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Este libro es una obra de gran interés, no sólo para expertos en relaciones Iglesia y Estado en España, sino también para todo aquel que quiera conocer el desarrollo político español entre mediados de los sesenta y la víspera de la muerte del general Franco, los debates internos en el seno del régimen, las tensiones entre sociedad y Estado y, sobre todo, para poner de relieve una figura como la de don Antonio Garrigues DíazCañabate, «un hombre de concordia en la tormenta» como reza el subtítulo del libro, que representa una de las ramas altas entre los intelectuales, los políticos, los embajadores de una época convulsa como la que nos ocupa y que muestra sus esfuerzos denodados, contra toda adversidad, para preparar un futuro en el que él tuvo la fortuna de participar.

 

LA PERSONALIDAD DE GARRIGUES

Don Antonio impresionaba siempre por su voluntad de no rehuir, eso sí, con mesura y con templanza, los temas difíciles y comprometidos, en busca de esa luz que él perseguía siempre, aunque fuera una luz tenue, un rescoldo, usando como decía las sombras únicamente para lo que están hechas, para poner de relieve la claridad. Y hay algo que marcó siempre su personalidad: Garrigues actuó tanto como embajador como en las otras muchas funciones que la vida le deparó, por encima de todo, como un hombre de fe: muchas veces recordaba el sentido profundo de la vida, un sentido —decía él— a veces sombrío y siempre misterioso. Pero era consciente de que incluso —o sobre todo— en época de crisis, de duda, de vacilación, lo único que lo mueve todo, hasta las montañas, es la fe del hombre mientras que todo lo demás es secundario.

Don Antonio era por tanto un profundo creyente pero un creyente lejos del fanatismo y del profesionalismo católico y por eso pudo desempeñar con tanta convicción y fuerza su labor desde el Palacio de España. Allí llegó lleno de esperanza con la misión que le habían encomendado y, como escribió a Castiella al tomar posesión, «nada me podía hacer más ilusión, a esta altura de mi vida, que la embajada ante la Santa Sede. Estos temas y estos problemas han constituido desde hace muchos años el eje moral de mi vida». Y en la Sede Apostólica encontró a un intelectual como él, Pablo VI, fuertemente atraído por la fuerza del catolicismo español y la abundancia de vocaciones en Hispanoamérica, pero al mismo tiempo el Papa desconfiaba del régimen político del general Franco, que le recordaba los años del fascismo italiano.

No creo que hasta la llegada de Garrigues haya habido ningún embajador que haya tenido la relación que él tuvo con el Santo Padre, con quien se entrevistó en numerosas ocasiones, intercambió cartas y mensajes, defendió ante él posturas que no eran siempre de la complacencia del pontífice, pero que como representante del Gobierno se sentía obligado a mantener, eso sí con el tacto, la mesura, la prudencia pero también la firmeza que requiere la misión de un embajador.

En su etapa romana tuvo ciertamente muchos momentos felices y evocaba especialmente el día en que se proclamó a Santa Teresa, Doctora de la Iglesia. Santa Teresa, con cuya lectura su mujer protestante había salvado todas sus resistencias para abrazar la fe católica. Y el día menos feliz, cuando el Papa, en un discurso a los cardenales, aludió a España entre los países que especialmente le causaban más preocupación. Garrigues probablemente comprendía las palabras del Papa, pero sentía que se pusieran en evidencia en ocasión tan solemne.

LAS CIRCUNSTANCIAS EN LAS QUE LE TOCÓ DESEMPEÑAR SU PAPEL

Las relaciones entre la Iglesia y el Estado español después de la guerra civil giraron en torno a dos ejes básicos: la confesionalidad católica del Estado, establecida en las Leyes Fundamentales, y el Concordato entre la Santa Sede y el Estado firmado en 1953. Con esa realidad se encuentra el embajador al llegar a Roma.

El sistema concordatario y de confesionalidad formal católica del Estado entra en crisis por la incidencia, por un lado, del Concilio Vaticano II y su significación renovadora en la doctrina iuspublicista de la Iglesia y, por otro, de la evolución de la sociedad española en la década de los años 1960-1970, con el declive paulatino, pero imparable, de un régimen personalista y autoritario ligado estrechamente a la persona del Jefe del Estado.

