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26 de septiembre de 1983. En el búnker Sérpujov-15, el centro de mando de la inteligencia militar soviética, el teniente coronel de la Tropa de Defensa Aérea, Stanislav Petrov, coordina la defensa aeroespacial rusa. A las 00:14 horas, el sistema informático advierte de que la base de la Fuerza Aérea Malmstrom de Estados Unidos ha lanzado un misil balístico intercontinental dirigido contra la Unión Soviética. Durante unos minutos que parecen infinitos, Petrov procesa la información disponible para emitir una respuesta. Poco después de la primera alarma, el sistema informático detecta el lanzamiento de otros cuatro misiles. El tiempo estimado desde el lanzamiento hasta la detonación es de veinticinco minutos. En esos veinticinco  minutos, la decisión que podría acabar en un holocausto nuclear está en las manos de un solo hombre.

Contra todo pronóstico, el teniente coronel Petrov decide informar de un mal funcionamiento del sistema, abortando una posible respuesta nuclear. Poco a poco, los misiles desaparecen de la pantalla del radar. Ahora sabemos que, en efecto, se trataba de un error informático: el sistema de defensa había confundido la luz del sol sobre las nubes con el lanzamiento de un misil. Petrov tomó la decisión correcta al desconfiar del sistema informático, salvando al mundo de una posible guerra nuclear.

La primavera de 1983 no podía haber sido más propicia para el estallido de una guerra nuclear. En cierto sentido, todo conspiraba para que Petrov, respaldado por las fuerzas del ejército, ordenara un contraataque nuclear

Quienes leemos este artículo estamos en deuda, sin saberlo, con hombres como este. Personas que tomaron la decisión acertada, pero que arriesgaron su prestigio y hasta su vida para hacer lo correcto. La decisión de Petrov no era un plato del gusto de todos. Para la cadena de mando del ejército soviético, el sistema no podía equivocarse. Los errores de cálculo eran técnicamente imposibles: el error debía ser imputado a un ser humano. El teniente coronel Petrov tuvo que responder por las consecuencias de sus actos. El incidente avergonzó a los altos cargos soviéticos, que consideraron que Petrov debía haber respetado la cadena de mando antes de tomar la decisión. Este debía haber comunicado el dato a sus superiores antes de informar del mal funcionamiento del sistema. Durante años, el llamado “incidente del  equinoccio de otoño” fue ocultado al público, y Petrov fue discretamente relegado a un puesto inferior. Después de recibir una amonestación, fue degradado y apartado de sus funciones hasta su jubilación. Nunca fue rehabilitado por su país. Su reconocimiento llegaría décadas después de manos de una asociación extranjera –Association of World Citizens–, una institución de quienes antaño fueran los enemigos acérrimos de la Unión Soviética.

Pero Petrov pudo haber tomado otra decisión. El sistema de defensa de la Unión Soviética tenía razones fundadas para sospechar de las intenciones de sus enemigos. En los meses anteriores, la OTAN había desplegado varias cabezas nucleares en Europa, coordinando una serie de ejercicios preparatorios que simulaban la escalada de un conflicto nuclear. La primavera del año 1983 no podía haber sido más propicia para el estallido de una guerra nuclear. En cierto sentido, todo conspiraba para que Petrov –respaldado por las fuerzas del ejército– ordenara un contraataque nuclear. Siguiendo las normas del manual, ésa era la decisión correcta.

¿Cómo se había llegado a esa situación? ¿Cómo pudieron culpar las autoridades a un hombre justo que evitó un error irreparable?

¿Cómo se había llegado a esa situación? ¿Cómo pudieron culpar las autoridades a un hombre justo que evitó un error irreparable? Lo cierto es que las instituciones militares, como casi toda la estructura política y social de la Unión Soviética, estaban  fatalmente corrompidas por la burocracia. En la definición canónica de Max Weber, las organizaciones burocráticas forman una estructura que se caracteriza por “la existencia de muchas normas, procesos, procedimientos y requisitos estandarizados, número de mesas, división meticulosa del trabajo y la responsabilidad, jerarquías claras e interacciones profesionales y casi impersonales entre los empleados”.

