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El 19 de marzo de 1944, con el invierno en retirada en toda Europa, las tropas alemanas del III Reich invadieron Hungría sin necesidad de disparar un solo tiro. Ahora que los aliados avanzaban por todos los frentes de Europa al mismo tiempo, Hitler no podía permitir que sus aliados húngaros siguieran una política independiente. En cuestión de horas, las divisiones del ejército alemán penetraron en el territorio y se hicieron con el control efectivo de todas las grandes infraestructuras del país, instaurando un gobierno títere en la capital. Ese mismo día, la estación de tren de Budapest recibiría la visita del hombre encargado de orquestar la solución final en el país: Adolf Eichmann.

Al contrario que en otros países ocupados por los nazis, la Shoah llegaba con retraso a Hungría. Eichmann estaba impaciente por empezar a trabajar cuando llegó a su despacho en el hotel Majestic. En pocas semanas, el Sturmbannführer de las SS lograría poner en funcionamiento la maquinaria de exterminio, que había sido planeada y perfeccionada desde hacía años con exactitud matemática. Incluso en aquellos momentos en que la victoria nazi parecía más lejana, la intrincada burocracia de la maquinaria funcionaba con la misma precisión infalible para orquestar el exterminio. Todos los días se despachaban informes con las consignas acostumbradas: identificación, arresto y deportación de judíos a los campos de concentración de Auschwitz, Birkenau, Dachau o Mauthausen. La maquinaria alcanzaría su pico de rendimiento en los meses calurosos del verano, cuando las deportaciones alcanzaban el ritmo diario de diez mil o doce mil individuos. Eichmann sabía que debía completar su cometido con urgencia: la matanza se detendría con la llegada del Ejército Rojo, que avanzaba imparable hacia las puertas de Budapest.

Después de las atrocidades cometidas por uno de los países más avanzados de su tiempo, muchos se preguntaron si la civilización occidental no había alcanzado un punto de no retorno

Hoy en día cuesta imaginar la escala del horror que se produjo en Centroeuropa durante aquellos meses. Después de las atrocidades cometidas por uno de los países más avanzados de su tiempo, muchos se preguntaron si la civilización occidental no había alcanzado un punto de no retorno. En medio de la barbarie de los campos, muchos intuyeron, como Primo Levi, que la humanidad había tocado fondo. La humanidad había demostrado su capacidad para destruirse a sí misma. Años después, el filósofo judío alemán Theodor Adorno sentenciaría famosamente que “escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. ¿Qué sentido tiene celebrar la belleza después de una carnicería tan absurda e inhumana?

El Holocausto suscita gran cantidad de preguntas como esta, pero pensar desde las ruinas de Auschwitz nos permite plantear cuestiones fundamentales desde su raíz: ¿dónde quedaron el bien, la verdad, la belleza, en un mundo arrasado por una crueldad sin límites? Quizás una de las preguntas más evidentes es la que atañe a la justicia. Al fin y al cabo, ¿qué justicia puede existir en un mundo que alcanza tal grado de refinamiento en el arte del exterminio? ¿Cómo podemos hablar de “justicia” en estas condiciones? La respuesta nihilista está al alcance de la mano: resulta difícil creer que exista tal cosa en un mundo enfermo de odio, corrompido en diversos grados a través de los siglos.

Una forma clásica de representar a la justicia es una balanza que equilibra el bien y el mal: la justicia consiste en equilibrar lo que se le debe a unos y otros por igual. La definición clásica de justicia –dar a cada uno lo que se debe– corrobora esta idea. Alterar el orden natural de las cosas produce injusticia y discordia. La restauración del orden perdido: eso es la justicia. Podemos imaginar a los seres humanos a lo largo de los siglos como una especie de fontaneros del universo, empeñados en devolver el equilibrio al cosmos para sacarlo de su caos insoportable. No por casualidad triunfa en nuestros días la idea de karma con facilidad. Es bien conocida, por ejemplo, la afición en internet a un subgénero de vídeos virales en los que ladrones, abusones, o criminales de poca monta reciben “karma instantáneo” tras cometer un delito. Las omnipresentes cámaras de seguridad nos permiten adentrarnos en esos dramas cotidianos: después de agraviar al inocente, los agresores reciben de forma inesperada su castigo. La restitución instantánea del bien perdido genera el efecto de justicia: se ha restituido lo que se debe a cada uno. Siguiendo una especie de ley del contrapaso dantesca, hoy en día solo concebimos la justicia como una especie de forma de restitución aquí y ahora.

