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Subo a esta tribuna en nombre del Presidente Álvarez de Miranda y en el mío propio para agradecer en primer lugar el honor que nos hacen Sus Majestades los Reyes de España, que han querido honrar con su Presidencia esta ceremonia de nuestra investidura de doctores honoris causa por la más antigua y la más reciente de las Universidades Públicas madrileñas, la de Alcalá (la histórica fundación de Cisneros) y la que se enorgullece de tener el nombre de nuestro Rey Juan Carlos.

Antiguos Presidentes de la Cámaras de nuestro Parlamento Constituyente recibimos con agradecimiento y respeto la distinción que nos han hecho las Facultades de Derecho de ambas instituciones.

Sabemos que este doctorado que acabamos de recibir es un homenaje de estas Universidades al Congreso de los Diputados y al Senado democráticamente elegidos en 1977, a los que correspondió la tarea de elaborar y proponer a referendo nacional la constitución de la concordia, que es el título que mejor cuadra a la Carta Magna de 1978.

A nuestros compañeros parlamentarios de las Cortes que hicieron la Constitución dedicamos el Presidente Álvarez de Miranda y yo los títulos que hoy recibimos. En estos momentos recordamos: a los Ponentes del primer texto constitucional, a los diputados y senadores de las respectivas Comisiones Constitucionales, a los parlamentarios que aprobaron los dictámenes, a los miembros de la Comisión Mixta, que trabajaron sobre los textos finales de ambas Cámaras, poniendo punto final al texto que sería sometido a la nación, y a los competentes Letrados de Cortes que asesoraron profesionalmente a los responsables políticos a lo largo de todo el iter parlamentario.

Del discurso del Presidente Álvarez de Miranda que ustedes podrán leer íntegramente en las Actas de esta solemne sesión académica y a petición de su autor, voy a tratar de recoger los pasajes más significativos de tan docto y bien organizado escrito. Creo que él y yo nos conocemos bien. Hemos sido amigos y compañeros de no pocas cosas, casi todas políticas, desde hace casi sesenta años, Formamos parte los dos del Consejo Privado del Conde de Barcelona y nos integramos en la Unión de Centro Democrático del Presidente Suárez: él a la cabeza de la Democracia Cristiana y yo entre los promotores de los Partidos Liberales.

Mis primeras palabras no son mías, aunque yo las suscriba en casi toda su literalidad, sino que forman parte del texto del Presidente Álvarez de Miranda.

Antonio Fontán

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Majestades, Excelentísimos Señores y Señoras, queridos amigos:

La distinción que hoy nos otorgan las Universidades de Alcalá de Henares y Rey Juan Carlos a quienes fuimos Presidentes de las Cortes legislativas en la etapa constituyente supone para mí un altísimo honor. No tengo palabras para expresar mi gratitud a los Rectores y a los Claustros universitarios que se han dignado a aceptar su propuesta. Gracias, en especial, al Profesor Leguina por su generosa Laudatio, que me ha emocionado.

Quisiera, con motivo de este discurso, someter a su consideración algunas reflexiones sobre los derechos humanos y la elaboración de la Constitución, al tiempo que me referiré a acontecimientos que me tocaron vivir de cerca.

Creo, desempolvando la tesis orteguiana, que las circunstancias en que se desenvuelve la actividad política participan de la urdimbre de la vida misma y viceversa, formando una trama en la que las convicciones ideológicas, el carácter y el talante, forman el tejido que acaba por constituir la trayectoria de un individuo y que, en definitiva, lo define.

Finalizada la Segunda Guerra Mundial, en Europa se buscaba cómo terminar con los enfrentamientos fratricidas origen de tantos horrores pasados. Es Winston Churchill quien, con su famoso discurso pronunciado en la Universidad de Zúrich, señala el camino.

Era una llamada a los líderes europeos, tanto vencedores como vencidos. Francia y Alemania deberían hacer el principal esfuerzo, y el resto de los pueblos europeos que compartieran esa misma idea, podrían unirse a la integración, siempre y cuando cumplieran los requisitos democráticos que se establecieran.

