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El presidente peruano, Ollanta Humala, señaló hace unos días, durante el discurso de apertura de la V Cumbre empresarial China-América Latina, realizada en Lima, que el gigante asiático «es el socio principal del Perú». Humala no hace sino repetir una idea que se expande entre la clase política sudamericana. Son varios los actores globales que compiten directamente con la presencia española en Latinoamérica y lo hacen de manera efectiva. Lo cierto es que, desde el punto de vista de la geopolítica, España, sin dejar de ser un socio importante, ha perdido capacidad de liderazgo en la región. La última cumbre iberoamericana de Asunción denota los problemas de la potestas hispánica, sin que ello altere demasiado la tradicional imagen positiva que el reino español conserva entre los latinoamericanos.

Si durante el aznarismo, España era el líder indiscutible del gran momento iberoamericano, hoy esa relación privilegiada se encuadra en un complejo juego de equilibrios en el que otros actores adquieren un peso específico. Además, en Latinoamérica, surgen y se consolidan diversas opiniones que critican el modelo que las empresas españolas desplegaron en la región. Estas voces reivindicatorias encuentran santuario político en aquellos países en los que un modelo de democracia —el asambleístico de participación directa— es hegemónico desde la legalidad.

Si la coyuntura geopolítica latinoamericana no favorece sustancialmente los intereses españoles, es posible, desde la geodierética —ordenación del espacio en torno a la auctoritas, según el pensamiento orsiano—, replantear la estrategia española considerando, fundamentalmente, las legítimas aspiraciones de la comunidad latina. De lo contrario, España puede ceder a la tentación de la introspección política provocada por la crisis. Y el vacío pronto será llenado por otras potencias (rule-makers) conscientes de que la actual coyuntura permite un mayor margen de maniobra en la región.

Tras las elecciones, ¿cuál es el escenario del poder latino?

Las elecciones realizadas este año en Latinoamérica confirman la consolidación de los gobiernos de izquierda. Mientras en Argentina se reelige a Cristina Fernández y en Nicaragua el sandinismo renueva sus credenciales, en Perú el humalismo logra acceder al poder. La excepción guatemalteca —Otto Pérez— no altera el panorama regional ni tampoco la presidencia haitiana de Michel Martelly, centrada en la reconstrucción del país. Los nuevos gobiernos izquierdistas pueden presionar a las empresas españolas para que se cumplan los contratos sin favoritismos —tanto Cristina Fernández como Ollanta Humala lo han hecho de manera directa—, pero se descarta un escenario de anomia permanente y se da por garantizada la voluntad de negociar.

Ahora bien, en el ámbito del liderazgo, el Latinobarómetro del año 2011 constata una serie de percepciones ampliamente extendidas a nivel regional. En primer lugar, el liderazgo de Brasil es indiscutible. Liquidadas las aspiraciones argentinas tras la derrota de las Malvinas (con el subsecuente trauma nacional que ello produjo), Brasil se presenta como el gran pivote de una región en la que los natural states —siguiendo la ya conocida clasificación de North, Wallis y Weingast — continúan detentando el poder. Un rival tradicional como México concentra todos sus recursos en sobrevivir a la ofensiva del narco. Incluso un eventual triunfo de Enrique Peña Nieto, la gran esperanza priista, se verá condicionado por el frente interno, pese al panamericanismo que caracteriza al PRI desde sus orígenes.

