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[Texto procedente del número impreso de Nueva Revista 181; debajo lo ofrecemos en PDF].

Quelas humanidades viven un momento de crisis no es ninguna novedad. Cada vez más apartadas del currículum educativo general, los saberes humanísticos sobreviven a duras penas en los programas educativos –y no siempre en las mejores condiciones. Pero en medio de signos ominsos de todo tipo, aparecen de vez en cuando libros optimistas y llenos de entusiasmo como Una educación liberal. Elogio de los grandes libros.

El profesor Torralba quiere repensar las formas de transmitir la cultura y destacar la necesidad de seguir apostando por las humanidades en un mundo cada vez más dominado por la técnica, la lógica del mercado y la sombra amenazante del transhumanismo

Con este libro, el profesor Torralba quiere reivindicar la  importancia de las humanidades, repensar las formas de transmitir la cultura y destacar la necesidad de seguir apostando por las humanidades en un mundo cada vez más dominado por la técnica, la lógica del mercado y la sombra amenazante del transhumanismo. Se trata de un valioso análisis sobre la historia y el desarrollo de los programas de artes liberales, una reflexión profunda sobre la necesidad de las humanidades para el crecimiento personal y, por extensión, la formación de una sociedad verdaderamente libre.

Una educación liberal. Encuentro. Madrid, 2022. 174 págs. 15,67 € (papel) / 9,49 € (digital).

La pregunta principal a la que se enfrenta es cómo recuperar el interés por la lectura en un mundo consumido por la prisa y las distracciones. El autor nos recuerda que leer bien requiere un aprendizaje constante, lectura atenta y sosegada. Los libros no solo son grandes transmisores de cultura, sino también una forma de forjar el carácter de las personas. Las humanidades nos sitúan ante las grandes cuestiones de la existencia: «¿qué es el ser humano?» o «¿en qué consiste la justicia?». Son preguntas ineludibles que todos nos hacemos, y que la humanidad ha respondido a lo largo de los siglos.

La lectura funciona como «orfebre del alma y de la imaginación moral de los hombres», en palabras de Daniel Capó. Los grandes libros nos ayudan a responder a algunas de esas preguntas, desarrollando nuestra capacidad de juzgar y suscitando el interés por la verdad. Para Torralba, el reto educativo es prevenir la «barbarie del especialismo» contra la que prevenía Ortega, y formar «una universidad que fuera capaz de educar abogados, farmacéuticos, filósofos e ingenieros con una mentalidad humanista» (p. 35).

REINVENTANDO LAS HUMANIDADES

En los primeros capítulos, el autor describe cómo se inventaron las humanidades en Estados Unidos a través de los programas Core curriculum. Comienza relatando una experiencia curiosa: durante una estancia en la Universidad de Chicago, le sorprendió el título de una conferencia: «How America Invented the Humanities». Como a muchos de los lectores, este título le pareció un despropósito, pues si hay algo que ha aportado el Viejo Continente al mundo es, precisamente, el arte y la cultura humanista. Pero, como explica a continuación, con el tiempo acabaría dando la razón al título. En efecto: lo que hoy en día conocemos como educación liberal o humanística nació a mediados del siglo pasado en las universidades de Columbia, Chicago y Harvard.

Estos libros nos hablan de historias e ideas universales, elevando el tono y la altura intelectual de nuestros debates, y nos permiten superar nuestras miras estrechas

Las humanidades, evidentemente, no se crearon en Estados Unidos de la nada; pero fue allí donde surgió el concepto contemporáneo de humanidades con los programas de Core curriculum. Fueron profesores como Mortimer Adler en Chicago o John Erskine en Columbia quienes diseñaron los primeros cursos de Grandes Libros. Este método enseña a los estudiantes a leer y debatir las grandes preguntas de la humanidad a través de obras clásicas de la literatura, la filosofía o la historia. Estos libros nos hablan de historias e ideas universales, elevando el tono y la altura intelectual de nuestros debates, y nos permiten superar nuestras miras estrechas. La lectura atenta de estos textos permite «escuchar la conversación entre las mejores mentes», en palabras de Leo Strauss (p. 45).

La segunda parte del libro explica con detalle la evolución de las universidades tras el proceso de democratización que siguió a la II Guerra Mundial. El acceso generalizado al mundo universitario desde los años cincuenta produjo una modificación clave en el ideal de universidad de John Henry Newman: de las aulas ya no saldrán gentlemen, sino citizens o, mejor, people.