Esta convocatoria culminó con el Congreso de La Haya de 1948, al cual evidentemente no fue convocada la España franquista, por razones obvias. De este Congreso surgió un Movimiento Europeo como principal promotor del europeísmo democrático, establecido sobre un principio fundamental: la primacía del derecho y el respeto a las libertades y derechos del hombre.

Desde el exilio, los españoles republicanos del bando vencido junto con los nacionalistas vascos y catalanes, socialistas y el resto de fuerzas políticas contrarias al franquismo –incluidas las que operaban clandestinamente en el interior de España, tuvieron desde el primer momento claro que su sitio estaba alIado de esa Europa en formación, integrada democráticamente.

No es posible enumerar detenidamente los pasos y gestiones que se dieron para ello, pero al final pudo surgir el Consejo Federal Español del Movimiento Europeo, que agrupaba a las fuerzas políticas que podían operar desde el exterior, pero también con dificultad, tesón y esperanza se llegó a movilizar a diversos grupos surgidos en el interior de España en centros universitarios y profesionales.

Quiero referirme especialmente a la Asociación Española de Cooperación Europea (AECE), en la que participé en su fundación, y que pronto sería uno de los caminos determinantes en mi vida política.

Desde esa Sede y, junto con la ayuda de otros universitarios y profesionales que allí nos cobijamos, emprendimos el camino hacia esa Europa que concebíamos como superación del régimen totalitario franquista.

En aquella asociación nos motivaban dos objetivos que me han acompañado toda la vida: la fe en una Europa unida y la causa de los derechos humanos. Nosotros necesitábamos conectarlas.

La creación de la AECE y de los movimientos europeístas permitió dar cauce a una actividad, cada vez más resueltamente política.

Algunos sectores del franquismo tuvieron la sensibilidad necesaria para comprender que aquel movimiento de integración europea podría tener más importancia de la que habían pensado y, pretendiendo realizar un movimiento de distracción, dieron en afirmar que la integración europea debería tener un carácter exclusivamente económico. Así, se solicitó la apertura de negociaciones en 1962.

La reunión de Junio de 1962 en Múnich tuvo sin duda su importancia, por el hecho de que por primera vez se reunían a dialogar y a discutir conjuntamente españoles que se habían enfrentado durante la guerra civil.

Y fue este hecho, sin duda, lo que movió al Gobierno del General Franco, en una reacción desproporcionada, a considerarlo como lo que se denominó El Contubernio de Múnich: una reunión de traidores a los que se persiguió de forma implacable, sin posibilidad de defenderse

En aquella reunión de Munich se llegó, el 6 de Junio de 1962, a una resolución en la que se aprobaban las condiciones para la integración en Europa, finalizándose con el compromiso de todos los grupos representados a renunciar a toda violencia.

Las condiciones políticas y económicas recogidas en esta resolución pueden considerarse un esbozo de la futura Constitución española de 1978, y de su mas que notable importancia tal y como destacan distintos historiadores como Javier Tusell, Raymond Can, Paul Preston o Charles Powel.

Por su valor simbólico y la personalidad de Salvador de Madariaga, me permito reproducir las palabras por él pronunciadas el 8 de Junio en el Congreso de Munich: ‹‹Yo os aseguro que en la historia de España será un día singular y preclaro. La guerra civil que comenzó en España el 18 de Julio de 1936 que el régimen ha mantenido artificialmente con la censura, el monopolio de la prensa y la radio y los desfiles de la victoria, termino anteayer, de Junio de 1962››

Añadiendo: ‹‹Los que antaño escogimos la libertad perdiendo la tierra los que escogieron la tierra perdiendo la libertad nos hemos reunido para otear el camino que nos lleve juntos a la tierra a la libertad››

Pero dejemos los recuerdos y centrémonos en el presente, o en el ayer más cercano.

La caída del Muro de Berlín parecía proyectar el fin de una cierta manera de entender las cosas y podía suponer –algunos así lo pronosticaban– que la humanidad entraría en un periodo de general placidez.

Más la realidad ha venido a presentarnos su cara menos amable: los denominados «conflictos de baja intensidad» y la acción violenta del terrorismo «globalizado», han provocado que el cambio de centuria y de milenio hayan traído un periodo en el que las violaciones de los derechos fundamentales han alcanzado proporciones sin precedentes.

