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Durante el pasado mes de mayo han alcanzado en nuestro país una extraordinaria difusión las principales piezas del «sumario menos secreto de la historia procesal del occidente». Estas consisten, básicamente, en las declaraciones que los «detenidos de Valencia» hubieron de prestar en un juzgado acerca de unas conversaciones que se les atribuían a ellos y a otras personas y que se habrían celebrado entre el 12 de diciembre de 1989 y el 6 de abril de 1990, desde un teléfono intervenido por la policía. (Al parecer las escuchas se habían iniciado por motivos diferentes de lo que acabó interesando a los agentes y al juez y se referían a personas también distintas).

Pero para no alargar mucho una historia de sobra conocida, baste añadir que se detuvo, se incomunicó durante varios días y se llamó a declarar a las seis personas inicialmente afectadas, para que oyeran las grabaciones, reconocieran las voces y, en caso de que fueran las suyas, explicaran qué habían querido decir, a quiénes mencionaban o aludían, qué significaban ciertas palabras o expresiones y si con todo ello se estaba maquinando algún cohecho o buscando financiaciones ilegales o clandestinas para un partido político, que en este caso era precisamente el Partido Popular.

Cuando, al cabo de una serie de días, en el juzgado creyeron encontrar indicios «de criminalidad» dicen, en alguna persona aforada, y que en las diligencias practicadas se hacía referencia a otras que también disfrutaban de esa condición, el juzgado valenciano se inhibió a favor de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo y le remitió las actuaciones. Leyendo lo que han publicado los periódicos, y que mientras no se desautorice puede razonablemente ser considerado como cierto, se tiene la impresión de que las diligencias no contienen más que la transcripción de varias conversaciones telefónicas y las declaraciones acerca de ellas de las personas en cuestión, sin elementos ajenos a ellas: no se recoge con pruebas o indicios fehacientes que corporaciones o entidades públicas o privadas hayan sido efectivamente conducidas o coaccionadas a decisiones administrativas o financieras concretas, ni que se hayan producido desplazamientos patrimoniales determinados. Sobre estas bases, y con audiencia de las partes, que disponen ya de la asistencia letrada habitual, y del ministerio público, el Tribunal Supremo instruye las diligencias o procedimientos que estime oportunos, con lo cual el enojoso y desmesuradamente hinchado asunto parece haber entrado en un curso normal en sus aspectos propiamente jurídicos.

No ocurre lo mismo, por ahora, con los otros dos «procesos» paralelos que ha conocido este episodio: el de la opinión, o mejor dicho el que han «instruido» los medios de comunicación, activados por intereses políticos y en ocasiones estimulados por las indiscreciones o imprudencias de funcionarios de la propia administración de justicia, y el otro «proceso», estrictamente político, que se ha desarrollado, sin que se sepa cuándo ni cómo se va a cerrar en los dos foros de la relación dialéctica entre los partidos y del ámbito interno del Partido Popular.

La palabra escrita no tiene vuelta atrás

El «proceso periodístico» ha de ser por su misma naturaleza efímero, porque a esta actividad nuestra de la prensa se le podría aplicar con entera propiedad lo que se dice de los hijos, y así ocurre que a los diarios cada nueva jornada les llega con su pan de sucesos debajo del brazo. Hay, sin embargo, lugar —o debería haberlo— para una reflexión más profesional que estrictamente ética. Non potest vox missa revertí, se decía en tiempos antiguos y en latín, o lo que es lo mismo, la palabra una vez dicha, o escrita, no tiene vuelta atrás. Ha habido demasiados juicios precipitados o escasamente fundamentados, en que la hipótesis de un día se tomaba como un hecho al siguiente. El periodismo llamado de investigación es una variedad profesional relativamente nueva y de delicado manejo, que se convirtió en un mito, en una aspiración o en una moda para «audaces reporteros» con el caso Watergate. Pero eso fue una «perla» hallada con medios poderosísimos y, además, consistió en investigar hechos, cuidando, por lo menos los buenos reporteros, de no caer en juicios de intenciones. La competencia feroz entre revistas y radios, a la que ahora podrían tender a sumarse algunos diarios, es capaz de erosionar el prestigio y la credibilidad global de los medios. No es sólo cuestión moral, sino profesional para los buenos informadores.

Existen también los dos foros propiamente políticos. Los partidos en España no son simplemente unas realidades de hecho, generadas en el curso de la experiencia política democrática, ni asociaciones privadas. Son instituciones públicas constitucionalizadas, que tienen atribuidas funciones indispensables para la vida del Estado democrático, que se recogen en el artículo 6 de la propia Constitución. Han de ser libres en su creación y actividades, según dice el mencionado precepto, pero ha de dotárseles de los instrumentos precisos para el ejercicio de su misión. Es urgente, no que se regulen más de lo que están, sino que se ordenen con suficiencia y claridad sus responsabilidades y sus recursos. En el foro de la dialéctica entre partidos, se puede y se debe arbitrar un consenso «técnico», o sea, neutral, acerca de asuntos como las elecciones, la propaganda, etc., que fije desde los controles del Tribunal de Cuentas hasta la disciplina electoral, incluso en aspectos tan aparentemente nimios como los lugares para emplazar la propaganda, no sólo por razones de economía, sino también de ecología urbana.

Una resolución poco afortunada

Finalmente, existe el que antes se llamaba ámbito interno del partido político afectado por el episodio valenciano, es decir, el Partido Popular. Se han producido en varios de sus escalones repetidas declaraciones de unión y de solidaridad, que no han sido mal acogidas por una parte de la opinión pública. El documento que ha servido de base al acuerdo de su principal órgano de dirección, parece que se limita a una glosa del sumario (del que, sin duda, disponían las personas encargadas de redactarlo puesto que se citan páginas concretas), sin que se añadan otras informaciones. Pero, con la peculiaridad, según lo que en los primeros días ha trascendido, de que se dan como hechos ciertos e inamovibles las versiones contenidas en las «diligencias previas», sin someterlas a más profundos análisis o a contrastes, quizá ni siquiera con las personas implicadas en las conversaciones telefónicas o en las declaraciones ante el juez.

Es cierto que el documento del Partido Popular no entra en los posibles aspectos penales del asunto y, por lo tanto, no se puede decir que «prejuzgue» a las personas afectadas. Pero, aunque quiera mantenerse dentro del ámbito reglamentario, califica conductas «políticas», dice, con una terminología que resulta equívoca o conduce a engaño cuando se emplea en contextos paralelos a los de un proceso penal, como ocurre al hablar de faltas feves o graves.

No creo que haya muchos precedentes de que desde una corporación cualquiera se hayan identificado y calificado presuntas infracciones de algunos de sus miembros sobre la base de una instrucción ajena y no ultimada, cuando además, inhibido el anterior juez, todo el asunto —y la instrucción también— está en curso en la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo.

Fundador de Nueva Revista