento; la socialdemocracia mediante un contrato social en favor de la igualdad o, en todo caso, de la reducción paulatina y progresiva de las diferencias sociales; el comunismo mediante un horizonte revolucionario que operaba como pantalla invertida del presente mediante en la que se proyectaban resueltos definitivamente los conflictos del presente.

Pero quizá lo específico de la política en el siglo XXI, una especificidad de la que el momento populista no es sino su síntoma más destacado, es que este esquema de resolución ficcional del conflicto del presente mediante su proyección en el futuro ha dejado de funcionar. No hay futuro en el que imaginar, desplazar, proyectar resueltos los conflictos del presente. El presente se queda así sin horizonte de resolución de los conflictos, y acaba así replegado sobre sí mismo, incapaz de imaginarse en un tiempo porvenir. El 15M fue la primera expresión, al menos en España, de ese presente sin futuro, y las formas y repertorios de acción política del 15M fueron seguramente un ejemplo de ello: la insistencia, a veces exasperante, otras fascinante, de practicar la política, de actuar la democracia, de aceptar y habitar en las plazas lo político mismo, de expresar una insatisfacción heterogénea y una impugnación genuina del orden político presente sin la pulsión, esta es la novedad, de imaginar resueltos los conflictos políticos mediante un relato coherente o una gran narrativa sobre el futuro —¿qué futuro?—, es decir, sin recurrir a una ficción —o ideología— propia del siglo XX.

Y, por su parte, el ciclo político que inaugura Podemos es seguramente el intento de articular esa plural y heterogénea insatisfacción, de representarla, acogerla y traducirla institucionalmente, aunque sin la capacidad —ni la voluntad— de enmarcarla en un relato superador, es decir, en una gran narrativa ideológico política. Es esta ausencia de horizonte político, propia del momento populista, la que explica seguramente tanto la sorprendente capacidad que tuvo aquel Podemos de conectar con anhelos y deseos, distintos y acaso contradictorios, de millones de personas, como la posterior dificultad, por no decir incapacidad, de sostener esa articulación y componer con ella una imagen confiable del futuro, es decir, un horizonte. Acaso, como señalábamos antes, porque en ausencia de un futuro en el que imaginar resueltos los conflictos del presente, la política, en el siglo XXI, queda siempre atrapada o replegada sobre sí misma. Acaso, en fin, porque aún no hemos descubierto cómo hacer política cuando ya no contamos con el futuro. Al menos con el futuro de progreso y esperanza que caracterizó al mundo moderno.


Imagen: Indignados en la Puerta del Sol. © Wikimedia Commons

Sociólogo. Profesor en la Universidad Carlos III de Madrid.