¿Cuál es la causa de esta situación? Ninguna explicación resulta sencilla si quiere ser completa.  Los factores a tener en cuenta son múltiples. Ahora bien, de entre todos ellos, hay cuatro fenómenos ligados a la sociedad actual que tienen una particular importancia. Me estoy refiriendo al auge de los nacionalismos excluyentes, al florecimiento de los fundamentalismos en diversas partes del mundo, a una cierta privatización de la guerra y de los conflictos armados en general y, como consecuencia, a la aparición del llamado «terrorismo global».

Cada uno de estos fenómenos está relacionado con el aún pendiente objetivo de alcanzar de respeto y adhesión efectivos a los derechos humanos.

A ello debe unirse un peligro de otro género, que se produce por la puesta en cuestión de la universalidad de los derechos humanos.

Siguiendo a Pérez Luño −que ha sabido recopilar lo substancial de las críticas al universalismo−, existe una crítica, realizada desde el ámbito de la política, que tacha esta idea de universalidad como nociva porque desconoce las diversas tradiciones culturales y políticas de los pueblos. Siguiendo con su reflexión, para los que critican la universalidad desde el campo jurídico, éste es un concepto de cumplimiento imposible, por no existir las condiciones económicas adecuadas que permitan dar satisfacción a los derechos humanos en todo el mundo.

Sin duda la universalidad responde a un deseo (es un ideal abstracto) pero, permítanme citar de nuevo a Ortega al afirmar que» el papel de todo ideal es erguirse más allá de la realidad; el ideal influye sobre la realidad a la manera que la estrella orienta a la nave». Por tanto, aún admitiendo el hecho de que hoy día la universalidad de los derechos humanos no sea más que un ideal abstracto, ese ideal posee ya un notable valor. No en vano, Nikken nos advierte de que: «existe una suerte de evolución de las declaraciones hacia los tratados, de lo político a lo jurídico» que no sería posible sin la existencia de principios comunes a toda la humanidad, dignos por tanto de respeto universal.

En cuanto a la acusación de que los derechos humanos serían imposiciones culturales occidentales sobre el conjunto del mundo, cabe replicar que la Declaración Universal de 1948 hubo de hacerse a costa de un silencio pragmático sobre múltiples cuestiones, precisamente con el ánimo de que fueran más fácilmente asumible por las diferentes culturas. Pero esa adecuación no puede llegar nunca al extremo de negar los postulados que se defienden por medio de los derechos humanos.

Prácticas como la postergación de las mujeres, la mutilación ritual, la denegación de auxilio médico, entre otras, no pueden ampararse en el respeto de tradiciones ancestrales. Oponiéndonos a ellas nos situamos entre los que quieren cumplir con la justicia.

Frente a los que consideran irrealizable esta pretensión por las dificultades económicas de grandes áreas geográficas, debe decirse que la defensa de los derechos humanos, siendo necesaria íntegramente, debe defenderse de manera progresiva y gradual cuando las circunstancias lo requieran. La multiplicación de organismos encargados del control, así como la realización de convenios y tratados, conforman el camino necesario que debemos recorrer todos los que estamos comprometidos con la extensión y efectividad de los derechos humanos.

De todo ello surge inevitablemente una pregunta: ¿necesita la causa de los derechos humanos un nuevo orden jurídico mundial para asegurar su cumplimiento universal?

Sinceramente creo que sí. Ahora bien, difícilmente saldrá una propuesta de este tipo del mundo jurídico. Los juristas estamos demasiado apegados a un orden concreto, supongo que para eso se nos instruye en que el don más preciado de ese orden es la seguridad jurídica. Dado lo cual, no puede resultar extraño que las propuestas innovador as hayan venido tradicionalmente de la política, de la filosofía, de la economía e incluso de la teología.

