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¿EL FIN DE LA HEGEMONÍA IZQUIERDISTA? CHAVISMO Y LULISMO, HISTORIA DE DOS CAÍDAS

La reflexión política sobre Latinoamérica tiende a sostener que, cada cierto tiempo, los países latinos discurren de un lado a otro del péndulo ideológico. Lo cierto es que la propia complejidad de la región nos lleva a hablar no de una, sino de varias subregiones insertadas en un espacio geográfico, con sus propias particularidades y retos. Esta complejidad produce, ante la existencia de hegemonías ideológicas, escenarios de oposición en los que muchas veces el que reta al poderoso se encuentra también en una postura clara de poder. Eso ha sucedido a lo largo de la última década con el chavismo y el lulismo, dos expresiones del socialismo del siglo XXI que siempre formaron parte de un escenario claro de polarización política. En esencia, tanto el chavismo como el lulismo se entroncan dentro de los populismos clásicos porque aspiran a construir un sistema maniqueo capaz de perpetuar a la izquierda en el poder.

Con sus diferencias programáticas, chavismo y lulismo han dominado el panorama ideológico de las izquierdas latinas. El chavismo no solo ha influido en la teoría revolucionaria regional. También ha creado una red real de poder clientelista, una especie de imperialismo tropical socializante con repercusiones electorales en varios países. El dinero chavista se ha movido por todo el continente y, según parece, también por Europa y otros continentes. Esta red clientelar internacional dotó al chavismo de una capacidad de influencia y liderazgo que produjo la adhesión de la mayor parte de las izquierdas latinas y el enorme aparato propagandístico de la izquierda global.

En efecto, la progresía global no tardó en alabar la acción política de Hugo Chávez, teorizando sobre el socialismo del siglo XXI y su aparente novedad programática. Lo cierto es que las consecuencias del chavismo son las mismas que produce cualquier dictadura de manual. En la actualidad, la Venezuela chavista, bajo la férula de un partido revolucionario autocrático y el liderazgo de Nicolás Maduro, ha replicado el modelo castrista provocando la miseria de grandes masas de venezolanos. La oposición democrática, acorralada por los esbirros de la dictadura, tiene entre sus manos un país polarizado y un grave problema de perspectiva. El chavismo es la consecuencia de la desigualdad venezolana y está ligado a la incapacidad de la clase dirigente que no supo aminorar las distancias sociales durante el Pacto de Punto Fijo. Con todo, el chavismo no se agota con la transición de un régimen dictatorial a la democracia. El chavismo es la expresión de la desigualdad secular de Venezuela y, por tanto, su prolongación en un sistema político partidista es un extremo viable. El chavismo puede sobrevivir a Maduro de la misma forma en que ha sobrevivido a Chávez.

La historia del Partido dos Trabalhadores no es muy distinta. El PT al construir mediante el lulismo una extensa red asistencial basada en un escenario económico exitoso intentó disminuir la desigualdad subvencionando a las masas más pauperizadas. Sin embargo, la red clientelar no ha logrado eliminar la pobreza extrema aunque sí ha generado los incentivos necesarios para la corrupción. Aquí se produce una nueva paradoja. El socialismo del siglo XXI se apoyó, desde su génesis, en un discurso de transparencia moralizadora, de superioridad valorativa. El lulismo fue la versión brasileña de esta tendencia regional. Lula era, para sus partidarios, el gran regenerador de la esfera pública, el epítome de la decencia, la esperanza progresista de toda la región.

El chavismo es la consecuencia de la desigualdad venezolana y está ligado a la incapacidad de la clase dirigente que no supo aminorar las distancias sociales durante el Pacto de Punto Fijo.

El PT se presentó así como el agente reformista encargado de limpiar la democracia de aquellos partidos promotores de la corrupción. El resultado ha sido el inverso. La corrupción sistémica nacida de la acción política del PT, el estatismo exacerbado de su gestión, el clientelismo de los programas sociales, la frivolidad de su buró político y el autoritarismo con el que se manejó el país bajo el lulismo han menguado el poder regional de Brasil, debilitando su influencia global. El fariseísmo político de la izquierda brasileña, que no tuvo reparos en presentarse como el remedio cuando era gran parte del problema, ha conducido al Brasil a un escenario de debilidad institucional.

La democracia brasileña ha demostrado que es capaz de conjurar al lulismo empleando medios legales y legítimos, sin embargo, el propio carácter sistémico de la corrupción, infiltrada en los partidos políticos, supera los métodos normales de la anticorrupción. La regeneración brasileña depende, más que de la élite política, de la acción colectiva de un pueblo cansado de un largo saqueo estatal.