El caso de Brasil es distinto. La conciencia imperial brasileña jamás ha cesado, ni durante el republicanismo fundacional, el populismo varguista o la refundación progresista de Kubitschek. El que mejor ha encarnado la idea de imperio fue José Maria da Silva Paranhos Junior, el Barón de Rio Branco, cuando sostuvo, visionariamente, que Brasil estaba «condenado a ser grande». En efecto, Brasil es, a todas luces, el líder natural de la región y este extremo ha sido paulatinamente aceptado por la comunidad sudamericana. Dos de cada diez latinoamericanos así lo estiman. Desde 2010 esta percepción aumenta un punto (de 19% a 20%). El segundo lugar del liderazgo lo ocupan dos países, Estados Unidos y Venezuela (ambos aumentan de 9% en 2010 a 10% en 2011). Argentina, tradicional rival de Brasil en la lucha por la hegemonía, interioriza poco a poco su papel complementario. En la actualidad, según el Latinobarómetro, más de la mitad de sus habitantes aceptan pacíficamente el liderazgo brasileño (52%). Sin embargo, la adhesión sudamericana no es compartida por todo el continente. Centroamérica se inclina, al igual que México, por el liderazgo de Estados Unidos. México (38%), antes que ceder la primacía americana a Brasil, prefiere apostar por su socio del norte.

A pesar de los escándalos de corrupción que comprometen la herencia lulista y la estabilidad del gobierno de Dilma Rousseff, Brasil, según el Latinobarómetro, continúa teniendo la más potente expectativa de futuro de toda la región (64%). Aunque este indicador se ha reducido seis puntos desde el año 2010, los brasileños confían en su liderazgo natural. Ahora bien, ¿considera Brasil que es preciso establecer una relación especial con algún país europeo que refuerce los intereses de la plataforma sudamericana? En absoluto. Ningún mandato geopolítico brasileño contempla la necesidad de alimentar una relación peculiar con un Estado (España, Portugal, etc.) que actúe como una especie de «puerta europea» para Sudamérica. El liderazgo brasileño no promueve una figura de estas características porque está abocado a crear una Comunidad Sudamericana que responda a sus intereses y garantice una política regional. Los recientes procesos electorales (Argentina, Perú, Nicaragua, etc.) no alteran sustancial-mente este marco de poder, ya que todos los países configuran su estrategia geopolítica, esencialmente reactiva, en torno a la premisa del liderazgo brasileño. La alternativa no es España, sino los Estados Unidos.

¿El nuevo gobierno español necesita cambiar su estrategia latinoamericana?

La apuesta por una comunidad iberoamericana de naciones liderada tácita y económicamente por España, sin ser abandonada, debe ser complementada por una estrategia coherente con la nueva coyuntura.

España continúa siendo un aliado importante y es percibido por la comunidad latina como un país serio, una potencia amistosa. Entre 2010 y 2011 la percepción positiva sobre España aumentó de 67% a 71%, casi igualando a Estados Unidos, que disminuye de 73% a 72%. Sin embargo, también se incrementa la simpatía por la Unión Europea (de 65% a 66%), China (de 60% a 65%) y Canadá (de 60% a 62%). Incluso Venezuela (41% a 47%) y Cuba (39% a 44%) se ven favorecidas. Exceptuando los Estados Unidos, todos los países crecen en las preferencias latinas.

En lo referente a la opinión sobre la relaciones de Latinoamérica con las potencias, Estados Unidos mantiene el primer lugar con el 72% de «buenas» relaciones. España ocupa el segundo lugar (71%), aumentando un punto porcentual, al igual que la Unión Europea (de 67% a 68%). Ahora bien, uno de cada cuatro latinoamericanos afirma que le gustaría que su país se pareciera a Estados Unidos (26%). El 19% prefiere a España, el 11% a Brasil, el 8% a China, el 6% a Francia y el 4% a Venezuela. Por último, en la valoración de los líderes internacionales, el rey Juan Carlos (5,9) ocupa el tercer lugar (empatado con el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos) por detrás de Barack Obama (6,3) y Dilma Rousseff (6).

España se mantiene en el imaginario latino en un lugar privilegiado. Y parte de una posición mucho más sólida desde el punto de vista político, económico y social. Pese a ello, los retos difieren y se impone un modelo distinto. En la actualidad, las empresas españolas no tienen ante sí el acceso ilimitado con que se toparon hace veinte años y otros actores globales reivindican para sí cuotas de poder. La competencia, sin ser descarnada, es ya una realidad. Y se irá acentuando en los próximos años. Todo esto, sumado a la imagen deficiente de algunas empresas españolas en la región, permite que la clase política latina explore otras alternativas sin traumas colectivos.