No sería demasiado arriesgado, sin embargo, afirmar que la creación de un Tribunal Penal Internacional de carácter permanente y la aprobación en España de la Ley Orgánica que permitió su ratificación, son pasos importantes. La puesta en marcha del Tribunal en marzo de 2003 y la extensión de los países que lo ratifican, nos hace albergar esperanzas de alcanzar una ciudadanía universal. El deseo del cumplimiento universal de los derechos humanos es el ideal que nos debe iluminar, como la estrella orienta la nave, consecuencia de la fraternidad entre todos los seres humanos tal y como, ya en 1795, la imaginaba Kant en su obra «La Paz Perpetua»

Habría mucho más que hablar sobre derechos humanos, en especial, respecto del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, pero me impuse de inicio el propósito de dedicar unas reflexiones sobre la vigencia de los principios inspiradores de la Constitución de 1978 y no querría extenderme más allá de lo imprescindible. No en vano, el Artículo 10 de nuestra Constitución dice: «las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados internacionales sobre las mismas materias ratificadas por España»

Éramos conscientes de las dificultades que rodeaban el inicio de la legislatura constituyente. Una de ellas era la de tratar de conciliar la variedad de representaciones políticas que se sentaban en los escaños, sobre todo si pensamos que tales representaciones procedían, en parte, de dos bandos de una guerra civil atroz y dolorida; de las dos Españas irreconciliables y cainitas, que los españoles más lúcidos de todos los tiempos habían denunciado, sin éxito aparente por sus resultados.

Y sin embargo, debe destacarse el sincero entusiasmo con que se extendió y aceptó el espíritu de concordia que, desde el primer momento, dominó la elaboración de la constitución y que, por encima de su contenido normativo, establecía entre los españoles un lugar en el que permitir superar la carga y trauma de la guerra civil y las diferencias y desencuentros entre vencedores y vencidos.

Indudable importancia tuvo para esta reconciliación el que la mayoría de los parlamentarios –como ocurría con la mayoría de los españoles– aún procediendo o siendo herederos de uno de los bandos, fuesen profundamente críticos no sólo con el bando rival, sino igualmente con el propio, con sus excesos y reservas; comenzando por rechazar el clima de enfrentamiento; esforzándose por reconstruir, desde tan dolorosas ruinas, a veces retorciendo los impulsos del propio corazón, una España normal y desmitificada convencida de no ser una unidad de destino en lo universal sino, simple y sencillamente, patria común de todos los españoles. Ese ámbito plural, que no era de unos ni de otros, y que al principio –en las catacumbas de la transición­ proyectaron superar unos cuantos soñadores, terminó resultando el lugar de encuentro de todos los españoles de buena voluntad. Los nostálgicos de lo que muy pronto se convirtió en arqueología política; los nostálgicos de uno y otro bando, que de los dos los hubo, pronto quedaron atrás.

El resultado de aquel esfuerzo de concordia, de convivencia, han sido estos treinta y un años de realización de un proyecto fructífero en el que nadie se sienta extraño. La realidad sociológica que separa estos treinta años resulta increíble para los que vivimos ambas experiencias. Y las dificultades actuales, que sin duda las hay, nos parecen comparativamente, repetición minimizada de los conflictos sociales y políticos de una sociedad, que en su misma naturalidad proclama la ausencia de verdaderos conflictos.

Otros aspectos resultan destacables, aparte del de la misma concordia entre los españoles.

El primero de ellos es la aceptación de la Monarquía Democrática y Parlamentaria, superando esta decisión otros modelos que, aún siendo muy respetables en sí, la historia se ha encargado de colocar en el pasado. Decisión y aceptación monárquica que estos treinta años se han encargado de avalar, y más aún de revalorizar.

Acierto en la actuación del Rey Don Juan Carlos. Desde el comienzo mismo de su reinado, cuando afirmaba en difíciles circunstancias, que asumía el trono para ser «Rey de todos los españoles». Acierto al inaugurar la legislatura constituyente en la que el Rey decía «la institución monárquica proclama el reconocimiento sincero de cuantos puntos de vista se simbolizan en estas Cortes. Las diferencias ideológicas aquí presentes no son otra cosa que distintos modos de entender la paz, la justicia, la libertad y la realidad histórica de España»

Consenso y convivencia. Monarquía Parlamentaria y Democrática como forma de nuestra convivencia. Faltaba un tercer pie que diese la perfecta estabilidad al sistema naciente y lo abriese al futuro. Ese tercer pie tenía que ser y fue la apertura a Europa.

