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Mientras editores y libreros discuten sobre la polémica liberalización del precio del libro, ya se han recogido los mejores productos tempranos de la cosecha literaria española de este año tan redondo. Un puñado de buenas novelas que desmienten el pretendido éxito de la última moda editorial, consistente en «descubrir» a autores jóvenes y primerizos: la fuerza de los hechos y del sentido común van poniendo las cosas en su sitio. Nadie puede poner en duda que, en estos meses, la calidad ha venido de la mano de escritores ya rodados, que no necesitan de ningún peinado previo para dar a conocer su talento y su excelente oficio.

Cinco novelas destacan, a mi juicio, en la desmedida producción actual: tres que responden a las convenciones del género (las de Juan Marsé, Manuel de Lope y Lorenzo Silva) y dos «artefactos literarios» -en expresión de Ignacio Vidal-Folch- que rompen los límites y se sitúan en el territorio comanche fuera de las leyes clásicas (Enrique Vila-Matas y Juan Manuel de Prada). Dos modos distintos de crear, con mayor o menor riesgo, que conviven pacíficamente y demuestran que ni la novela está muerta, ni la experimentación ausente del nervio de nuestros mejores escritores.

DOS NOVELAS DE POSGUERRA Y UNA DE DETECTIVE

Desde El embrujo de Shanghai, una de las mejores novelas de los últimos años, se esperaba laS siguiente aparición de Juan Marsé en las librerías. Y Rabos de lagartija (Debate) no ha defraudado. El escenario se repite una vez más: la Barcelona de posguerra. La originalidad de la historia radica, en primer lugar, en la arriesgada apuesta por un narrador que observa mudo los acontecimientos: instalado en el vientre de su madre, una costurera que vive con su hijo mayor, puede relatar la historia desde su privilegiado observatorio. Un policía comienza a frecuentar su casa con la excusa de averiguar dónde se encuentra el marido, huido tras sospechosas actividades. Los tres personajes centrales -la madre, el hijo adolescente y el policía- aparecen tratados con mano maestra, formando un triángulo de amor y desamor que acabará en tragedia. Marsé se muestra aquí más duro que en su anterior novela al retratar la crueldad de algunos comportamientos, con un afán quizá excesivo por reflejar lo más sórdido de la realidad (sobran, por ejemplo, algunas blasfemias). Pero no cabe duda de que resulta casi insuperable en algunas páginas de intensa fuerza lírica, en los diálogos vivos y rápidos, en la recreación del mundo de la infancia, con sus ensoñaciones, sus héroes y su insobornabilidad.

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El madrileño Lorenzo Silva ha obtenido el Premio Nadal al segundo intento: finalista en 1997 con La flaqueza del bolchevique, ha resultado ganador este año con El alquimista impaciente (Destino). La historia sigue el esquema clásico de la novela negra, trasladada a uno de los elementos más genuinos de lo español: la Guardia Civil. Esta trasposición, estrambótica a primera vista, funciona sin embargo con fluidez, amenidad y simpatía. La «pareja» formada por el sargento Bevilacqua y la guardia ENSAYO Chamorro está especializada en homicidios. Investigan en este caso la denigrante muerte de un ingeniero, empleado en una central nuclear de Guadalajara, cuyo cadáver aparece en un motel de carretera. Nadie se explica cómo aquel hombre discreto y de ojos tímidos ha podido «pasarse de la raya» en una noche loca de alcohol, drogas y desenfreno. La investigación avanza lentamente y nos muestra el corrupto mundo de las inmobiliarias, del dinero fácil y de la peligrosa afición al poder. La sobriedad del narrador, que echa mano de una épica de andar por casa, arremete contra muchos tópicos y defiende algunas posturas excéntricas: entre ellas, la de la profesionalidad e independencia en el trabajo, la del control de las propias emociones y sentimientos, la del interés por las personas, la de la azarosa y a menudo poco gratificante búsqueda de la verdad. En medio de tanta truculencia, predomina un tono optimista, que aspira a no abdicar del propio modo de ver el mundo. La alquimia, como la vida, es un oficio peligroso, pues consiste en la maestría de mejorar las cosas, no de empeorarlas.

