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Una cosa es pensar en América en abstracto y otra muy diferente encender la televisión y ver sucederse, en el breve lapso de cinco minutos, media docena de telepredicadores, talk shows sobre lo último inimaginable de dietética a política, vídeos musicales, jabones, descuentos en joyería, alarmas antirrobo, cuchillos samurái, charlas de asueto en que seis descomunalmente obesas mujeres americanas en minifalda comparten entre ellas (y ante miles de espectadores) su vida sexual: «we are coming to your life» nos recuerdan los reporteros desde la última oficina en que un cariñoso sexagenario a punto de jubilarse disparó en la cabeza a su jefe y a cinco de sus compañeros y nosotros agachamos la cabeza y decimos esa palabra que en este otro lado del mar tiene tintes de sacral jaculatoria: Globalidad.

EL OBJETO «LIBRO»

Ya en los sesenta definió William Shawn (editor del New Yorker) Estados Unidos y su mundo editorial con una frase que, de puro acertada, llego a perseguirle hasta la tumba: «USA is the only country that always has too much of everything»; y es que un país que tiene demasiado de todo es uno en el que se escriben al año 500.000 libros, es decir, mas de 1.000 al día, y en el que el objeto libro ha de abrirse paso, a codazos si es necesario, en ese maremágnum que describía al principio y a cuyo ya connatural caos ha de añadirse el de la época cable y su sobredosis informativa. Para un editor americano, y he aquí donde empieza el problema cultural, el enemigo, por llamarlo de algún modo, o la razón por la que un cliente potencial no compra su libro puede perfectamente no ser otro libro sino un desodorante, por lo que el dilema se nos hace global también en la concepción del marketing. En una reciente entrevista para The New York Review, Jason Epstein, que trabajó para la casa Ransom durante más de cuarenta años editando sin discriminación de ningún género, desde Pound o Cummings hasta títulos del estilo de How I lost Weight, comentaba que lo que hace que una casa editora salga adelante en un mercado como el americano es «su carácter descentralizado, su improvisación y sobre todo su marca personal».

SUBJETIVIDAD, ETNIA, FRAGMENTARISMO

He aquí donde encontramos los primeros ingredientes del éxito (y no me refiero sólo al editorial, sino también al literario, o creativo): información y subjetividad. «Don’t confuse me with facts», dice el gurú criticista por antonomasia, Harold Bloom, en su libro sobre las religiones en América, ironizando sobre el absoluto descrédito que, en el nuevo mundo de la subjetividad, tendrá hasta la palabra «hecho» (y que el mismo Habermas predijo al suponer que una sociedad más allá de sus poderes civilizadores sólo podría aceptar la verdad como consenso del grupo, no como algo objetivo), por lo que de nuevo el valor de la literatura sale otra vez fuera de la propia literatura y se convierte en expresión del grupo minoritario. Cuando ya no hay verdad, o hay tantas que es imposible analizarlas todas, queda sólo la verdad del grupo, el consenso, y el amargo regusto en que la globalidad se repliega sobre sí misma y, resquebrajándose, de nuevo e inevitablemente, se hace capilla.

Desde Malcolm X y los posteriores años del Black Power, decenas de casas editoriales americanas encontraron su filón al editar textos que agruparían a las que no tardarían en llamarse minorías raciales. La más rápida de ellas, también por razones sociales, fue la comunidad afroamericana, que siendo mucho más relevante, cuenta ya hasta con dos premios Nobel de apabullante calidad literaria: Toni Morrison y el antillano Derek Walcott. La siguiente a la zaga fue la comunidad hispana, aprovechando muy sabiamente la resaca del boom y poblando las librerías estadounidenses de García Márquez y Vargas Llosa (con mucho, los más vendidos), pero ni triunfó Borges ni Cortazar, ni ninguno de los epígonos, como Sábato, y se encuentra convertida hoy en fenómeno casi de masas, con escritoras tan insustanciales como poco representativas, del estilo de Laura Esquivel o Isabel Allende. Más tarde, y como en avalancha, aparecieron las literaturas asiático-americana (china, japonesa, filipina) ruso-americana (con Kosinki o Nabokov), franco-canadienseamericana (Saúl Bellow), hispano-chicana (de carácter más temático-fronterizo que racial), sin desdeñar otras comunidades que, como la judía, habían hecho su trayectoria menos estruendosa pero quizá más acertada, dando autores de la talla de Phillip Roth o de Gertrude Stein.