La implosión del chavismo y el lulismo nos lleva a reflexionar sobre el supuesto fin de la hegemonía izquierdista. Estamos, a diferencia del peronismo de los Kirchner, ante dos movimientos estrictamente progresistas. Su matriz ideológica es claramente marxista, castrista y populista. La debacle de dos movimientos de estirpe revolucionario que constituían el sistema bancario y el nervio ideológico de la izquierda continental tiene una repercusión clara en la política latina. Sin embargo, debacle no equivale a extinción. El chavismo no dejará de existir con el triunfo de la oposición democrática. Y el lulismo se recompondrá en el PT paulatinamente. Esto sucederá así porque varios factores que confluyeron en su origen permanecen inalterables. Por un lado, la desigualdad continúa siendo un factor relevante para analizar la región. Por otro, el clientelismo es el sello de estos movimientos y las redes clientelares construidas durante los años de hegemonía socialista no se disiparán inmediatamente. Además, el poder partidista permite que, incluso derrotados a nivel nacional, estos movimientos encuentren refugio en bastiones regionales y municipales, prolongando su existencia y preparando el camino para el retorno electoral. Un retorno que se vislumbra predecible teniendo en cuenta la volatilidad del electorado latino y la compleja división de las derechas.

LA REGENERACIÓN LIBERAL, EL TRIUNFO DE MACRI EN ARGENTINA

El triunfo de Mauricio Macri en Argentina no liquida al peronismo. Probablemente acorrale al kirchnerismo, pero al ser el peronismo la matriz ideológica de la cual nace el Estado cleptocrático de los Kirchner, su supervivencia está garantizada. El peronismo, hasta ahora, ha sido inmune a las regeneraciones liberales por su capacidad adaptativa, propia de todos los populismos clásicos. El peronismo es capaz de cooptar a los reformismos y legitimarlos, pactando con ellos o asumiendo lo mejor de su legado. Ciertamente, los Kirchner expandieron la corrupción a nivel nacional y supieron tejer una profusa red asistencial que sostuvo, sucesivamente, a Néstor y Cristina. El Estado interventor de los Kirchner responde al modelo del socialismo del siglo XXI: prepotencia burocrática, violación del Estado de Derecho e instrumentalización del poder político son sus signos distintivos.

La prepotencia de los Kirchner ha convertido al Estado argentino en una mole elefantiásica que durante años apeló a la mística nacionalista para conseguir sus objetivos y ampliar la coalición interna y externa de respaldo. Con todo, existe una cultura política que favorece la existencia de un Estado expropiador. El peronismo ha calado hondo en la psicología argentina. Estamos ante un aparato ideológico populista que fomenta el asistencialismo mientras consolida el liderazgo de una clase política que considera legítimo exacerbar la función social de la propiedad hasta desvirtuarla completamente, convirtiendo al Estado en un instrumento que alimenta la polarización con recursos públicos.

El peronismo encarna los dos rostros del Jano estatal latino: por un lado, nos encontramos frente a un monstruo interventor que persigue a la oposición. Por otro, el peronismo es un Leviatán confiscatorio que implementa un igualitarismo ramplón, liquidando a las antiguas oligarquías para reemplazarlas por una nueva élite partidista y cleptocrática. Esta doble dimensión filantrópica-confiscatoria caracterizó al Estado kirchnerista. En un sistema así la legalidad no pasó de ser, como afirmaba Lenin, un mero «fetichismo burgués», un obstáculo para la política del inmediatismo. Y al peronismo lo que siempre le ha interesado es la política del día a día. El kirchnerismo vivió su auge y caída sin pensar en el mañana de toda una nación.

El gobierno de Macri tiene ante sí un escenario polarizado. Si bien es cierto el retroceso del socialismo del siglo XXI por el colapso de Venezuela y Brasil debilita al kirchnerismo, el peronismo tiene la suficiente fuerza e historia como para ejercer una oposición real al proyecto liberal del frente Cambiemos. Con todo, el presidente Macri no solo ha sido un empresario exitoso. También ha ejercido el poder como diputado y jefe de gobierno. Su larga presencia en la política activa avala su intento reformista desde la presidencia. Sin embargo, reconocer que el gran enemigo del liberalismo argentino es el peronismo implica, también, llegar a pactos muy puntuales con el fin de avanzar en el gobierno y «volver a las cosas», como quería Ortega y Gasset.