¿Qué hacer, entonces? En primer lugar, el nuevo gobierno debe reconocer que Latinoamérica continúa siendo una prioridad de la política exterior española y que gran parte de la solución a la crisis económica que atravesamos se encuentra en nuestros socios de ultramar. Minimizar la importancia de Latinoamérica menospreciando una apuesta histórica nos conducirá a la debilidad extrema y a la inoperancia regional. Que Latinoamérica vuelva a la primera línea de la diplomacia presidencial pasa por una serie de gestos del ejecutivo que pueden y deben hacerse mientras luchamos contra la crisis.

Además, lo que antes sirvió para ingresar en el mercado latino no necesariamente funcionará con igual eficiencia en la etapa de la competencia. Mientras son muchas las empresas que continúan privilegiando la relación personal con los gobiernos —decoratismo virreinal sostendría Víctor Andrés Belaunde—, se olvida que parte de la imagen negativa de nuestras corporaciones está ligada a la poca promoción otorgada al eje de la responsabilidad social. Es preciso que las empresas españolas aumenten el trabajo de manera coordinada con la diplomacia pública incrementando la cooperación para el desarrollo y orientándola a proyectos sociales de repercusión. La relación con los gobiernos no es suficiente, la solidaridad española debe consolidarse entre la población, extenderse y darse a conocer.

Se impone, por otro lado, el diseño de un plan de acción política para cada país, eliminando el enfoque generalista. El enfoque unidimensional ha sido perjudicial para las relaciones con Latinoamérica. Ya se trate de Brasil, Perú o Paraguay, en lo esencial, la estrategia diplomática es semejante. Es preciso retornar a una planificación multidimensional que reconozca la complejidad de los países latinos. De lo contrario, la integración será superficial y vulnerable a los espasmos del populismo y la política coyuntural.

España tiene que construir una agenda particular con cada gobierno y actor fáctico, valiéndose para ello del entramado empresarial y de la profesionalidad de su diplomacia. En la actualidad, la agenda iberoamericana no es clara. No es lo mismo tratar con México que negociar con Ecuador. El nuevo gobierno debe concretar tácticas y objetivos geopolíticos para cada país, teniendo en cuenta el creciente liderazgo de Brasil y asumiendo que este liderazgo no será, de ninguna manera, compartido de manera voluntaria. Sin abandonar la tradicional defensa de la democracia poliárquica, tan alejada del asambleísmo populista, la diplomacia española debe concentrarse en mantener la capacidad operativa de las empresas fortaleciendo su dimensión social. Nuestro apoyo al liberalismo democrático debe ser sostenido en el tiempo y en los recursos sin que ello convierta al gobierno español en un comisario regional debilitado por sus propios problemas económicos. Con todo, el compromiso democrático de España no es solo cuestión de principios. Si las democracias latinas se debilitan o son mediatizadas por «la emergencia plebeya» o el «desborde popular», la presencia de las empresas españolas en la región peligra. Una política de «solidaridad comprensiva» con las autocracias regionales, como la que se ha llevado a cabo durante los últimos años, no fortalece nuestra posición en el continente. Contemporizar con la Cuba castrista y convertirse en su interlocutor europeo cualificado no ha dado más poder a España, ni en Latinoamérica ni en la UE. Convertir al Estado español —o pretender hacerlo— en proveedor de armas del chavismo no es un negocio que otorgue prestigio al Estado. Por el contrario, estos son temas que han minado la auctoritas de España entre la élite política liberal latina. Ahora bien, no se debe olvidar que el nacionalismo continúa siendo una fuerza esencial en la política latinoamericana y que cualquier gesto excesivo puede ser etiquetado por los gobiernos autoritarios como un acto de ingerencia en la esfera interna. Estamos, pues, ante una estrategia de equilibrios de poder y realismo democrático que debe materializarse ante coyunturas concretas, teniendo en cuenta el nuevo marco de la interdependencia regional.