Esta descripción esquemática de la trayectoria de la edición de las minorías raciales (en la que, conscientemente, no he incluido dos movimientos con epígonos literarios como la literatura homosexual y la feminista, ya que deben ser medidos con otros parámetros) tiene una importancia relativa cuando nos detenemos a pensar en el problema que engloba y las repercusiones que produce el fragmentarismo. Es un hecho que los autores que de verdad pretendieron hacer literatura con seriedad acabaron, sin quererlo, perteneciendo a formas de un programa social. El mismo Derek Walcott (para revolución de la comunidad culturalista afroamericana) se quejó de ello en sus ensayos What Twilight Says, diciendo que, sin renegar de su condición afroamericana, consideraba que leer un texto literario en servicio de una ideología supone no leerlo en absoluto, más aún cuando las ideologías pierden su razón originaria y se convierten en meras alusiones icónicas repetidas sin conocimiento y cuya radicalidad produce violencia injustificada. En un país nacido de la inmigración con una raza de claro carácter dominante WASP —y negar esta realidad me parecería mentecato cuando menos—, el valor puede nacer (y de hecho así lo hizo) del choque de razas, pero el valor no es la libertad y todo lo que nace por negación es efímero y muere cuando muere el objeto al que se enfrenta. Muerto, de esta forma, el enfrentamiento teórico contra la cultura dominante, las minorías raciales centraron su lucha en la personalización de su carácter; pero llegados a la época cable y a la sacral globalidad, lo territorial se desmerece y queda arrinconado en el terreno de la pura anécdota o de lo exótico («eat regionally, think globally») y las mismas generaciones que lucharon por identificarse en contra de la cultura dominante y de soñar con la igualdad contemplaron con horror que su tan ansiado sueño se hizo realidad y que, muy lejos de agradarles, era una pesadilla. Las buenas intenciones, como las malas poesías, son siempre sinceras.

Esta crisis, producida por la globalidad y el comienzo de la era fragmentarista de la información dio, sin embargo, como fruto un libro que en mi opinión debe ser considerado de función esencial en la historia del criticismo y de la literatura norteamericana de final de siglo: The Western Cannon, de Harold Bloom, especialmente por su estudio introductorio, su análisis de Whitman como el canon central de la literatura norteamericana y su conclusiones de carácter épico acerca de la necesidad del modelo. La crítica española lo trató con el calcinante provincianismo que le caracteriza y saltó al cuello de la disputa quejándose de la casi ausencia de autores de lengua hispana en el canon. Con ello demostró, primero, no haber comprendido la gran necesidad que engendró ese ensayo de Bloom; y segundo, enseñar al mundo su debilidad casi infantil por las listas, especialmente por aquéllas en las que el número uno no habla español. «Comencé a escribir este libro —comentaba Bloom, no sin cierta sorna, en una entrevista— cuando dejó de interesarme la literatura lésbicoesquimal y comenzó a interesarme la Literatura», lo que, más allá de ser una simple broma, respondía al grado de tremendo absurdo en que estaban rayando los estudios academicistas sobre la literatura de minorías. Plantea Bloom que la habilidad para experimentar un placer estético es enseñable, y que los productos artísticos futuros dependen de la enseñanza estética que reciba la gente en su primera juventud. La educación cable, y mientras no se encuentren formas que canalicen y seleccionen esta auténtica sobredosis de información, es una enseñanza en el fragmentarismo y producirá, por tanto, frutos estéticos firagmentaristas. Es, de esta forma, necesario el modelo, y si hay modelo entonces es necesaria su imitación. Conclusiones: la originalidad deja de ser el valor absoluto (cosa nada fácil de decir en un país que, como Estados Unidos, idolatra la creatividad), y las cosas sí pueden ser cuestionadas, es decir, podemos determinar el valor de un texto refiriéndolo a su modelo en el canon, que no tiene por qué siempre ser superior. Un canon es (palabras mágicas) so useful.

FALACIA ANTI-INTELECTUALISTA Y PRAGMATISMO

Es de una insistencia cansina encontrar en ensayos y manuales de historia de la literatura el adjetivo «antiintelectual» aplicado a la mentalidad y la literatura americanas. Vicente Verdú, en su Planeta americano, ensayo que tuvo cierto impacto sobre la cultura USA, dedicaba un largo capítulo a este respecto, sin demasiado éxito a mi entender, y volcando en él opiniones que parecían ser más de carácter personal que el resultado de un análisis profundo de la realidad americana. Y es que no dejo de pensar que el proverbial «anti-intelectualismo» estadounidense bien podría resumirse en aquellas palabras que Wittgenstein utilizaba para introducir su Tractatus logicophilosophicus: «de lo que se puede hablar, se debe hablar claramente; y de lo que no se puede hablar, mejor es callarse».

Claridad por una parte y pragmatismo por otra son, quizá, las cualidades definitorias del pensamiento y la literatura americanas, como lo es la moralidad. No me refiero aquí a la defensa de los valores tradicionales, sino a la moralidad en su sentido originario, es decir, a la ejemplaridad; y no a la ejemplaridad como modelo a seguir, sino como exemplum, como muestra de las consecuencias de una actitud ante el mundo. Ése es el valor supremo de la literatura americana, un valor al que no escapa nadie, ni la generación Beat con sus aullidos (brillantes, pero menores), ni Tenesee Williams con sus figuritas de cristal, ni Henry Miller en el más tórrido de sus trópicos, mucho menos Salinger, Carson McCullers o el aleccionador-sarcástico Gore Vidal, porque (¿deberíamos darle aquí la razón a Bloom?) todos tienen como padre común, quieran o no, al viejo, hermoso Walt Whitman.