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La última novela de Manuel de Lope también se ajusta a los cánones clásicos, con ese modo faulkneriano de plantear sus historias que tiene el escritor burgalés. La sangre ajena (Debate) es una novela de genealogías y generaciones, que arranca en vísperas de la Guerra Civil y enlaza con el presente a golpe de recuerdos. Situada en el País Vasco, recrea la vida gris de María Antonia Etxarri, una chica violada al comienzo de la guerra y puesta luego a servir en casa de Isabel, una joven viuda. El salto al presente nos sitúa en esa misma casa, con una María Antonia ya anciana que acoge durante unas semanas al nieto de su antigua señora, necesitado de calma para preparar sus oposiciones a notario. El vecino de la casa es un viejo doctor cojo y soltero, que ha asistido discretamente, durante los últimos cuarenta años, al paso de las generaciones en la vivienda vecina. La llegada del nieto, con quien tratará de congeniar, provoca en el mediocre médico el desbordamiento de las compuertas del «potente caudal de sus recuerdos». Las desgracias de la guerra se observan desde una perspectiva algo distanciada, sin que falte algún tópico prescindible. Lo que interesa a Manuel de Lope es profundizar en una de tantas historias personales que la contienda trajo consigo: la irrupción de la muerte que trunca un matrimonio recién contraído, la soledad que se instala en medio de cañonazos y batallas, la confusión de genealogías, sangre y filiación provocada por los incendios de archivos y registros. Enseguida se advierte que existe un enigma que abarca a María Antonia, a su señora ya fallecida, al nieto recién llegado y al mismo doctor. La prosa de Manuel de Lope se demora en captar estados de ánimo, miradas, reacciones y recuerdos, focaliza momentos clave y logra en ocasiones páginas de gran eficacia e intensidad emotiva. De fondo se adivina una ternura contenida, confundida a veces con el odio, que sólo se plasma plenamente al concluir estas páginas cargadas de dolor.

DOS EXPERIMENTOS

Bartleby, el inolvidable personaje de Melville, sirve de comodín a Enrique Vila-Matas para su última inmersión en el mundo de los «raros»: Bartleby y compañía (Anagrama). A los shandys de su Historia abreviada de la literatura portátil siguen ahora estos bartlebys que imitan el «Preferiría no hacerlo» del famoso y apático oficinista del cuento de Melville. Vila-Matas ve en él el paradigma del No aplicado a la escritura y repasa a los eximios representantes del silencio literario. El propio narrador ha sufrido ese síndrome: dejó de escribir tras un desgraciado incidente con su padre. Pero, años después, logra liberarse de la enfermedad a base de redactar estas «notas a pie de página» que comentan el texto invisible de quienes se negaron a seguir escribiendo, o lo hicieron ocultos en seudónimos o hurtando su rostro y su vida privada a curiosidades ajenas. Por aquí se pasean Rimbaud, Salinger y Gracq, Rulfo y Alfau, Pynchon y Felisberto Hernández, que nunca terminaba sus cuentos. El narrador indaga en las razones profundas del abandono, que no son otras que las que tienen que ver con la «moderna» desconfianza en las palabras. Quienes piensan, como los bartlebys o el propio Vila-Matas, que ya está todo dicho, sólo pueden aspirar a la repetición, la glosa o el espionaje. El escritor catalán, fiel a su estilo fronterizo, continúa su arriesgada exploración literaria, llena de humor, sorpresas, guiños y acrobacias. El texto se abre en muchas direcciones, los géneros se mezclan y se suceden, la atmósfera de complicidad crece. El ingenio de Vila-Matas multiplica las connotaciones bartleby: hay desfallecimientos bartleby -como el que impide a Tolstói concluir la última frase de su diario-, hay escritores antibartlebys -el caso de Simenon, a novela por semana, o el de Valéry, bartleby arrepentido-, y existen también bartlebys en el momento de la despedida de la vida y de la literatura, como Cervantes en el emocionado Prólogo del Persiles. Al fondo, Vila-Matas cree ver a Dios que calla, «maestro del silencio», que escribe, sin embargo, a través de persona interpuesta.