La política cultural, por su parte, tiene que rescatar un sector que ha sido tratado de manera secundaria: el de la intelligentsia. En efecto, España ha promovido en los últimos años la formación de tecnócratas y cuadros de partido, en mayor o menor medida. Sin embargo, se ha descuidado el cultivo del hispanismo entre los intelectuales latinoamericanos. Desde el novecientos latinoamericano, el último movimiento generacional que rescató racionalmente la herencia española en Latinoamérica, el hispanismo ha ido perdiendo fuerza. Tras la adhesión masiva de la intelligentsia latina al marxismo, una corriente abrazada por la generación del primer centenario de la independencia, los intelectuales latinos abandonaron el hispanismo funcional reemplazándolo por la lucha de clases y el antiimperialismo estadounidense. El clivage ideológico configuró la dicotomía liberalismo-socialismo y el hispanismo dejó de ser una seña de identidad consciente. Así, España dejó de ser el destino primordial de las élites políticas y académicas. Reconstruir una relación privilegiada con los cultural producers latinos es tan esencial como captar a su tecnocracia. De lo contrario, el hispanismo intelectual será patrimonio de falansterios marginales de reducida influencia en la discusión pública.

La Cumbre Iberoamericana de Cádiz en 2012 es el marco natural en el que debe relanzarse la relación entre España y Latinoamérica; sin embargo, esperar a que esta se lleve a cabo para dar los primeros pasos es contraproducente. El nuevo gobierno tiene que tomar la iniciativa desde que asuma el poder. El sistema de cumbres, contra lo que algunos indican, sí está en crisis, pero ello no significa que deba ser desechado. Las cumbres cumplen su rol fundamental, son un foro político en el que se refuerza, a nivel de las élites, una identidad iberoamericana. Pese a ello, la proliferación de los foros políticos regionales —de allí el «tantas cumbres que esto parece cordillera» del presidente Piñera— obliga a que la Secretaría General Iberoamericana busque signos distintivos en su actuación. Si el gran espacio común iberoamericano ha de construirse a nivel institucional y la carga económica recae solo en hombros españoles, entonces Iberoamérica como utopía indicativa está condenada al fracaso. Para fortalecer la identidad iberoamericana en el plano político se debe recurrir, esencialmente, a aquellos países en los que hasta hace un siglo el hispanismo alcanzaba niveles de hispanofilia.

La celebración de los bicentenarios somete a prueba el marco iberoamericano. Si del quinto centenario surgió una corriente empresarial con aciertos y yerros evidentes, de los bicentenarios de la independencia puede emerger una nueva hispanidad, acorde con un mundo globalizado, capaz de reconocer la estabilidad económica de Latinoamérica y las profundas desigualdades de una región que ha incorporado al consumo a ciento cincuenta millones de habitantes en la última década. Una hispanidad horizontal de responsabilidades y retos compartidos, superadora de relaciones basadas exclusivamente en los imperativos comerciales (China) o el soft power estadounidense. Una hispanidad enraizada en la comunidad de valores cristianos y enriquecida por la comunidad de inmigrantes latinos que viven en España. ¿Dará muestras de su eficacia el sistema iberoamericano o los Estados más poderosos, cansados de hegemonías y paternalismos vacilantes, se inclinarán por lograr sus objetivos actuando de manera unilateral? Cualquiera que sea la respuesta, España tiene algo que decir.

Martín Santiváñez Vivanco es investigador del Navarra Center for International Development de la Universidad de Navarra y doctor en Derecho por la misma universidad. Miembro Correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y miembro del Observatorio para Latinoamérica de la Fundación FAES.