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Cuando se publiquen estos comentarios estará ya definitivamente cerrada la relación de los senadores de la nueva legislatura, que se habrá inaugurado a principios de abril. Oficialmente se le llamará la novena legislatura. Pero si se empieza la cuenta por la Constitucional del 77 es la décima de la actual Monarquía Parlamentaria de la democracia española. Entre las responsabilidades de la «Alta Cámara» no se halla la de otorgar o negar la confianza al Presidente del Gobierno o a su Gabinete, que es de la exclusiva competencia del Congreso de los Diputados.

Los Gobiernos dependen del Congreso, aunque la legislación y el control del Ejecutivo se elaboren y realicen por los dos brazos de las Cortes Generales. Algo parecido ocurre en la mayoría de las naciones de parlamentos bicamerales, tanto de Europa como de América o Asia. Por eso, en España, el debate político y el análisis de estudiosos e informadores, y de la generalidad de los ciudadanos, suele concentrarse en lo que se discute y se resuelve en el palacio de la Carrera de San Jerónimo. Allí los diputados examinan casi todas las semanas al Gobierno, debaten entre ellos y aprueban leyes y mociones de directa repercusión en la política nacional.

En estas últimas elecciones de marzo el PSOE ha obtenido cinco diputados más que en la anterior. Ahora a los socialistas, con ese nuevo quinteto, sólo les faltan siete escaños para la mayoría absoluta de la Cámara y no doce como antes. Pero hay circunstancias políticas y parlamentarias que no son iguales a las del año 2004. Los «populares» han sumado más votos que entonces y también han ganado otros cinco diputados, si bien su grupo parlamentario del Congreso sigue teniendo dieciséis menos que el de los gubernamentales.

El incremento parlamentario del PP se debe en buena medida a su trabajo en la oposición y al desgaste político del Gobierno socialista. El del PSOE ha sido a costa de los trece fieles y obedientes socios del «tripartito de Madrid», que le aseguraban, casi sin debate, cómodas y disciplinadas votaciones y eran fáciles de contentar con promesas y acciones o declaraciones demagógicas y con su participación en el Ejecutivo de la Generalidad catalana conforme a lo convenido en el «Pacto del Tinel». Aquellos trece diputados amigos de la llamada «Izquierda Unida»- —que no estaba tan «unida»-— y los «separatistas» republicanos de Cataluña, se han visto reducidos unos a dos y otros a tres, desapareciendo sus grupos parlamentarios propios en el Congreso, y se quedan con poca voz en los debates y menos representación en las Comisiones parlamentarias a la hora de votar.

Si se aplican los reglamentos como es debido, y es de esperar que así lo hagan la Presidencia, la Mesa y la Junta de Portavoces de la Cámara, los «rojiverdes» de IU y los republicanos catalanes tendrán que integrarse en el grupo mixto y repartirse los tiempos de palabra con diputados de otras tres o cuatro formaciones, perdiendo presencia en los debates parlamentarios y repercusión en los medios, en la clase política y en el público. Además de estos dos partidos, han perdido votos y algún acta en las últimas elecciones los nacionalistas vascos y los catalanes de Convergencia. Con todo lo cual resulta que los debates del Congreso de verdadera importancia serán sólo los que se entablen entre las dos grandes minorías, la gubernamental de los socialistas y la opositora del PP. Como se puede asegurar que lo mismo sucederá en el Senado, no sólo los profesionales de los partidos, sino los comentaristas, los ciudadanos y la opinión pública habrán de darse cuenta de que en España, igual que en otras importantes democracias, existe y funciona políticamente un bipartidismo parlamentario con todas sus consecuencias.

El bipartidismo es un hecho bastante común entre las democracias más estables y consolidadas del mundo: laboristas y conservadores en el Reino Unido y las parejas de partidos en Canadá, Nueva Zelanda y Australia, que son los más «británicos» de los  antiguos dominios de la Common-wealth; la CDU y los socialistas en Alemania; demócratas y republicanos en los Estados Unidos; los grupos que lidera Berlusconi y el nuevo partido de la izquierda en Italia; Sarkozy y Royal en Francia; socialdemócratas y populares en Austria, et sic de ceteris como se diría en latín.[[wysiwyg_imageupload:851:height=95,width=180]]

Pero el bipartidismo no es un invento de la política moderna. Tiene precedentes en la historia tan antiguos, ilustres y documentados como los comicios de la Roma republicana de hace más de dos mil años. En ellos se presentaban candidatos, se hacía propaganda y se disputaban los cargos a golpe del sufragio de los Quirites, pero en la práctica el proceso discurría entre las «factiones» de «optimates» y «populares» que, a efectos electorales, ejercían funciones que hoy realizan los partidos. Aquello, tan distinto de lo de ahora, era también bipartidismo. Un candidato para cualquier magistratura, sin el apoyo de una «facción», casi nunca tuvo la posibilidad de ganar una votación, por mucho que se afanara en andar por el foro prometiendo a gritos toda suerte de bienes para los ciudadanos y para la república.