Fijándonos exclusivamente en la incidencia del Vaticano II en la crisis del sistema de relación entre la Iglesia y el Estado, basta señalar el contenido doctrinal de tres documentos conciliares absolutamente cruciales, y que no podían por menos que provocar y exigir un cambio profundo en esas relaciones, respecto a los que se habían venido realizando hasta entonces:

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La constitución Gaudium et Spes, cuya doctrina culmina un proceso de relaciones entre la Iglesia y la comunidad política, con una renovada formulación de lo que se había enseñado en el magisterio pontificio de los siglos XIX y XX, estableciendo «que la comunidad política y la Iglesia son, en sus propios campos, independientes y autónomas la una respecto a la otra, pero las dos, aunque con diverso título, están al servicio de la vocación personal y social de los mismos hombres», doctrina esta que sin duda compartía plenamente el embajador Garrigues.

La declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa, al asumir como un contenido de la doctrina católica, la defensa del derecho fundamental de la persona humana a «estar inmune de coacción, tanto por parte de personas particulares como por parte de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que, en lo religioso ni se obligue a nadie a actuar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella, en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos». En consecuencia, condiciona la posible confesionalidad católica del Estado como ocurría entonces en España, a un reconocimiento civil especial en el ordenamiento jurídico de la sociedad política, pero respetando siempre el derecho de todos a la libertad religiosa y no discriminando jamás, ni abierta ni ocultamente, a los ciudadanos por motivos religiosos.

El decreto Christus Dominus sobre el ministerio pastoral de los obispos, que establece que para defender la libertad de la Iglesia y para promover mejor el bien de los fieles «no se conceda, en lo sucesivo, nunca más a las autoridades civiles ni derechos ni privilegios de elección, nombramiento, presentación o designación para el ministerio episcopal, y se ruega con toda delicadeza a las autoridades civiles que tengan a bien renunciar por su propia voluntad, de acuerdo con la sede apostólica, a esos derechos o privilegios, de que disfruten por convenio o por costumbre».

Éstos son los tres documentos básicos que condicionan el quehacer del embajador cerca de la Santa Sede. No olvidemos además que en el caso de España precisamente por tratarse de un Estado confesional católico, en virtud tanto de las Leyes Fundamentales como de un Concordato con fuerza de tratado internacional, el Estado estaba obligado a determinados cambios en su política religiosa.

Un cambio que se produjo, con gran acierto, fue la promulgación de una ley de libertad religiosa, el 28 de junio de 1967, en la que tuvo una participación decisiva el ministro Castiella que ya la reclamaba mucho antes de iniciarse el Concilio, con la estrecha colaboración del embajador Garrigues. Mediante esta ley, se pretendía pasar en España de un régimen de tolerancia a un régimen de libertad religiosa, para así acomodar la legislación española a los principios conciliares.

Pero, en relación con la petición del Concilio de la renuncia voluntaria al privilegio de presentación, el Gobierno no dio ningún paso para efectuar un cambio en la situación legal.

La Santa Sede, mediante una carta del papa Pablo VI, de 29 de abril de 1968, solicitó al Jefe del Estado la renuncia al privilegio de presentación, aun antes de que se procediera a una revisión del Concordato, para acomodarlo a la doctrina conciliar y a la evolución efectuada en la sociedad española. El Jefe del Estado respondió el 12 de junio de ese mismo año, con una carta en la que afirmaba que el antiguo derecho de presentación para las sedes episcopales de España, fue modificado en su esencia por el Convenio de 1941, al transformarse en un verdadero sistema de negociación. Por tanto, su renuncia o modificación sólo era posible —a su juicio— dentro de una revisión global del Concordato.

Este cruce de cartas impulsó la revisión del Concordato que, de alguna manera, se había iniciado en 1966, al manifestar la recién estrenada Conferencia Episcopal española, en un escrito dirigido a Pablo VI, su disposición a renunciar a cualesquiera privilegios que él considerase oportuno y del modo y en la fecha que él dispusiese. En noviembre de 1968, la Nunciatura comunicó a los obispos españoles que la Santa Sede había decidido proceder a la revisión del Concordato, enviándoles posteriormente un cuestionario sobre los puntos revisables. Pero el procedimiento y la negociación de esa revisión se complicó, y no llegó propiamente a término, dadas las dificultades en progresivo aumento de las relaciones entre la Iglesia y el Estado.

«AL CÉSAR LO QUE ES DEL CÉSAR Y A DIOS LO QUE ES DE DIOS»

La lectura del libro de Fernando de Meer es valiosísima para conocer los entresijos de esta etapa turbulenta de las relaciones Iglesia-Estado. Hay que destacar la actividad incesante del embajador, que hace gala de su formación y su buen sentido y busca por todos los medios acercar a las dos potestades a través de sus visitas constantes a la Secretaría de Estado, donde goza de gran prestigio sobre todo con los cardenales Casaroli y Benelli, y luego con el cardenal Villot, y se esfuerza denodadamente en sus conversaciones con los ministros españoles de Asuntos Exteriores —que desde 1969 era Gregorio López Bravo— y de Justicia por hallar vías de encuentro y de progreso.