Recordemos aquella España endogámica encerrada en sí misma, aquella España que miraba a Europa y al mundo con un formidable complejo de inferioridad, apenas disimulado, y, lo que es peor, persiguiendo y desterrando a quien se atreviera a iniciar otros caminos.

Pues bien, la legislatura constituyente se lanzó, de forma unánime, a la apertura europea, al retorno a nuestro verdadero contexto. Para hacerlo simplemente se deja llevar por su mejor y más ancestral instinto y a seguir la línea reclamada ya desde mucho antes por las mejores cabezas españolas.

Eso que parecía imposible hace treinta y un años se ha hecho realidad, y hoy lo podemos conmemorar y celebrar con éxito. Por eso el día que, solemnemente, firmamos la Constitución de la concordia, culminaba una etapa que hacía viable la convivencia por la que se había conseguido el sueño de muchas generaciones de españoles que aspiraban a una paz serena y duradera.

Podríamos decir que la tarea esta cumplida y no mentiríamos, pero si lo dijéramos nos equivocaríamos. La tarea comienza ahora, treinta y un años después y recomienza cada día. Otras manos están en los arados y mueven las ruedas de este país. No sé si lo tienen más fácil o más difícil que nosotros, pero si sé que ellos parten de nuestra tarea en estos treinta y un años de esfuerzo y que la principal memoria que deben guardar es la memoria histórica de nuestro acierto constitucional. Posiblemente sea necesaria para enfrentarnos a la dura realidad económica que nos espera.

He dicho.

Fernando Álvarez de Miranda

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El texto de la Constitución que aprobó el Congreso de los Diputados tuvo su entrada en Senado, Cámara de segunda lectura ya desde la Ley para la Reforma Política, en el verano de aquel año 1978.

Había prisa y los diputados y senadores del 77 eran conscientes de ello. Sabían que las Cortes eran «constituyentes» y que España esperaba con serena impaciencia. Además al inaugurar el primer Parlamento democrático de la nación, después de más de cuarenta años desde el del treinta y seis, el Rey, en su discurso, había dicho que era misión de los senadores y diputados recién elegidos elaborar una Constitución.

Enseguida en el Senado abrimos el plazo para la presentación de enmiendas de los grupos parlamentarios y de los senadores individuales, que trabajaron mucho en poco tiempo, hasta reunir varios centenares de ellas que fueron estudiadas y debatidas en la Constitucional y en el Pleno de la Cámara en ese mismo verano.

A principios de octubre el dictamen, finalmente aprobado por los senadores, quedó depositado en las Cortes Generales, donde una Comisión Mixta de la que formábamos parte los Presidentes y cinco diputados y cinco senadores designados por las Cámaras habrían de ultimar el texto definitivo que sería sometido al referendo nacional el 6 de diciembre de ese mismo año.

Entre las propuestas de modificación del dictamen del Congreso que presentó el Senado, y que la Comisión Mixta aceptó y se integraron en la Constitución, limitaré mi recuerdo y comentario en esta solemne sesión académica a tres de ellas.

Las tres son, a mi entender, significativas para la nación, para su presencia en el mundo y para la legitimidad misma de las supremas instituciones del Estado.

Una de ellas es simbólica, otra política, y otra, finalmente, histórica, porque enlaza nuestra Monarquía parlamentaria con en la tradición secular de España.

Los textos «senatoriales» se pueden leer en los artículos cuatro, diez y cincuenta y siete de la Constitución del 78.

El primero de ellos define la bandera de España. El artículo diez se refiere a los Derechos Humanos y al compromiso con ellos y con las libertades que asume el Estado nacional. Y el cincuenta y siete proclama que el Reyes don Juan Carlos I y que este es el «legítimo heredero de la dinastía histórica» de España.

O sea que en ellos se precisan asuntos tan capitales para una nación como la bandera, que es su símbolo o su imagen ante los propios ciudadanos y ante el mundo, su compromiso con el Derecho de la persona y la Jefatura del Estado de la Monarquía.

En las naciones modernas desde finales del siglo XVIII se había extendido el uso de esos elementos simbólicos, que son las banderas nacionales. Hasta las Revoluciones americana y francesa la insignia visible de un reino o república, que representaba a un estado dentro y fuera de sus fronteras, eran las armas de sus soberanos o de sus familias, los estandartes de sus ejércitos o las banderas de sus naves.