La historia europea ofrece otros numerosos ejemplos de bipartidismo. Uno de los más famosos y más frecuentemente citados es el de las ciudades italianas donde durante más de dos siglos, desde mediados del XIII, peleaban por gobernar «güelfos» y «gibelinos», que al principio, igual que los actuales partidos, representaban distintas ideologías, y andando el tiempo en no pocos casos se convirtieron simplemente en organizaciones que luchaban por el poder.

En España, aunque nadie quisiera reconocerlo o se atreviera a proclamarlo porque podía parecer, sobre todo entonces, poco democrático, el bipartidismo existió ya en el primer parlamento de la restaurada monarquía, y se ha mantenido aritméticamente presente como el verdadero sistema político en las diez elecciones generales, desde las Constituyentes de 1977 hasta las de ahora.

En el Congreso de los Diputados, que es la Cámara que otorga su confianza al Presidente y a su Gobierno, a lo largo de estos treinta años, los dos principales partidos nacionales han ocupado siempre entre el ochenta y el noventa por ciento de sus trescientos cincuenta escaños: doscientos ochenta y dos en 1977 y trescientos veintitrés (o sea nueve por cada diez) en esta última oportunidad. En las elecciones siguientes a las del 77, desde el 79 a estas últimas, se advierte una tendencia al crecimiento de esas cifras hasta el máximo que han alcanzado en este año.

El bipartidismo no deja de tener en España importantes ventajas para una ordenada continuidad del Estado: bien por razones de oportunidad política, bien por la trascendencia de los asuntos que hayan de resolverse, cuando se trate de materias que por el interés nacional hayan de ser afrontados con el masivo apoyo ciudadano que representaría un acuerdo del noventa por ciento del Parlamento. En algunos otros casos sencilla e imperativamente por «exigencia constitucional», como ocurre con la designación parlamentaria de magistrados del Tribunal Constitucional o de miembros del Consejo Superior del Poder Judicial que han de ser nombrados por tres quintas partes de cada una de las Cámaras, o en los proyectos de reforma constitucional, cuya admisión a trámite ha de ser aprobada también por los tres quintos del Congreso y el Senado. En todos esos casos sólo un acuerdo entre los dos principales partidos nacionales puede resolver las cuestiones.

Para eso no hacen falta «pactos» que luego no se cumplen porque exigirían mucho de las formaciones que los suscribieran. (Incluso el famoso del Tinel no lo han respetado en Cataluña ni socialistas ni republicanos). Un «pacto» tan celebrado como el de las libertades y el terrorismo tampoco ha podido mantenerse. Los «pactos» tienen una vocación de permanencia y es lo que hacen en cualquier campo de la vida social unos aliados y no unos rivales a los que las circunstancias obligan a caminar juntos un trecho, pero sin perder de vista que unos y otros se dirigen a distintas metas. Unos «pactos» aparatosamente proclamados pueden dar la impresión de que implican más compromisos de los necesarios y suscitar expectativas que nadie quiere.[[wysiwyg_imageupload:852:height=173,width=200]]

Pero el Parlamento, y en él los grandes partidos, es el responsable solidario de la gestión total del Estado. Por eso en determinadas cuestiones planteadas a la nación harán falta «acuerdos» concretos en asuntos de esos que los políticos gustan  de llamar puntuales. (No recuerdo quién les dio ese nombre. Tal vez fuera Fernando Abril Martorell, al que los «acuerdos» de la transición deben más de lo que comúnmente se le reconoce). «Acuerdos» que no tienen que ir más allá de lo estrictamente convenido en cada caso, y que han de ser lealmente respetados por ambas partes en relación con esas cuestiones concretas, sin que se los quiera extender más de lo preciso. Esos acuerdos han de ser parlamentarios como todo el régimen político y sólo pueden elaborarse a ese nivel.

En estos primeros meses del primer año de la nueva legislatura parece claro que sería preciso estudiar y adoptar acuerdos parlamentarios claros, acerca de las medidas que han de tomarse sin demora en algunas materias. Entre ellas, la definición y ejecución de una política económica que haga frente a la crisis que nos viene de fuera y a sus consecuencias sobre el empleo. Los medios para garantizar la seguridad y la paz ciudadana siempre amenazadas por el terrorismo. Los problemas del Tribunal Constitucional, el Consejo del Poder Judicial, el Supremo y otras instancias judiciales que están erosionando el prestigio de la administración de justicia con merma del respeto que le deben los ciudadanos. Y las líneas generales y las medidas prácticas de una verdadera política de inmigración.

Más reposo y más tiempo requiere el diseño de las reformas estatutarias, de las leyes armonizadoras de las competencias de las comunidades autónomas y el Estado, que aseguren la igualdad jurídica, cultural, económica y fiscal de los españoles en todo el territorio nacional. Hay también otras materias como la educación, la cultura, la familia y la protección y amparo de la vida humana, respecto de las que muchos compatriotas- —quizá la mayoría-— verían con agrado y tranquilidad un acercamiento o clara disposición de diálogo entre dos formaciones, como el PSOE y el PP, que responden a muy distintas filosofías, humana y política. Pero algo hay que hacer, y empezar ya, porque es razonable pensar que estos dos partidos y los sucesores de los dirigentes de ahora van a tener no sólo en estos próximos años, sino en algunas generaciones más la responsabilidad de la conducción del país.

Fundador de Nueva Revista