Ya me he referido antes a las numerosas entrevistas con el papa Pablo VI y añadiré sus cartas al Jefe del Estado español y sus conversaciones con él que aparecen recogidas en el libro, así como con los miembros más destacados de la Conferencia Episcopal, el arzobispo de Madrid, don Casimiro Morcillo, el arzobispo de Toledo, monseñor Enrique y Tarancón, administrador apostólico de Madrid al fallecer monseñor Morcillo y el nuncio en España, monseñor Luigi Dadaglio.

De esta copiosa y rica información, extraída de la documentación archivada en la Universidad de Navarra y que contiene las numerosísimas cartas escritas por don Antonio desde Roma y la respuesta de los ministros —que se conservan en el archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores— sólo podré espigar unas cuantas informaciones con la advertencia de que es el libro entero de Fernando de Meer el que hay que leer, para hacerse una idea de lo que fueron esos años en el tema que nos ocupa.

La cuestión está en la visión diametralmente opuesta que existe sobre la manera de desarrollarse esas relaciones, que para las autoridades del Estado debían estar presididas por la salvaguarda del derecho de presentación de obispos, amparándose en el derecho histórico, en el Acuerdo de 1941 y, sobre todo, en el Concordato de 1953, a lo que se añadía el rechazo a cualquier interferencia eclesiástica en las críticas a la situación política y socioeconómica española. Del otro lado, está la actitud de la Santa Sede representada por el nuncio que reclamaba la renuncia al derecho de presentación al amparo de las invocaciones del Concilio sobre la materia y la comprensión o justificación de las críticas a la situación interna española de obispos, sacerdotes y religiosos por considerar que había leyes del Gobierno español, que estaban en contradicción con los documentos pontificios, la Pacem in Terris, la Libertad Religiosa, la Gaudium et Spes y demás textos de la Iglesia.

Para superar estas tercas realidades el embajador, con un excelente equipo de colaboradores, hizo cuanto pudo para serenar los ánimos y contribuyó a preparar proyectos de Concordato, que estuvieran más acordes con el signo de los tiempos y trató de mediar entre la Secretaría de Estado del Vaticano y los ministros de Asuntos Exteriores y de Justicia, para intentar encontrar fórmulas que permitieran descrispar unas situaciones que a medida que avanzaba el tiempo y se acercaba el final de la vida del Jefe del Estado, se hacían cada vez más difíciles.

Una preocupación que manifestó el santo padre al embajador desde sus primeros encuentros fue la evolución, transformación y perfeccionamiento del régimen, dentro del espíritu y de las características y circunstancias históricas individuales y sociales del pueblo español. Idea esta que en el fondo es plenamente compartida por Garrigues que ya con ocasión de la presentación de credenciales puso de manifiesto que ésa era también la voluntad del Jefe del Estado, del Gobierno y de las fuerzas políticas con sentido de la realidad: es decir la idea de construir un Estado católico de la sociedad teniendo en cuenta las circunstancias históricas de aquella hora, palabras que, como dice Fernando de Meer, traslucían por una parte la propia convicción del embajador y también algo su idealismo, condición que caracterizó a don Antonio durante toda su vida. En sus cartas a Castiella informándole de las audiencias con el Papa le manifiesta constantemente la necesidad de dotar al régimen de una nueva estructura política. Para ello, según el embajador se precisaba estudiar el juego de las instituciones en su realidad, examinar los problemas políticos y sociales y encontrar soluciones adaptadas a España a la vista de un análisis comparado con otros regímenes políticos.

Esta preocupación de Garrigues le llevó poco más tarde a preparar con la participación de un pequeño grupo de colaboradores un proyecto de reforma de las instituciones españolas, en el que tuve el honor de trabajar. A mí me encomendó que estudiara la Organización Sindical y el Movimiento Nacional. Cuando tratamos de pasar del análisis, a la parte dispositiva, encontramos una dificultad insuperable en insertar el Movimiento en un texto legislativo. Cuando Garrigues le entregó el texto a Franco, en un despacho que tuvo durante el verano en el palacio de Ayete de San Sebastián, le manifestó, como excusándose, que no había podido incluir el Movimiento en el texto articulado porque en realidad desconocía el papel concreto que podía representar. Según ha narrado el propio Garrigues y yo se lo oí a la vuelta de Ayete, Franco le contestó: «Mire usted, embajador, cuando yo me desplazo por los pueblos y tierras de España tiene que haber unas personas que acojan al Jefe del Estado con sus aplausos y simpatía. Para eso sirve el Movimiento Nacional».