Estos valores burocráticos habían permeado a lo largo de las décadas en la vida cotidiana del Homo sovieticus. Petrov había nacido en una sociedad en la que el Estado se había convertido en su universo y sustituido todo lo demás, incluso las vidas de los propios ciudadanos. En palabras de la Nobel bielorrusa Svetlana Alexievich, los ciudadanos soviéticos eran “personas incapaces de sustraerse a la historia con mayúsculas, de despegarse de ella, de ser felices de otra manera” (Svetlana Alexievich. El fin del Homo sovieticus. Barcelona: Acantilado, 2015, p. 4).  Personas dispuestas a renunciar a todo en favor de la comunidad, que nunca fueron del todo conscientes de su propia esclavitud, complacidos con esa esclavitud volcada en los ideales de la Revolución.

Como escribió el sovietólogo Robert Conquest, la mejor forma de entender el comportamiento de cualquier organización burocrática es “asumir que está controlada por una cábala secreta de sus enemigos”. Con esta paradoja, Conquest defiende que cualquier organización que sobrevive el tiempo suficiente acaba siendo dirigida de forma que contradice su propósito fundacional. A medida que una organización crece en complejidad, acaba actuando principalmente para garantizar su propia perpetuación y el objetivo para el que se fundó pasa a ser secundario con respecto a su propia supervivencia. De hecho, para muchos miembros de la organización, posiblemente la gran mayoría, su supervivencia se confunde con el propósito para el que se fundó originalmente. Esto puede dar lugar a comportamientos que parecen racionales desde la perspectiva de la supervivencia, pero que resultan ilógicos cuando se considera el propósito real de la organización.

Lo inquietante, sin embargo, es que la burocratización es una tentación típica de las sociedades modernas –y no solo de las dictaduras fascistas o proletarias. En una sociedad nacida de la guerra como la Unión Soviética, la estructura jerárquica, militar y burocrática era la forma natural de organizar la sociedad. Pero también se pueden advertir algunos de estos rasgos en las sociedades occidentales, que se amplifican con fuerza en  momentos de crisis y emergencia como la reciente pandemia del coronavirus.

UNA EXPLICACIÓN RADICAL

Uno de los primeros en poner el dedo en la llaga fue Franz Kafka, después fue Hannah Arendt con Eichmann en Jerusalén (1963). Desde entonces la literatura humorística ha retratado magistralmente los peligros de la burocracia de la mano de autores como Serguei Dovlatov o Slawomir Mrozek. Pero quien ha expresado mejor los peligros de la burocratización fue el filósofo escocés Alasdair MacIntyre en Tras la virtud (1981), en un análisis que sorprende por su actualidad. Nathan Pinkoski ha rescatado recientemente esta tesis de MacIntyre, que señala el culto a los “expertos” como un obstáculo para el crecimiento del ser humano. Los llamados “expertos” en gestión afirman poseer habilidades técnicas que les permiten conseguir sus objetivos de forma eficaz. De esta forma, el saber del expertise se erige como la base para manipular a los seres humanos hacia patrones de comportamiento obedientes. La conclusión es que, con esta auctoritas incontestable, los expertos tienen legitimidad para controlar instituciones claves en la sociedad: la burocracia estatal, el asesoramiento psicológico, la educación nacional, etc.

El argumento que sigue es, sin lugar a dudas, polémico. No es ningún secreto que la palabra “experto” –repetida como un mantra con religiosa insistencia por la opinión pública– ha adquirido un sabor casi amargo en los últimos tiempos. En las líneas siguientes, me propongo describir el argumento con el que MacIntyre desarma algunos de los grandes errores en formación del experto –y proponer, a cambio, una reflexión sobre la prudencia virtuosa de hombres como Petrov.

El argumento de MacIntyre es netamente filosófico: la legitimidad de los expertos depende de cómo resolvamos la cuestión de la filosofía de las ciencias sociales

El argumento de MacIntyre es netamente filosófico: la legitimidad de los expertos depende de cómo resolvamos la cuestión de la filosofía de las ciencias sociales. El problema es sencillo: si  asumimos que las ciencias sociales pueden hacer generalizaciones de tipo ley, al modo de las ciencias naturales, aceptamos que los expertos pueden hacer predicciones acertadas sobre el futuro. MacIntyre desarrolla una refutación sistemática de esta pretensión cientifista de las ciencias sociales, que se pretenden infalibles por la supuesta capacidad de predecir los fenómenos sociales. Sin embargo, las ciencias sociales pretenden reducir una realidad compleja que, en último término, conocen de forma muy imperfecta ya que no pueden dar cuenta de la  imprevisibilidad sistemática en los asuntos humanos.