Esa crisis se agudizó poco después con la aparición de la «multiversidad» o las «research universities»: universidades centradas en proporcionar «servicios educativos» que producen «resultados de conocimiento para los clientes». La rápida evolución de las universidades, tanto en su composición como en sus objetivos, produjo una cierta «empresarización» del ámbito educativo. Esto degeneró en muchas ocasiones en una «excelencia sin alma», atrapada en una lógica de medios que plantea que la misión de la universidad es contribuir al desarrollo económico y al progreso. Las contradicciones entre una universidad cada vez más secular –modelada a imagen y semejanza de una empresa–, y la idea de una universidad liberal clásica podría ilustrarse con el caso de instituciones católicas como Notre Dame University.

A finales de los ochenta, Allan Bloom pondría el dedo en la llaga con su polémico ensayo The Closing of the American Mind (1987), que provocó una reacción visceral en la comunidad educativa. Los rasgos de la crisis descrita por Bloom tienen grandes ecos en la actualidad: la confusión entre pluralismo y relativismo, y la imposición de lo «políticamente correcto» son hoy en día algunos de los problemas más graves a los que nos enfrentamos. Para Torralba, Bloom acierta en el diagnóstico, pues la crisis de la educación liberal «es un reflejo de una crisis en lo más alto de la educación, una incoherencia e incompatibilidad en los primeros principios con los que interpretamos el mundo, una crisis intelectual de primera magnitud, que constituye la crisis de nuestra civilización» (p. 58).

Como remedio a esa crisis generalizada, Torralba propone el antídoto de la educación liberal. Los grandes libros desarrollan la sabiduría, la capacidad de juicio y el interés por la verdad. Un plan de estudios informado por la educación liberal contribuye a introducir en toda la educación universitaria una dimensión reflexiva, que hace explícito el ethos de la comunidad educativa. Por otra parte, las humanidades desarrollan la capacidad de juicio a través de la lectura reflexiva y permiten afrontar el «bello riesgo» de la educación, tratando al estudiante no como un objeto moldeable y disciplinado, sino como agente libre y responsable de sus actos.

 Los grandes libros suscitan el interés por la verdad, que es la «única moneda válida». Este amor a la verdad permite combatir el «totalitarismo intelectual»

Los grandes libros suscitan el interés por la verdad, que es la «única moneda válida» (p. 77). Este amor a la verdad permite combatir el «totalitarismo intelectual», el discurso dominante que no critica, sino que directamente descalifica las posturas que se le oponen y pretende negar el derecho a intervenir en la conversación académica a quienes piensan distinto. En los últimos años, grandes universidades como Chicago han apostado por defender la libertad de expresión frente a las culturas de la cancelación dominantes. Como explica con detenimiento el autor, no se puede imponer la verdad: solo cabe proponerla. En cambio, se puede invitar a otros a buscarla juntos, porque nadie puede (o debería) negar que existe una verdad. Los humanos somos capaces de distinguir lo verdadero de lo falso, el bien del mal, lo mejor de lo peor. Si no hubiera verdad, la libertad carecería de sentido, sería incluso ininteligible, porque no habría un para qué (p. 82).

LAS DIFICULTADES

Pero la empresa no está exenta de dificultades: con frecuencia, las humanidades caen también en una crítica frívola y destructiva de la cultura. Muchos estudiantes son incapaces de ver más allá del aparato conceptual de los textos y apreciar la riqueza de los grandes libros. Torralba plantea que los docentes deben ofrecer una mirada nueva sobre las grandes preguntas de la humanidad. Porque si bien es cierto que el amor, por ejemplo, adopta formas culturales distintas en Homero que en Jane Austen, su comprensión no queda encerrada en el horizonte cultural de una determinada cultura o civilización. En este sentido, con los grandes textos vemos cómo lo humano es universal, y por eso, los clásicos nos siguen interpelando. El riesgo en nuestros días es transmitir unas humanidades sin humanismo.

En la tercera parte del libro, Torralba explica cómo se ha implementado un programa Core curriculum en la Universidad de Navarra. Describe el conjunto de asignaturas transversales comunes que deben cursar todos los estudiantes de la universidad, que comportan dieciocho créditos en total. Los profesores tienen gran libertad para diseñar las asignaturas de grandes libros, tanto en las cuestiones organizativas como en el elenco de lecturas. Las asignaturas se evalúan con la redacción de ensayos sobre los textos que han leído, las ideas que se han comentado en clases y, como apoyo, unas guías de lectura que han preparado los profesores. Gracias a este método, los estudiantes aprenden el movimiento intelectual básico: «ellos dicen» (exponer correctamente las tesis de los autores) «yo digo» (proponer un argumento propio o conclusión).