Las primeras banderas nacionales, generalmente reconocidas por propios y extraños como insignias de los estados, fueron, entre otras, las barras y estrellas de los norteamericanos, el tricolor de los franceses o las diversas cruces de escandinavos o británicos.

No siempre se describen las banderas en las constituciones o nacen en textos legales. Esas enseñas fueron, primero una necesidad, probablemente militar, luego una costumbre o un hábito y pocas veces algo que se imponía con una ley. Concretamente en España las Constituciones del siglo XIX no dicen nada de la bandera, porque todos los ciudadanos sabían cómo era, para qué servía y cuál era su significación. Pero a la altura histórica de la Constitución de 1978 había un generalizado acuerdo político en que la «concordia» nacional se viera reflejada en la bandera de la «concordia», que había sido la insignia más comúnmente reconocida como tal desde casi dos siglos atrás. La bandera bicolor había sido la de la monarquía, la de la «gloriosa» del 68, la de la primera república y de la monarquía restaurada de 1874.

En los primeros años del pasado siglo XX en España pequeños partidos políticos republicanos empezaron a sustituir en sus mítines y reuniones la franja roja inferior de la bandera nacional por una de color morado, que alguien había dicho que estaba tomada del pendón de Castilla y representaba las libertades.

El primer Ministerio republicano del año 31 asió por el asta ese nuevo tricolor —rojo, amarillo y morado— y pocos meses más tarde sancionó esa situación de hecho en uno de los artículos de la Constitución de 1931. Nuevo régimen, nueva bandera, aunque en la primera república —la del 73— no se había pensado en nada de eso. En la segunda, el Gobierno provisional que el 14de abril se había hecho cargo de la soberanía nacional decidió que el cambio de bandera era urgente y necesario. El tricolor significaba la república frente al Rey.

Casi medio siglo después el Parlamento democrático del 77 acordó —y el referendo nacional ratificó— el artículo cuarto de la Constitución, en cuyo primer párrafo se lee que «la bandera de España está formada por tres franjas horizontales, roja, amarilla y roja, siendo la amarilla de doble ancho que cada una de las rojas». La gente veía en ella no la bandera de la monarquía sino la de España.

En realidad al Rey no le había echado legalmente nadie porque lo que habían ganado sus adversarios republicanos eran unas elecciones municipales, que tuvieron más alcance político por el contexto de entonces y por el fracaso de los partidos y políticos monárquicos. Su patriotismo y su sentido de la responsabilidad decidieron a Don Alfonso a ausentarse, suspendiendo, dijo, el ejercicio de sus funciones constitucionales para que la nación pudiera funcionar sin él y con una nueva forma de Estado.

El artículo cuarto que llegó a los senadores desde el Congreso era casi el mismo que saldría después de nuestra Cámara. Sólo que para el color de la franja central en vez de «amarilla» ponía «gualda». No era una cuestión banal.

El Senado, acogiendo una enmienda del senador real y futuro premio Nobel de Literatura, Camilo José Cela, acordó que en el artículo cuarto de la Constitución, se cambiara la palabra «gualda» por «amarilla». «Gualda» en español, explicó documentadamente el ilustre escritor y académico, no es un «color» sino una «planta»: «una planta herbácea de la familia de las resedáceas cuyos tallos y flores en espiga, si se cuecen, destilan una especie de resina amarillenta que se usa en tintorería»

La enmienda de Cela fue unánimemente acogida por los senadores entre el regocijo y los aplausos de todos los grupos parlamentarios.

Nadie mencionó en aquel debate del Senado que en la Constitución republicana del 31, la única de las anteriores que disponía cómo era la bandera y cuáles sus colores, se leía que la franja central debía ser «amarilla». No consta que en aquel final de verano del 31 nadie en el parlamento mencionara la palabra» gualda».

(Quizá porque los escasos diputados de la oposición tenían sus ojos fijos en el «morado» que consideraban antimonárquico y antihistórico; mientras que en las filas de la mayoría no faltarían diputados para los que «gualda» en la bandera sonaba a militarista y monarquizante, aunque no era ni una cosa ni otra. Era lo que se cantaba en los versillos del pasodoble de la zarzuela «Las Corsarias» del maestro Alonso, estrenada con gran éxito y cientos de representaciones en 1919, que en poco tiempo se había hecho enormemente popular.