Para eso Macri tiene que enfrentarse a lo que Ernesto Sábato denominó «una sociedad de opositores». La política argentina, impulsada por el peronismo, es un Campo de Agramante de precarios consensos, de compromisos difíciles y temporales. Todo esto, aunado a un escenario económico incierto en el plano internacional y debilitado por la corrupción endémica, complica los esfuerzos regeneradores de Macri. Además, la gran tentación de apostar solamente por un gobierno tecnocrático sin un horizonte político puede provocar que el peronismo recupere terreno con mayor rapidez. Por último, el kirchnerismo controla el poder judicial y los sindicatos peronistas son capaces de movilizar e incendiar la calle.

Precisamente por eso se torna imprescindible que Macri logre mantener el respaldo internacional que su elección ha generado. Este respaldo tiene que materializarse en inversiones y acuerdos de libre comercio que rompan el aislamiento sesgado impuesto por los Kirchner. Para romper el círculo vicioso, para abandonar las ruinas circulares del peronismo, Macri debe jugar con fuerza la carta internacional, pues de allí puede y debe obtener un gran respaldo. Por eso, desafiar el chavismo de Maduro y encabezar la suspensión de Venezuela del Mercosur hasta que cumpla con la cláusula democrática forma parte de una estrategia regional que coloca a Argentina en un plano expectante. Más aún si, como ha anunciado el nuevo presidente, el Gobierno argentino pretende acercarse a la Alianza del Pacífico, el modelo de integración más exitoso de Latinoamérica.

EL RETORNO DEL FUJIMORISMO Y EL FACTOR VARGAS LLOSA

Para ningún peruano ha sido una sorpresa el agradecimiento público de Mario Vargas Llosa a la izquierda del Frente Amplio tras los resultados de las elecciones presidenciales de 2016. Vargas Llosa sostiene, certeramente, que sin los votos de la izquierda Pedro Pablo Kuczynski (PPK) no sería el nuevo presidente de Perú. Lo paradójico del caso es que esa misma izquierda que el nobel peruano alaba y califica de «salvadora de la democracia» es la misma alianza progresista que se ha mostrado dubitativa ante el régimen dictatorial de Venezuela. El Frente Amplio no configura, en absoluto, la izquierda moderna que sus defensores europeos pretenden vender en los medios masivos de comunicación. En sus filas militan filoterroristas convictos y confesos, radicales antimineros y defensores del estatismo populista del socialismo del siglo XXI. Estos son los campeones de la democracia para el premio nobel Vargas Llosa y eso tal vez explica porque la candidata del Frente Amplio, Verónica Mendoza, fue mayoritariamente rechazada en la primera vuelta. En sentido estricto, la presencia de PPK en la segunda vuelta se debe al temor que despertó la candidatura de Mendoza y la ausencia sucesiva de Julio Guzmán y César Acuña.

La derrota de Keiko Fujimori tiene diversas explicaciones. Fuerza Popular cometió el grave error de no forzar la salida de Joaquín Ramírez, el secretario general del partido presuntamente investigado por lavado de activos. La investigación no ha terminado pero está claro que el secretario general del partido más grande del Perú no solo debe ser la mujer del César, también debe parecerlo. Además, el escándalo provocado por la presunta manipulación de un audio entregado a la prensa por José Chlimper, candidato a la vicepresidencia con Keiko, un caso aún no esclarecido, provocó que los indecisos del electorado recordasen la época oscura de los psicosociales montesinistas. Esto, sumado a la campaña de la mayor parte de los medios de comunicación contra Keiko y al apoyo de aliados tan dispares como Vargas Llosa y la izquierda del Frente Amplio fue suficiente para forjar una gran coalición antifujimorista que venció por menos de cincuenta mil votos la segunda vuelta de la elección.

La derecha empresarial accede al gobierno y confina al centro-derecha popular a la oposición.

El presidente electo Pedro Pablo Kuczynski se enfrenta a un escenario de polarización partidista. El Congreso está en manos de Keiko Fujimori y sus 73 congresistas. PPK tiene 18 legisladores. Por esta distorsión grande algunos consejeros de Kuczynski ya empezaron a sostener que es preciso disolver el Congreso y convocar a nuevas elecciones parlamentarias. Otros sostienen que si el parlamento se transforma en un ente obstruccionista se tiene que gobernar con aliados externos al Estado, en concreto, con el respaldo de «la calle». Lo cierto es que la política peruana de los últimos veinte años se define en torno al clivaje fujimorismo-antifujimorismo y todo indica que este extremo también definirá el gobierno de PPK.