También arriesga Juan Manuel de Prada en Las esquinas del aire (Planeta), la historia de la búsqueda de una mujer singular. El narrador, un escritor en ciernes, aliado con el librero Tabares y la joven Jimena, emprende una indagación casi obsesiva para encontrar a Ana María Martínez Sagi, un personaje real y fascinante que practicó el tenis, el esquí, el lanzamiento de jabalina… y la poesía. Un poemario publicado en 1929 y varias entrevistas y artículos componen las únicas pistas, que se pierden con la Guerra Civil. La historia avanza en dos frentes: primero a través de los vericuetos de las averiguaciones y después con la propia voz de Ana María, cuando la encuentran en un pueblo catalán.Nonagenaria ya, habla «durante días» del periodo oculto de su historia: sus crónicas para El Tiempo de Bogotá desde la columna Durruti, su exilio en Estados Unidos, su vuelta a España treinta años después. «Extranjera de la vida», Martínez Sagi es un cualificado testigo de la evolución del siglo XX español y una abanderada nada fanática de la lucha de la mujer por alcanzar sus derechos a través de una vía excéntrica: el deporte y la literatura. El talento de Juan Manuel de Prada brilla en algunas páginas de manera singular: resulta memorable, por ejemplo, la aparición de poeta Pere Gimferrer en un enloquecedor diálogo telefónico que parece no tener fin.

RECUPERACIONES

A falta de espectaculares descubrimientos, el buen olfato de algunos editores resucita dos excelentes novelas de casi obligada lectura. La más lejana en el tiempo es Helena o el mar del verano (El Acantilado), publicada en 1952 por un auténtico bartleby: Julián Ayesta (1919-1996). Esta breve y única incursión en la narrativa de su autor figura con justicia entre las mejores novelas españolas del siglo por su rara perfección en el retrato del mundo adolescente, y comparte gloria con otras dos estupendas recreaciones de ese final de la niñez aparecidas también en los cincuenta: Alfanhuí, de Sánchez Ferlosio, y La vida nueva de Pedrito de Andía, de Sánchez Mazas. En apenas cien páginas que recorren dos veranos y un invierno, el niño que está dejando de serlo relata su amor por su prima Helena. La maraña de sus confusos sentimientos, enmascarados en juegos infantiles, se va decantando hacia el descubrimiento de las grandes preguntas: su ingenuidad, aún infantil, argumenta de manera divertidísima y llena de verdad, con una «alegría rabiosa» que se gana desde el principio la simpatía del lector. Novela de aprendizaje, siguiendo el tópico, Helena convence por su riqueza expresiva, su buen humor y una profundidad que tiene a Dios como último y cercano testigo.

Otra buena noticia es la de la recuperación por parte de la editorial Tusquets de buena parte de la obra narrativa del barcelonés Juan Miñana, que comienza con la nueva edición de El jaquemart, su segunda novela, publicada en 1991. Concebida como una fábula sobre el tiempo y su paso inexorable, la historia se sitúa en la Barcelona de los últimos años del reinado de Felipe IV, cuando una terrible peste invade la ciudad. En un hospital que recoge a los apestados coinciden los protagonistas principales: Buenaventura Deulocrega, un médico que pretende curar la enfermedad con nuevos métodos, y Juan de Ameno, relojero del rey que está proyectando un jaquemart -uno de esos autómatas que vigilan y marcan el paso del tiempo- para el reloj de horas de la catedral. La extraña amistad que surge entre estas dos fuertes personalidades provocará la rememoración de sus vidas, en un esfuerzo por afrontar el futuro interpretando los signos del pasado. Además de una magnífica reconstrucción histórica, El jaquemart es una reflexión profunda y certera sobre la brevedad de la vida, el papel de la vanidad en las artes y las ciencias, y la innata rebelión del hombre ante la vejez y la muerte. La lucha contra el tiempo admite diversas estrategias, desde la anestesia del olvido al frenético volcarse en la actividad exterior. Pero quizá, como advierte al final Deulocrega tras muchas disquisiciones, «el único modo posible de vencer al tiempo era a través de un acto de amor, o siquiera de un acto de generosidad». Novela de una rara intensidad, cuidada hasta los detalles, que revela a un narrador con un firme dominio de la escritura y una capacidad de construcción de personajes fuera de lo común.

Crítico literario