Excuso decir que el documento que yo conservo debió quedar archivado en algún despacho del palacio del Pardo pero eso no fue obstáculo para que Garrigues oportune et importune siguiera insistiendo en la necesidad de modernizar la legislación política española y adecuarla, con todos los particularismos que se quiera, a los modelos occidentales.

Un tema que sin duda influyó en el curso de las relaciones entre la Santa Sede y el Gobierno español, fue la Constitución sobre «la Iglesia en el mundo actual», con párrafos dedicados al derecho de huelga, la libre sindicación, la democracia inorgánica, que contrastaban con la legislación española en esas materias.

Un decreto que tuvo también gran relevancia para España fue el relativo a la función pastoral de los obispos al que me he referido al principio en el que se rogaba a las autoridades civiles «que por su propia voluntad y previa consulta con la sede apostólica renuncie a tales derechos de los que disfrutan actualmente por pacto o por costumbre».

Estos dos temas perturbaron durante esos años (1966-1975) las relaciones entre España y la Santa Sede y fueron causa de máxima preocupación para el embajador Garrigues.

En la sociedad española, y concretamente en medios eclesiásticos, se vivían por otra parte momentos de tensión derivados de los deseos de grupos sociales de ejercer plenamente los derechos de reunión, expresión, asociación. Estos sucesos están puntualmente descritos en el libro de Fernando de Meer. Ya sean conventos de religiosos —Madrid, Zaragoza, Montserrat—, actuaciones de la Acción Católica y Movimientos de Acción Católica, actitudes de obispos y sacerdotes, algunos con especial capacidad de convocatoria como el padre Gamo o el padre Llanos, enrarecían constantemente la relación ya que el Gobierno interpretaba que la Santa Sede no tomaba medidas para impedir estas actuaciones o incluso que las impulsaba.

Por su parte, la Santa Sede, ya sea a través de la Secretaría de Estado o del nuncio en Madrid, insistía en la necesidad de que España renunciase al derecho de presentación de obispos y la posición del general Franco seguía siendo totalmente negativa. Garrigues intentaba encontrar salidas aunque chocaba con una barrera de incomprensión sobre todo por parte del ministro de Justicia que evidentemente reproducía el pensamiento del Caudillo. El embajador ve con inquietud la rigidez del Gobierno y pide cada vez con más insistencia en sus conversaciones y en sus cartas un alineamiento del sistema político español con las coordenadas establecidas en el Concilio y con la nueva doctrina pontificia de carácter social y político. Y en cuanto al derecho de presentación su opinión es que ha dejado de tener sentido y que lo único que cabe es reservarse un derecho de veto por razones de carácter político, pero nada más.

Pasan los meses y parece que en una y otra parte se piensa una vez más que la única solución posible está en intentar la revisión total del Concordato.

El embajador, que no ceja en su empeño de llegar a arreglos, se pone manos a la obra y comienza a redactar un texto que coteja con la Secretaría de Estado, pero no es consciente de que mientras él avanza por la vía de lo posible, con fórmulas adaptadas al momento histórico en que se produce, en Madrid trabajan paralelamente Exteriores y Justicia, y empieza a crearse en el Gobierno español un clima de desconfianza hacia la propia embajada en la Santa Sede a la que consideran cada vez más proclive a las posiciones vaticanas.

No olvidemos que al mismo tiempo que todos estos hechos se producen, se intensifica en España la situación conflictiva. Encierros, apresamientos de sacerdotes y religiosos, violencia terrorista, declaración de estado de excepción, tensión en las provincias vascas, críticas durísimas del Gobierno a monseñor Cirarda, administrador apostólico de Bilbao, desacuerdo total en la formación de seisenas para la elección de obispos lo que produce la multiplicación de sedes vacantes, descalificación del nuncio por parte de las autoridades del Estado, a quien se juzga presionado por el cardenal Benelli, antiguo consejero de la Nunciatura en Madrid y muy influido según los medios gubernamentales por el sector demócrata cristiano.

La posición de los obispos españoles no es unánime pero la Conferencia Episcopal respalda a la Santa Sede en especial respecto al nombramiento de obispos y la supresión del derecho de presentación. Y la actitud del cardenal Enrique y Tarancón es cada vez más firme y a pesar de la resistencia de algunos obispos como monseñor Guerra Campos, su autoridad se impone cada vez más.

