Ese extraordinario diplomático, político y estadista que fue José Maria da Silva Paranhos, el barón de Rio Branco, dijo alguna vez que Brasil estaba «condenado a ser grande». La mentalidad imperial de Rio Branco ha prevalecido a lo largo de la historia brasileña plasmándose en una serie de movimientos expansivos que en un inicio consolidaron las fronteras del gigante sudamericano para luego centrarse en la penetración comercial y cultural de sus vecinos. Esta especie de inercia hegemónica («soy tan grande que debo expandirme») ha determinado en muchos momentos la aproximación de Brasil a sus vecinos y la particular conciencia geopolítica que subyace en su estrategia internacional. Brasil es un líder indiscutible en todo momento latinoamericano, pero este liderazgo con frecuencia es distinto al que pregonan sus más ardientes defensores.
Sin dejar de reconocer que Brasil es un eje importante de Sudamérica, a estas alturas de la historia latina comete un error, y grave, el de considerar que solo ellos son capaces de inspirar y construir una especie de sonderweg regional. De hecho, por momentos, Brasil se ha desempeñado como una especie de ejemplo para la región, pero esta primogenitura no se ha traducido en un liderazgo político efectivo y unificador. Ciertamente, si Brasil gira a la izquierda o a la derecha, el continente observa con detenimiento, más aún si ese giro va a acompañado de dinero y recursos materiales para los partidos de la misma ideología. Pero de allí a un imperialismo efectivo, de la idea tácita de reconocer el liderazgo a comprobar en la realidad política que el gigante del sur comanda un bloque compacto, hay un trecho enorme. En el plano real, su influencia, aunque más patente en un orbe multipolar, es bastante menor a la que un país de su rango tendría que tener en una región como la sudamericana. Brasil, tenía razón Río Branco, está condenado a ser grande, pero su liderazgo ha decaído por encontrarse mediatizado en función a la ideología del partido que detenta el poder.
Ciertamente, es muy difícil que un país con graves contradicciones políticas y enormes paradojas sociales consolide un liderazgo regional si no resuelve sus propios problemas internos. Con todo, la voluntad directiva no ha dejado de acompañar a Brasil desde antes de iniciar su periplo republicano. Pero esta voluntad solo se ha manifestado parcialmente, de forma esporádica, con ramalazos de poder secundarios. Ni siquiera el imperio brasileño, en pleno apogeo de su poder, logró establecer un parámetro concreto de dominio. Así, la disfunción interna, la conquista de su propia geografía y la anarquía sudamericana se transformaron en obstáculos reales a toda pretensión expansionista brasileña.
Nada de esto ha cambiado en la actualidad. Muy por el contrario, varias de estas taras se han profundizado. A estos aspectos, propios de la realidad política nacional y regional, hemos de sumar la profunda distorsión de la ideología. La distribución ideológica es fundamental para entender el derrotero latino. La ideología ha penetrado la política latina creando sesgos, espectros volátiles e interpretaciones que a la postre han demostrado una gran capacidad de movilización política. Todo lo que dijo José Carlos Mariátegui, uno de los fundadores del socialismo sudamericano, sobre la capacidad del mito como idea transformadora, se ha cumplido cabalmente al analizar los nuevos movimientos izquierdistas de Latinoamérica.
Así, la irrupción, el auge y la futura caída del lulismo solo puede analizarse reconociendo este fuerte componente ideológico. Cabe señalar que muchos analistas presentaron a Lula como el campeón de una nueva izquierda socialdemócrata, renovada, una especie de paladín reformista que, renunciando a los viejos postulados de la ortodoxia marxista, era capaz de implementar un auténtico cambio social aplicando políticas de Estado coherentes con el capitalismo. Todos los que presentaron al lulismo como la quintaesencia del socialismo latino no lograron comprender que la ideología puede posponer ciertos principios, incluso suavizarlos, pero no renunciar del todo a ellos.
En efecto, el lulismo ha repetido la vieja receta de los populismos latinos con dos modificaciones propias de un mundo globalizado: una propaganda internacional efectiva y una coyuntura regional distorsionada por los petrodólares del chavismo y el gran salto económico de toda la región. Si el lulismo del Partido dos Trabalhadores continúa hechizando a vastos sectores de la intelligentsia mundial ello se debe, nuevamente, a la adscripción ideológica, no a un conjunto de logros concretos tendientes a consolidar la posición de liderazgo del Brasil. Basta con escudriñar los años de gobierno del lulismo y la continuidad de Dilma para resaltar hasta qué punto la ideología ha debilitado las pretensiones de liderazgo del hegemón natural de la región.