El pegadizo pasodoble de «Las corsarias» lo cantaba mucha gente diez y doce años después de su estreno y sonaba a una canción patriótica de apoyo a los héroes militares de la guerra de Marruecos, que luchaban allí «por la tierra mora, por la tierra africana» que eran las palabras con que empezaba su texto, que seguía diciendo, que «como el vino de Jerez / y el vinillo de Rioja / son los colores que tiene / la banderita española». los octosílabos del romancillo de los letristas de Alonso añadían un estribillo que pronto se hizo popular y sabían de memoria millones de españoles y españolas «banderita tú eres roja / banderita tu eres gualda / llevas sangre y llevas oro / en el fondo de tu alma»

La oportuna y documentada enmienda de Cela en aquel lugar no dejaba de tener un alcance político en aquellos momentos de redacción de la Constitución .. Se restablecía la palabra «amarilla», que no sólo era la voz que definía con propiedad el color de la franja central de la enseña, sino la que leer en la Constitución del 31, que era la que había estado oficialmente vigente durante la guerra civil en todo el territorio republicano y consideraban suya los gobiernos del exilio y sus partidarios.

La bicolor había sido restablecida el año en su zona por los «nacionales». La Constitución del 78 la hacía suya, pero sin la adición de los elementos simbólicos que la acompañaban en el régimen político anterior. Era la bandera de la concordia y de la transición. Resultaba también ventajoso para la democracia que la enseña que identificaba y representaba a la nación española fuera la misma que reconocían todos los gobiernos del mundo, las Naciones Unidas y la comunidad internacional.

Desde que las fuerzas «nacionales» restablecieron la enseña bicolor en el mismo año de la sublevación, en las dos zonas de la España en guerra civil ondeaban dos banderas diferentes: la tricolor de los republicanos y la que comúnmente se llamaba «rojigualda» de los nacionales.

Con la enmienda de Cela y su recuperación del «amarillo» como nombre del color de la franja mayor, la bandera del 78 no sólo no di sonaba del espíritu y la voluntad política de la transición, sino todo lo contrario. Nuestra bandera no sería la de la monarquía, ni la de un partido, sino la de España.

El segundo de los pasajes «senatoriales» de la Constitución a que, quiero referirme hoy se halla en el artículo 10, al que se añade un párrafo (el 2) tiene un alcance político claramente indicativo del carácter de Ley de Leyes que en una democracia reviste una Constitución. El artículo 10 encabeza el Título 1 de la Carta Magna. «De los Derechos y Deberes Fundamentales». El párrafo primero de ese artículo es toda una declaración de la filosofía política que inspira la Constitución. «La dignidad de la persona, los derechos fundamentales que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social».

Pero las posibles disposiciones legales o administrativas que puedan en algún momento establecer los poderes públicos deben ser interpretadas de acuerdo con algunos principios. Era manifiesto que el periodo constituyente no era el momento de definir esos principios. Además, la recién implantada monarquía parlamentaria tendría que concluir acuerdos internacionales o tratados sobre esas materias y que Convenciones, como la europea de Salvaguardia de los Derechos del Hombre de las libertades fundamentales, no habían sido implantadas en España antes de la Constitución, igual que esos previsibles acuerdos internacionales que entonces no existían.

La adición «senatorial» comprometía a España, y a sus futuros parlamentos y gobiernos con normas permanentes para la interpretación de esas Declaraciones, Convenciones y Tratados, cuando debidamente sancionados y ratificados por España hubieran de aplicarse por autoridades y jueces, Su texto literal dice losiguiente: «Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la declaración universal de derechos humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificadas por España».

Este pasaje dibuja el marco constitucional en que deben encuadrarse las Declaraciones imperativas, convenciones y acuerdos internacionales sobre estas materias que el Estado español pueda legalmente asumir o adoptar.