Pero esa concepción tan genérica de la justicia no dista mucho de ciertas fórmulas arcaicas de la ley. El código de Hammurabi –“ojo por ojo, diente por diente”–, sería suficiente para resolver la asimetría de la justicia con facilidad. La justicia sería ese ideal hermoso, aunque siempre incompleto, por alcanzar el equilibrio exacto del bien entre las personas. Pero esta idea resulta contradictoria con la enseñanza tradicional de nuestros padres: para romper la espiral de la violencia, debemos dejar un agravio sin respuesta. ¿No es esto una ruptura del equilibrio propio de la justicia, de la ley de la compensación propia de una balanza? En este sentido, podríamos preguntarnos si la justicia no es algo más que una mera satisfacción de ofensas.

Cabría cuestionarse, por ejemplo, qué se nos debe exactamente a cada uno. Todos nuestros bienes, en estricta puridad, son transmitidos. No podemos decir que nada nos pertenezca por derecho propio. Al fin y al cabo, todo lo que poseemos es una herencia, hasta las mismas palabras con las que nos expresamos. Entonces, ¿en qué fundamos la razón de que se le pueda deber una cosa a un hombre como algo que le pertenece?

Existen muchas respuestas. Por una parte, podríamos pensar en una razón instrumental: es bueno respetar los pactos, leyes, contratos o promesas que generan bienestar en la sociedad y los individuos. Según esta idea, el principio de la compensación vertebra todas las relaciones sociales. En el centro mismo de las sociedades liberales se encontraría el respeto por el “contrato social”. La justicia, por tanto, se funda en el mutuo interés de los individuos, que cumplen con sus deberes contractuales. Sin embargo, esta interpretación de la justicia entraña una simplificación de la realidad, pues la justicia se refugia en los angostos límites de sí misma: la justicia conmutativa, que solo vela por los intereses contractuales y de mercado.

El caso del III Reich ilustra las formas en que el derecho, manipulado por el poder, transformó el Estado en un instrumento para la destrucción de la justicia

En realidad, la vida de las comunidades humanas entraña una riqueza mucho mayor que el mero esquema de relaciones contractuales. La historia reciente nos revela que las comunidades pueden velar por intereses radicalmente injustos. El caso del III Reich ilustra las formas en que el derecho, manipulado por el poder, transformó el Estado en un instrumento para la destrucción de la justicia. En su discurso al Parlamento Federal alemán en 2011, el Papa Benedicto XVI recordó a los diputados que la historia reciente del país era un despertador frente a este peligro. El Estado alemán se había transformado en una banda criminal muy bien organizada, capaz de amenazar el mundo entero y llevarlo hasta el borde del abismo. Los gobernantes habían pisoteado la justicia y convertido el derecho en un instrumento de dominio y sumisión. Por eso, el papa Benedicto advertía de que “servir al derecho y combatir el dominio de la injusticia” sigue siendo el deber fundamental del político.

Pero existen otras formas de fundamentar la justicia. Una posibilidad radicalmente distinta consiste en fundar el derecho atendiendo a la naturaleza misma de las cosas. Según esta visión de la justicia, la deuda se funda en la naturaleza misma del ser a quien es debido. Es decir, que sólo puede deberse algo por derecho propio si hay algo que lo justifique en la propia naturaleza. Para ello, es necesario considerar que en la humanidad hay algo inviolable, algo que corresponde irrevocablemente a su naturaleza.

Sólo si reconocemos la condición espiritual del ser humano podemos justificar una “gran reverencia” por la persona, afirma Pieper

Para autores como Josef Pieper, nuestro mundo no está constituido de forma que se pueda establecer plenamente el equilibrio por la reparación y el pago de las deudas. La mera acción de la justicia no es capaz de poner al mundo en orden. Por eso, es necesario defender un derecho inviolable del ser humano, “que pueda defender contra cualquiera y que a todos obliga al menos a no lesionarlo”. Para Pieper, ese derecho se funda precisamente en la idea de que el ser humano es, ante todo, persona. Sólo si reconocemos la condición espiritual del ser humano podemos justificar una “gran reverencia” por la persona (Las virtudes fundamentales. p. 109).

Esta segunda concepción nos acerca a una consideración más profunda del sentido de la justicia. Podríamos entender la justicia como el difícil equilibrio de las partes, según el principio de compensación, al que tiende el conjunto de la humanidad. Pero como señala Benedicto XVI, en las cuestiones fundamentales del derecho, en las cuales está en juego la dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría no basta: en el proceso de formación del derecho, una persona responsable debe buscar los criterios de su orientación. Cada persona está obligada a buscar la justicia más allá del mero ordenamiento jurídico. Paradójicamente, la virtud de la justicia exige ir más allá de los límites estrictos de la justicia. El justo debe estar preparado no solo a dar lo que se debe, sino más de lo que debe. El mundo antiguo brinda abundantes ejemplos en los que se advierte que la justicia sin misericordia es crueldad. Como escribe Pieper, “el propósito de mantener la paz y la concordia entre los hombres mediante los preceptos de la justicia será insuficiente, si por debajo de estos preceptos no echa raíz el amor” (p. 201).