Lo que queda claro después de esta elección es que la derecha tecnocrática y empresarial (PPK) ha decidido optar por la alianza electoral con la izquierda antes que por el apoyo del centro y la derecha popular (Fuerza Popular). La derecha empresarial accede al gobierno y confina al centro-derecha popular a la oposición. Esta paradoja política es posible por la complejidad del sistema peruano y por el citado clivaje que permite la formación de alianzas antinaturales (derecha empresarial e izquierda filochavista) con el solo objeto de batir al fujimorismo. Como es obvio, un escenario de polarización manifiesta provocada por una campaña mediática y política que presentó a Fuerza Popular y sus ocho millones de votantes como cómplices de la corrupción y la dictadura montesinista no es el mejor punto de partida para un gobierno con aliados precarios. Por eso, los próximos pasos de Kuczynski serán fundamentales para comprender si opta por gobernar en minoría o busca tender puentes y reconfigura su postura con respecto a Fuerza Popular, un partido derrotado, con mayoría en el Congreso y con presencia en todo el territorio nacional.

ESPAÑA, ANTE LA TRANSFORMACIÓN LATINA: UNA OPORTUNIDAD

Se equivocan los que sostienen que los empresarios españoles desembarcaron en Latinoamérica enarbolando la mentalidad de los antiguos conquistadores. Muchos de ellos, de manera consciente, optaron por la estrategia del «funcionario virreinal» construyendo relaciones directas con los mandatarios y la élite de turno, auténticos detentadores de una especie de «presidencia imperial».

España ha establecido una amplia tecnocracia comercial que ha buscado mantener una estrecha relación con los presidentes latinos. Este decoratismo virreinal (creer que si tienes acceso al presidente nada te pasará en el país) siempre ha sido una estrategia miope y cortoplacista. Las masas responden a incentivos sumamente complejos y no siempre acordes con los de la clase política. Pactar con estos sultanatos autoritarios implica un riesgo. Creer que es posible domesticar un Estado interventor adherido al socialismo del siglo XXI es un error de cálculo que, tarde o temprano, genera un balance negativo.

España no debe contemporizar con el socialismo del siglo XXI disfrazando afanes comerciales bajo ropajes claudicantes. Algunas muestras excesivas de empatía son interpretadas por los caudillos latinos como signos de pusilanimidad. Las izquierdas latinas solo comprenden y respetan el viejo idioma del poder. Por eso, ante la caída de diversos regímenes progresistas de cuño revolucionario, España tiene la gran oportunidad de apostar por el fortalecimiento de las democracias, y esta apuesta no es solo de índole comercial. También se trata de apelar con firmeza por el respeto a la Carta democrática interamericana sin abandonar a los movimientos que todavía tienen que enfrentarse a los leviatanes revolucionarios. El caso de Venezuela es indicativo, pero también lo es el de las oposiciones acorraladas en Ecuador y Bolivia.

Sí, Latinoamérica ha cambiado con las elecciones de Macri y Kuczynski y con la caída del lulismo y la crisis del chavismo. Sin embargo, la vieja tensión entre la democracia viable pero débil y los populismos cesaristas que polarizan hasta la violencia se mantiene intacta. Y de la misma forma se prolonga la profunda desigualdad latina y la obsesión de nuestros pueblos por el abismo de la demagogia. España puede, sino influir, aprender del escenario latino. Porque el populismo es un mal expansivo que no duda en cruzar océanos empleando los mismos métodos, extendiendo su veneno sedicioso y disolvente, para debilitar las instituciones y convertir a los Estados en ogros filantrópicos que fomentan el guerracivilismo bajo el disfraz de la ideología. España bien puede mirar lo que ha sucedido en Latinoamérica para apartar ese cáliz de su historia, porque los pueblos que no comprenden los errores de las naciones hermanas están condenados a repetir el mismo sendero trágico.

El legado del populismo es tan nocivo que no admite dudas ni pactos a media voz. El subdesarrollo tiene responsables muy concretos y el retroceso institucional que provoca el populismo es difícil de reencauzar. Cualquier intento regenerador por parte de las fuerzas democráticas tiene que enfrentarse al ethos populista, una cultura política difícil de erradicar. El Estado clientelar, instrumentalizado para perseguir al opositor, una vez afianzado, es de difícil deconstrucción. Por eso, los españoles pueden y deben analizar la historia latinoamericana para prevenirse sobre los alcances de una política populista. Más aún cuando un peligro lejano y tropical toca las puertas de España y se materializa en un movimiento político emparentado con los mismos socialismos latinos que han sido tan difíciles de conjurar.

Martín Santiváñez Vivanco es investigador del Navarra Center for International Development de la Universidad de Navarra y doctor en Derecho por la misma universidad. Miembro Correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y miembro del Observatorio para Latinoamérica de la Fundación FAES.