La tercera de las aportaciones del Senado al texto final de la Constitución, que, por su trascendencia, me he propuesto comentar en esta sesión académica se refiere al Rey de España. En las Constituciones monárquicas del siglo XIX que estuvieron vigentes más o menos tiempo en esa centuria (las de 1812, 1837, 1845 y 1876), se menciona por su nombre al titular de la Corona. También en el texto del Congreso se nombra especialmente a la persona de Don Juan Carlos I, diciendo que la Corona de España es hereditaria en sus sucesores.

Don Juan Carlos era, efectivamente el Rey años antes de la Constitución. Había sido proclamado y aceptado a título de Rey y Jefe del Estado español por todas las instituciones civiles, militares y lo cuerpos sociales de la nación. Era conocido en toda España, residía en el país desde treinta años antes, se había formado como militar en las Academias de los ejércitos y de la Armada: había recorrido todas las ciudades y los rincones de España. Convocadas por su autoridad las primeras elecciones democráticas tras un largo paréntesis de más de cuarenta años, recibió la cesión de los derechos históricos de la dinastía de manos de su Padre, Don Juan, Conde de Barcelona y heredero de Alfonso XIII, cuando ya los ciudadanos españoles habían sido llamados a votar en unas elecciones en que todos tenían reconocido el derecho al sufragio y todos –ciudadanos y grupos o partidos políticos– podían presentar candidaturas: unas elecciones de verdad.

En el Senado se presentó una enmienda —la conocida como enmienda Satrústegui por el nombre del parlamentario que la defendió— que al nombre de Don Juan Carlos I de Borbón añadía las palabras «legítimo heredero de la dinastía histórica»

El adjetivo «legítimo» se leía ya junto al nombre del Rey en las Constituciones monárquicas del siglo XIX. En la enmienda Satrústegui tanto ese adjetivo como la calificación de «histórica» aplicados a la dinastía de Don Juan Carlos, significaban la definitiva superación de problemas de la centuria anterior y unían a la persona del Rey con la tradición tantas veces secular de la monarquía española.

A los reinos de la Edad Media y de la llamada Reconquista habían seguido reyes Austrias y Borbones, pero que con estos diversos apellidos eran una sola dinastía. Muchas veces la vida del país se vio afectada o condicionada por problemas coyunturales de nuestra propia nación o por la repercusión de acontecimientos del contexto internacional, de Europa y del mundo, que han dado lugar a que se alternaran periodos brillantes y épocas oscuras. En esos siglos, salvo algunos paréntesis, ha estado España habitualmente encabezada por la dinastía que tanto ha contribuido a la solidaridad ciudadana ya la identidad de la nación.

A los parlamentarios del 77 que tuvimos el honor de desempeñar la presidencia de las Cámaras Constituyentes por elección de nuestros compañeros, dos Universidades de historia larga o corta de pero de nombre tan significativo como la de Alcalá —la Universidad de Cisneros— y la que se honra con el nombre del Rey Juan Carlos nos han hecho el honor de concedemos estos doctorados «honoris causa» por sus Facultades de Derecho. Los hemos acogido con agradecimiento y empeñamos nuestra palabra de hacer algo por servir a tan altas instituciones. Pero sabemos que no es a nosotros a quienes se nos «doctora» honoríficamente en esta ocasión, sino que es al Parlamento Constituyente del 77 y a sus miembros a quienes se otorga esta distinción académica. Yo hago mías las palabras del Presidente Álvarez de Miranda de reconocimiento al profesor Leguina por la generosa estimación de mi persona y de mi trabajo que ha expuesto en su «laudatio».

Muchas gracias a los Rectores y a los Claustros de una y otra Universidad y muy especialmente, con nuestra lealtad, a los Reyes de España que han querido presidir un acontecimiento para nosotros tan solemne y emocionante como este.

Antonio Fontán


Foto de cabecera: (de izquierda a derecha) Antonio Fontán, Virgilio Zapatero y Fernando Álvarez de Miranda tras la ceremonia de investidura de Antonio Fontán y Fernando Álvarez de Miranda como doctores honoris causa por las Universidades Rey Juan Carlos y Alcalá de Henares. El acto tuvo lugar en la Universidad de Alcalá de Henares, el 24 de febrero de 2009. Foto de Pilar Soldevilla.

Fundador de Nueva Revista