¿CÓMO ES POSIBLE REHABILITAR A LAS VÍCTIMAS DEL TERROR?

La justicia como mera compensación de deudas resulta insuficiente en el caso del Holocausto. ¿Cómo es posible “rehabilitar” a las víctimas del terror? ¿Qué justicia cabe esperar en un mundo en que triunfa el mal con tal impunidad? Podemos preguntar con Walter Benjamin, “¿qué hacemos con las víctimas de la violencia? ¿Qué pasa con los perdedores, con los vencidos, con los desechos de la historia? ¿Podemos concebir alguna esperanza para ellos? ¿Se ha pronunciado ya la última palabra sobre su dolor y su muerte?”.

Existe una experiencia aleccionadora en este sentido, si regresamos por un momento al caluroso verano de 1944.  Mientras Adolf Eichmann despachaba con furiosa rapidez órdenes de deportación a los campos de exterminio, otros empezaron a trabajar con igual diligencia. Pero Eichmann no era el único que dictaba órdenes esos días: al poco de comenzar la persecución, el joven diplomático español Ángel Sanz-Briz empezó a trabajar en una dirección radicalmente contraria. Acogiéndose a un antiguo Real Decreto promulgado por el rey Alfonso XIII en 1924, empezó a conceder la ciudadanía española a judíos sefardíes para salvarlos de la deportación. Inicialmente, Sanz-Briz recibió autorización del gobierno húngaro para otorgar salvoconductos a 200 personas, un número que conseguiría burlar para admitir más refugiados. Sellando las cartas y los visados con números inferiores a 200, logró despistar a la burocracia húngara para conseguir pasaportes colectivos, permisos y cartas de protección a familias enteras. Para acoger a tantas personas, el diplomático alquiló edificios por toda la ciudad que protegió indicando su pertenencia a la legación diplomática española. Gracias a su trabajo, más de 5.200 personas lograron salvarse de una muerte segura.

En 1991, el diplomático español Sanz-Briz fue reconocido póstumamente por Israel como “Justo entre las Naciones”

Sanz Briz actuó con justicia más allá de los umbrales de la ley, procediendo en ocasiones sin el permiso explícito del gobierno español. Durante años, nadie reconoció su trabajo. Con el tiempo, la humanidad ha sabido reconocer el bien que hizo en aquellos meses terribles. En 1991, Sanz-Briz fue reconocido póstumamente por Israel como “Justo entre las Naciones”, un título con el que los israelitas reconocen el valor de aquellas personas de confesión no judía que han observado una conducta moral digna de respeto por haber actuado de acuerdo con los preceptos divinos. En la medalla conmemorativa se inscribe una frase del Talmud en la que resuena una sabiduría universal: “Quien salva una vida salva al mundo entero”.

En términos estrictamente cuantitativos, la escala del dolor y el sufrimiento del Holocausto es indescriptible. Pero, en medio del horror, muchas personas mostraron con sus vidas que no todo estaba perdido. Incluso en el reino de la injusticia y el mal, hubo personas justas que supieron defender al mundo de su propia destrucción. En una de las páginas más luminosas de la literatura reciente, el poeta Adam Zagajewski  rememoraba cómo, a finales del siglo XX, podría afirmarse que “no son los verdugos quienes escriben la historia, no es Goebbels ni Mólotov, sino la gente honesta; a ella pertenece la última palabra”. Sería difícil creer esto en los años treinta y cuarenta, cuando casi toda Europa estaba envenenada por falsos ideales. Sin embargo, con el tiempo Zagajewski comprueba “la extraordinariamente paciente y constante labor del bien, que incluso en este siglo en general tan cruel no quedó del todo aniquilado. ¡El bien también existe!, no sólo el mal y el diablo y la estupidez. El mal es más enérgico, puede actuar como un relámpago, como la blitzkrieg; al bien, en cambio, le gusta, desconcertantemente extraño, demorarse. En muchos casos, esa fatal desproporción acarrea muchas pérdidas que jamás pueden recuperarse”.

A pesar de los desastres de la guerra, la injusticia y el terror, el bien siempre “regresa, tranquilamente, sin prisa, como esos caballeros-detectives de las antiguas novelas policíacas, que flemáticos, vestidos con elegancia y fumando una pipa se presentan en el lugar del crimen al día siguiente de haberse cometido”. Contra todo pronóstico, el bien regresa con lentitud, “sin prisa como un peregrino, inexorable como el alba” (Adam Zagajewski. En la belleza ajena. Valencia: Pre-Textos, 2003).

Doctor en Historia. Profesor e investigador en UNIR.