De esta forma, los estudiantes comienzan a pensar por sí mismos, gracias a la guía de los grandes maestros de la humanidad: en unas pocas semanas, los estudiantes comienzan a pensar con Tucídides, Hannah Arendt o Primo Levi

El autor coincide con teóricos como Robert M. Hutchins o Daniel Bell, para quienes la universidad debe procurar la educación tanto de las virtudes intelectuales como las morales

Una inmediata consecuencia de los cursos de grandes libros es la cuestión de la ética en la universidad, una gran asignatura pendiente. Aunque habitualmente culpamos de las crisis morales al «Estado» o «los políticos», el hecho es que la universidad es igual de responsable en la formación moral de los futuros ciudadanos (p. 110). Aunque para autores como San Agustín o Newman, las virtudes intelectuales no se relacionan directamente con las morales, Torralba señala que la educación liberal no hace necesariamente buena a la persona, pero proporciona un contexto adecuado para su desarrollo. En este sentido, coincide con teóricos como Robert M. Hutchins o Daniel Bell, para quienes la universidad debe procurar la educación tanto de las virtudes intelectuales como las morales. Si bien las virtudes no se pueden enseñar stricto sensu, «profesores y estudiantes pueden ejercer de parteras, tanto de modo intelectual (a través de la conversación, dentro y fuera del aula) como práctico (la relación personal con los demás)». Un argumento importante a la hora de reivindicar la necesidad de educar moralmente en las universidades es la problemática escisión entre la esfera pública y la privada: la crisis económica de 2008 o los escándalos sociales de las últimas décadas muestran que esta división es artificial, y hemos de repensar la educación de los profesionales de los negocios (p. 118).

Contra la división tajante entre los ámbitos de conocimiento, este ensayo propone el diálogo y la circularidad de los saberes. Para recuperar ese ideal de unidad del saber, recoge la propuesta de Alasdair MacIntyre

En los dos últimos apartados del libro, el autor recoge algunas ideas sobre la idea de una universidad católica. Toma como referencia la constitución apostólica Ex corde Eclessiae proclamada por Juan Pablo II, un documento clave para entender que «la Universidad Católica se inserta en el curso de la tradición que remonta al origen mismo de la Universidad como institución, y se ha revelado siempre como un centro incomparable de creatividad y de irradiación del saber para el bien de la humanidad». Para Torralba, la misión de la universidad católica sería doble: por una parte, participar en la formación del mundo académico; y como universidad católica, garantizar la presencia cristiana en el mundo universitario frente a los grandes problemas de la sociedad y la cultura. Por otra, también debe hacer suya «la causa de la verdad», que no consiste en reducir la búsqueda de conocimiento a lo útil, sino en «proclamar el sentido de la verdad, valor fundamental sin el cual desaparecen la libertad, la justicia y la dignidad del hombre» (p. 132).

EL IDEAL DE SABIDURÍA

Este último punto es el más difícil, pues si la universidad aspira a ser una comunidad intelectual, debe recuperar el ideal de sabiduría. Contra la fragmentación de los saberes y la división tajante entre los ámbitos de conocimiento, Torralba propone el diálogo y la circularidad de los saberes (p. 136). Para recuperar ese ideal de unidad del saber, recoge la propuesta de Alasdair MacIntyre. Consiste esa propuesta en superar la falacia de la neutralidad estableciendo un «desacuerdo obligatorio» (constrained disagreement) en la universidad. Al hacer visible el desacuerdo entre las diversas tradiciones y ramas del saber, podrían descubrirse también las «grandes áreas de acuerdo, sin las cuales el mismo conflicto y el mismo desacuerdo serían necesariamente estériles» (p. 141). Al poner en evidencia este conflicto a nivel institucional, podrían alcanzarse también grandes áreas de acuerdo comunes y avanzar hacia una mayor comprensión de la ciencia en su conjunto.

PRINCIPIOS DE LA EDUCACIÓN LIBERAL

El libro se cierra con un elenco de principios para la educación liberal, un apartado ambicioso en el que se resumen algunos puntos clave descritos anteriormente: las humanidades como cultura, es decir el estudio de los clásicos para encontrar orientación acerca del mejor modo de conducirse en la vida; apostar por el pluralismo metodológico; desarrollar la capacidad de juzgar; suscitar el interés por la verdad; reivindicar el conocimiento total e incluir la educación ética y del carácter.


Se puede descargar aquí en pdf el artículo de Santiago de Navascués, La lectura de los clásicos como recurso formativo.

Doctor en Historia. Profesor e investigador en UNIR.