Luis García San Miguel

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El derecho a la intimidad y la vigilancia callejera

Luis García San Miguel La intimidad ha de ser protegida también en los lugares públicos: la legitimidad de las cámaras de vigilancia callejera necesitaría garantizar su buen uso y demostrar su eficacia. l anuncio de la posible instalación de cámaras de TV en las calles para un mejor control de la delincuencia probablemente Edesatará las críticas (si no las ha desatado ya) de quienes ven en ello un atentado a la intimidad. Lo que sigue es una reflexión improvisada sobre ese posible atentado. Convendrá comenzar por algunas consideraciones sobre el derecho a la intimidad (de lo que me ocupé más ampliamente en el libro Estudios sobre el derecho a la intimidad, Tecnos, 1993). Se suele definir la intimidad como el derecho a estar solo, lo que, si no se toma al pie de la letra, equivale a algo así como el derecho a que algunos aspectos de nuestra vida (lo que hacemos, lo que somos) no sean conocidos ni divulgados por los demás. La distinción entre conocimiento y divulgación es pertinente. En principio, es posible que alguien tenga derecho a saber algo de alguien, pero eso no significa que tenga derecho a publicarlo en un medio. El derecho a la intimidad consiste, por tanto, en una especie de cerca o de muro protector del que el individuo puede rodearse (puede, porque, si lo desea, nadie le impedirá franquear el paso a los visitantes) a fin de que otros no conozcan lo que es o lo que hace dentro de aquél. Cabe sospechar que, si se rodea del muro, es porque tiene algo que ocultar: algún vicio (el juego, la bebida, un comportamiento sexual deshonroso), quizás alguna desdicha (acaso su matrimonio va mal, sus hijos no son buenos estudiantes). Eso no ocurrirá siempre, pero puede ocurrir en ocasiones, y la intimidad se configura como un instrumento ofrecido al ciudadano para cubrir sus miserias y procurarse el buen nombre a que, según algunos, no tiene derecho. Esto es lo que hace antipático el derecho a muchas personas: ¿por qué no van a conocer los demás aquellas miserias? ¿Por qué puede disfrutar el ciudadano deshonesto de un buen nombre que no se merece? Si los demás pudieran conocer cómo es y cómo se comporta realmente, ¿no se vería forzado a corregirse? Sin negar que haya algo de razón en este argumento, habrá que preguntarse si un mundo en el que todos estuvieran sometidos al control de los demás (como en el Panóptico de Bentham o en la novela 1984 de Orwell) sería mejor que otro en el que cada uno pudiera, al menos en ciertas situaciones, hacer con su vida lo que quiera, sin que nadie le inspeccione ni le vigile. Para mí, la respuesta no ofrece dudas: el segundo mundo es mejor que el primero, por la sencilla razón de que en ese mundo es posible una mayor libertad individual que en el primero. Si nos vigilan o inspeccionan nos coaccionan. Para decidir libremente acerca de la propia vida es preciso, o...