Lo planteó ya, y con claridad más que meridiana, William James en sus conferencias Pragmatism, al referirse a que el valor de las artes literarias residía en su uso instrumental para la correcta interpretación de la experiencia. De esta forma, a la pregunta «¿debemos hablar sólo de lo experimentado?», la respuesta sería: «No, pero todo texto literario debe ser útil y sólo es útil si ayuda a reelaborar y reinterpretar (enriquecer, en suma, o mas aún, entender) la experiencia». Yo no llamaría a este planteamiento precisamente «anti-intelectual», otra cosa es que los productos que engendre sean en su mayoría exentos de filigrana, pero ¿cuándo ha sido la filigrana útil?

Deber de justicia me parece por tanto reconocerle a la tierra Améri ca lo que es suyo y una tarea urgente abandonar el sentimiento de superioridad que tantos intelectuales europeos (cobrando cifras astronómicas) llevan a las universidades americanas, predispuestos a una crítica fácil, que ellos mismos no aceptarían de sus países si se vieran en circunstancia parecida.

EL MODO NARRATIVO AMERICANO

Sin perder de vista lo dicho anteriormente sobre el pragmatismo de la literatura, e interpretando la aparente simplicidad de la mayoría de los textos americanos desde esa perspectiva (no considero ni a Faulkner ni a Thomas Wolfe, en este sentido, más que reacciones contrarias que pertenecen, en el fondo, al mismo paradigma) nos adentramos en la interesante cuestión de la relación entre literatura y realidad en la ficción americana.

No se me ocurre mejor forma de comenzar esta reflexión que citando los Cuatro Cuartetos de T.S.Eliot. «Human kind cannot bear too much reality», dice allí el autor de Pruffock, y aunque lo dijera refiriéndose a que la obra artística ha de hacerse artificial, que la realidad ha de ser manipulada para ser verosímil (puede no haber cosa menos verosímil que la realidad misma) resulta ser, a la vez, la mejor descripción de la inteligencia narrativa estadounidense.

Quizá uno de los asuntos que haya derramado más tinta en la literatura contemporánea americana (también por sus repercusiones en Europa) fue la creación del género non-fiction novel, cuyos frutos han quedado más que justificados con tres novelas: In Cold Blood de Truman Capote, que abrió el genero y acunó el nombre, convirtiéndose así, en canon; The Executioner’s Song de Norman Mailer; y Bonfire of the Vanities de Tom Wolfe. No creo que este fenómeno (cuyos epígonos pueblan todavía hoy las librerías americanas) esté muy alejado, por ejemplo, de la renovación de la novela histórica de Gore Vidal, con textos como Lincoln o Julián, ni tampoco del realismo social de autores como Raymond Carver (Cathedral), John Ford (Independence Day), o John Updike (Gertrude and Claudius), la triada capitolina de narradores de la desmembración del núcleo familiar americano y las relaciones de pareja. Pertenecen todos, más bien, a un simple y único fenómeno, y es el mismo que explica Eliot en su poema. Debemos convertir la realidad en ficción para que sea soportable, cognoscible y asimilable. La ficción se hace así panacea, descanso. Todo lo que toca la ficción se convierte en ficción. Julián el apóstata y Lincoln se hacen personajes y, al serlo, entidades mucho más reales, porque lo real es sólo lo que podemos comprender, asimilar y sobre todo utilizar.

Una de las primeras diferencias que se encuentran al entrar en una librería corriente americana es que el apartado «Biografía» es desproporcionadamente grande en comparación con nuestra costumbre. En algunos casos llega a ocupar hasta casi la mitad de las estanterías de «Ficción». El interés por la biografía, especialmente por el de la biografía novelada, responde también a este afán de ficcionalizar la realidad, de la misma forma que Derek Walcott ficcionaliza en su gran poema épico Omeros el aire mestizo y antillano, haciéndolo real, o que Don DeLillo hace en su última novela (Santex) a Paulette Goddard más real de lo que fue nunca. A quien todavía esté haciendo sonreír la aparente simplicidad filosófica de esta concepción de la narrativa, le dirijo esta pregunta que nos hacía un antiguo profesor de Teoría Literaria en la universidad de Madrid: ¿quién es más real, entonces, don Quijote o Cervantes? ¿Hamlet o Shakespeare? La diferencia es que, mientras nosotros tenemos problemas en aceptar que, efectivamente, un personaje ficticio como Hamlet tiene más entidad, es en definitiva más real, sin haber existido nunca, que el hombre histórico que fue William Shakespeare, la cultura americana no tiene ningún problema en aceptarlo y lo hace sin asombro. Es éste el punto en que la credulidad y la inocencia americanas, de las que injustificadamente nos hemos reído tantas veces, primero nos confunde y luego, si intentamos comprenderla, nos hace más sabios.

Novelista, ensayista, traductor, guionista y fotógrafo español