No se trata de un argumento nihilista, pues MacIntyre afirma que es necesario que alguien dirija y gestione los asuntos sociales. Es necesario contar con expertos en gestión para el buen gobierno. Pero la apelación a la autoridad de los expertos no puede ser incuestionable. Si el experto tiene la primera y la última palabra en las deliberaciones, se excluye del debate al ser humano corriente por su supuesta incompetencia. Los expertos controlan la sociedad con un supuesto carácter científico, legitimados por el carácter científico de sus predicciones. Pero, en realidad, ese supuesto control científico de la sociedad es solo una hábil imitación dramática de dicho control. La conclusión de MacIntyre es ciertamente pesimista: el mejor burócrata es el mejor actor.

El lector advertirá sin duda que ese carácter histriónico de los expertos ha sido una constante en los últimos años. Hemos asistido al desarrollo de un drama en la clase mediática, rendida ante el carácter sacrosanto de los “expertos”. Con frecuencia, la confianza ciega en los expertos ha relegado el debate público verdaderamente libre e informado. Sin embargo, la supuesta infalibilidad de los expertos se ha visto saboteada por los continuos y dramáticos golpes de realidad. Cada vez resulta más evidente que la idea de que existe una unidad entre los expertos es una hermosa ficción que encubre una realidad más rica: los expertos también discuten entre sí. Las preguntas más importantes de la humanidad, con frecuencia, siguen sin resolverse. Y el mundo científico avanza gracias a las grandes discusiones –siempre nuevas, siempre incompletas– de la historia de la humanidad.

LA MADRE DE TODAS LAS VIRTUDES

Pero retomemos la historia que ilustraba el inicio de este artículo. Pensemos por un minuto en las circunstancias con las que se enfrentaba Petrov a la hora de tomar una decisión como experto en la defensa aeroespacial rusa. ¿Cómo pudo saber que tomaba la decisión correcta? La respuesta es sencilla: no lo sabía. No tenemos un criterio de verdad para saber si una decisión es correcta –algo que tan solo puede confirmarnos, y no siempre, el paso del tiempo-. Tampoco podemos predecir las consecuencias imprevistas de nuestros actos, las infinitas posibilidades que se abren al tomar una decisión libre.

Por “prudencia” no debemos entender una actitud “conservadora”, “moderada” o incluso “temerosa”. Al contrario: se trata de una forma de razonamiento moral que lleva a actuar valientemente con conocimiento de causa

Sabemos, sin embargo, que Petrov actuó con prudencia. Por “prudencia” no debemos entender una actitud “conservadora”, “moderada” o incluso “temerosa”. Al contrario: se trata de una forma de razonamiento moral que lleva a actuar valientemente con conocimiento de causa. Superando los prejuicios, la autosugestión, la presión social o los criterios ideológicos, el hombre prudente actúa conociendo la realidad objetiva de las cosas. En el fondo, la prudencia es una forma de conocimiento de la verdad que lleva a actuar en conformidad con esta. El prudente sería, en este sentido, la persona “a quien las cosas le parecen tal como realmente son” (Josef Pieper. Las virtudes fundamentales. p. 22).

La historia de Petrov ilustra que una ciega obediencia al sistema puede ser fatídica. En el momento de gestionar la crisis, el teniente coronel supo actuar con prudencia, implicando razón y sentimiento en el momento crítico. Se suele atribuir su decisión al buen “instinto”, pero al desafiar las certezas del sistema informático, Petrov no actuó de forma irracional. Es cierto que todo a su alrededor intrigaba para tomar la decisión de responder al ataque, y que todo el estamento militar hubiera respaldado y asumido una respuesta ofensiva. El veredicto científico era claro: había que realizar un contraataque preventivo. Pero Petrov actuó con un criterio distinto, personal, imprevisible. Y tenía razones para ello. Años después del incidente, Petrov aseguró en una entrevista que su decisión seguía un razonamiento perfectamente lógico: “nadie inicia una guerra nuclear atacando con tan solo cinco misiles”. Nunca sabremos con seguridad en qué pensó Petrov durante aquellos larguísimos veinticinco minutos. Pero no es difícil asegurar que el teniente coronel entendía correctamente la jerarquía de los bienes humanos, y actuaba guiado por un recto sentido de la prudencia. Lo que siempre será un misterio es por qué ese hombre, y no otro, estaba en el puesto de mando de las inteligencia militar soviética aquella madrugada fatídica de 1983.

Doctor en Historia. Profesor e investigador en UNIR.