Garrigues escribe un interesantísimo resumen de cinco años de embajada que viene a ser, además de un resumen, un testamento. Su conclusión es que las buenas relaciones entre el Gobierno español y la Santa Sede no dependen de un instrumento jurídico, como puede ser un concordato, sino del establecimiento de una sintonía básica, entre los criterios que llevaban a la acción de la Santa Sede hacia España, de la Conferencia Episcopal española respecto al orden institucional de España, y del Gobierno respecto a la Santa Sede, la jerarquía de la Iglesia católica y la acción de los sacerdotes y de algunas asociaciones obreras.

Pero a pesar de todas las dificultades, Garrigues sigue trabajando sobre un nuevo texto del Concordato, lo que demuestra una vez más la capacidad de elevarse por encima de los sucesos diarios para intentar desde arriba encontrar acuerdos y conciertos. Vana pretensión, pero nobleza de propósito. Mientras él se esfuerza por lograr el entendimiento, los responsables de las relaciones entre el Estado y la Iglesia en los ministerios de Justicia y de Exteriores muestran cada vez más su enfrentamiento con el nuncio, con algunos obispos y con el sustituto de la Secretaría de Estado. Bien expresiva de esta situación es la que relata Fernández de la Mora, subsecretario de Exteriores en sus Memorias, informando al ministro López Bravo de su conversación con el nuncio. El ministro comenta —después de escuchar al subsecretario— que monseñor Dadaglio tiene una incansable pretensión de nombrar ciertos obispos y dice textualmente «no sé si son hombres de fe firme, pero desde luego son “rojillos” y eso le encanta al nuncio». En ese clima evidentemente el progreso era imposible.

Paso por alto vicisitudes descritas con gran rigor en el libro que presentamos, pero a nadie sorprenderá que el proyecto de Concordato que ha preparado Garrigues caiga en el más completo olvido y sea sustituido por otro texto que redacta el Ministerio de Justicia, que no se toma en consideración en la Santa Sede.

Llegamos así al penúltimo capítulo del libro que lleva el título expresivo de «La concordia imposible». Avanza el año 1971. La soledad de Garrigues es cada vez mayor. El cardenal Enrique y Tarancón junto a otros cardenales celebra varias reuniones con los ministros Oriol y López Bravo. El cardenal de Toledo da a entender que la opción que apoya la mayoría de los obispos es una revisión del Concordato por medio de acuerdos parciales, si bien, en su viaje a Roma, informa a monseñor Casaroli que bastantes obispos son partidarios de no firmar tampoco acuerdos parciales y menos aún un concordato, ya que no se puede dar oxígeno a un régimen y un Gobierno que va a durar poco tiempo.

En el último otoño romano, 1972, Garrigues escribe a López Bravo que la batalla del derecho de presentación era una batalla perdida desde su misma iniciación y él también se inclina por la fórmula de acuerdos parciales, pero la actitud del ministro es inamovible: la revisión total del Concordato o la renuncia del mismo y el inicio de conversaciones. La posición del Vaticano es la firma de un acuerdo parcial con la renuncia al derecho de presentación y al mismo tiempo la renuncia al privilegio del fuero eclesiástico por la Santa Sede y una posterior actualización del Concordato

Garrigues, mientras tanto, empieza a plantearse la conveniencia de poner término a su misión. Pero antes escribe un artículo en ABC manifestando su modo de ver el futuro político español. Dice así: «Las leyes son fundamentales pero naturalmente no más fundamentales que el hombre mismo, que es el fundamento de todo orden social». Con ello quería indicar que él servía a un régimen político cuyas bases fundamentales podían ser modificables, aunque la Ley de Principios del Movimiento afirmase que dichos principios eran permanentes e inalterables. La realidad es que tanto en el tema de los acuerdos parciales como en la modificación de los Principios del Movimiento, Garrigues aparece como precursor de unos cambios que se producirían a la muerte del general Franco, con el impulso del Rey y del Gobierno de Adolfo Suárez que a mí me permitieron firmar a los veinte días de mi nombramiento de ministro de Exteriores un acuerdo marco con la renuncia recíproca al derecho de presentación y al privilegio del fuero, que abrieron el camino a los acuerdos parciales que pude firmar con el cardenal Villot en enero de 1979, que sustituían al Concordato de 1953. Unos acuerdos que después de treinta años siguen todavía vigentes. Inmediatamente después de la firma, una de mis primeras llamadas desde Roma fue a don Antonio Garrigues para decirle que al final sus deseos se habían cumplido.