E.T. A. Hoffmann

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Ultimas noticias de un hombre extravagante

PREFACIONo hace mucho que a la fonda local, que lleva el nombre de «Hotel de Brandenbourg», llegó un forastero al que en vista de su aspecto, de su entera conducta, cabía con razón calificar de un poco raro. Muy bajito, y además casi más flaco que flaco, con las rodillas considerablemente vueltas hacia dentro, corría, o más bien brincaba por las calles, con una extraña, se podría decir que incómoda velocidad, llevando ropajes de colores llamativos como, p.ej., lila, verde canario, etc., que a despecho de su delgadez le quedaban pequeños, y llevaba además en la cabeza un sombrerito redondo con una reluciente hebilla de acero, totalmente inclinado hacia la oreja izquierda. El hombre bajito se hacía peinar y empolvar todos los días del modo más bello, y se hacía una coleta de estudiante de los años noventa del género que indica al aspirante a genio (sobre las coletas de los estudiantes, etc. véase Lichtenberg1). El hombre bajito era además un extraordinario degustador; se hacía preparar las fuentes más sabrosas y comía y bebía con el apetito más desmedido. Cuando se había hartado a comer y beber, la boca se le hacía molino de viento o castillo de fuegos artificiales. En un santiamén, hablaba como un loro de Filosofía Natural, raras especies de monos, teatro, magnetismo, modelos de sombrero recién inventados, poesía, compresores, política y otras mil cosas, de tal modo que pronto se echaba de ver que era hombre instruido hasta la saciedad y tenía que haber brillado con luz propia en los salones estético-literarios. En general, el forastero sabía muchísimo de lo que se llama conversación refinada, y si se había tomado una copita de moscatel (un vino que prefería a todos) más de lo adecuado, dejaba entrever un espléndido humor y un asombroso sentido de la lengua alemana, si bien aseguraba tener que disimularlo un poco por culpa de la China, donde el año anterior se había dejado un par de botas que esperaba recobrar con astucia. Si por lo común no quería decir su religión, nombre y condición, en tan agradable estado de ánimo se le escapaba algún que otro término significativo, que sin duda parecía formar parte a su vez de algún insoluble jeroglífico. Daba a entender, por ejemplo, que siendo un artista importante ya se alimentaba en abundancia, pero luego había llegado de forma misteriosa a una condición muy elevada, que otorga al que la ostenta mucho más que el pan nuestro de cada día. Mientras hablaba gesticulaba con ambos brazos, pantomima que casi parecía como si quisiera tomar las medidas a alguien, y que amaba mucho y repetía con frecuencia, y luego señalaba con misteriosa sonrisa hacia la calle Mohren, diciendo que si se bajaba por ella y se seguía siempre en línea recta se acababa por llegar al pequeño sendero de Feldweg, orillado de zarzas por ambos lados, y que justo detrás de Cochinchina, a la izquierda, conducía a una gran llanura, a cuyo otro extremo se llegaba a un reino...