La apertura económica, la búsqueda de nuevos mercados, no está reñida con la praxis política de los socialismos latinos. De hecho, el modelo de Deng Xiaoping está siendo aceptado paulatinamente por las izquierdas en toda la región. Pero lo bueno del modelo camina con lo malo. Lo perverso, lo que genera un sistema de incentivos que debilitan las democracias, es la voluntad de control único. El lulismo, el chavismo, el espectro progresista latino jamás ha renunciado, por el contrario, ha fortalecido, su voluntad hegemónica y totalizadora. Si se busca liquidar política y moralmente a la oposición se genera un entorno sumamente polarizado en el que cualquier proyecto nacional (y aspirar al liderazgo regional es siempre un proyecto nacional) queda pospuesto ante lo interno. Que el Partido lo controle todo, que el Partido se abra económicamente pero mantenga una férrea persecución antidemocrática contra sus oponentes forma parte del modelo chino, un poderoso referente que impera en todo el espectro de las izquierdas en el continente.
Este punto es esencial para comprender la fortaleza de los gobiernos de izquierda en la región. La supuesta apertura solo es económica porque se ha mantenido, como en la ortodoxia comunista de principios del novecientos, la voluntad hegemónica interna, la decisión de liquidar a los que no abracen el evangelio de la nueva izquierda. Esta vocación absolutamente rupturista se traduce en un claro sectarismo y de tal sectarismo es imposible que surjan políticas de Estado medianamente sensatas que consoliden el liderazgo de Brasil en la región. Así, el lulismo, en vez de transformar el momento positivo en un gran salto hacia adelante compartido por un frente nacional, se dedicó a polarizar la política interna manteniendo la lealtad popular en virtud a los programas sociales. Este modelo de inclusión social no es sostenible en el tiempo –la era de las vacas flacas llegará para toda la región— y un modelo que ha sido exportado a países limítrofes expande las variables negativas tanto como las positivas.
Este es el trasfondo del porqué de la inacción brasileña en el continente. El Partido dos Trabalhadores (PT) ha sido incapaz de consolidar el liderazgo de Brasil aprovechando el espectacular momento geoeconómico del gigante sudamericano. Por el contrario, todo lo que Brasil construyó está en peligro de perderse debido a la corrupción sistémica que afecta a su clase política, una corrupción alimentada por el sectarismo partidista, por el afán hegemónico interno. La herencia del PT nos deja un sinsabor, una especie de esperanza frustrada, porque el momento económico que heredó el lulismo difícilmente volverá a repetirse. Estamos presenciando el fin de un ciclo. Ciertamente, el lulismo tomó el camino fácil de la subvención indiscriminada, el espejismo de la riqueza inacabable, y si la historia está plagada de ejemplos, es extensa, sobre todo, en desmontar estas orgías de despilfarro económico que sirven de marco al festín de Baltazar. El lulismo ha perdido una oportunidad de oro para convertir a Brasil en una potencia global, malinterpretando la solidaridad y desvirtuando la aplicación del principio de subsidiariedad. El Estado patrimonial, que no es otra cosa que el viejo ogro filantrópico del que nos previno Octavio Paz, siempre genera un entorno de corrupción sistémica. El sistema lulista es opaco por definición. De allí el triste papelón de la organización del mundial, un evento en el que el soft power brasileño, cuidadosamente construido durante veinte años, fue pulverizado en treinta días.
La fortaleza de las izquierdas en América Latina solo se explica por la corrupción. El reparto indiscriminado de la riqueza que se multiplicó en todos estos años, la construcción de poderosas redes clientelares, el crecimiento de un Estado ineficaz que ha consolidado sus falencias pero que, al mismo tiempo, sabe cómo sobrevivir mientras continúa el flujo de dinero, son los rasgos que explican el triunfo sostenido de la nueva izquierda latina. El lulismo abandera esta estrategia promoviendo la unidad de pensamiento: condenar moralmente a la oposición es vital para su proyecto totalizador. Sin embargo, de la misma forma en que existe un acuerdo bolivariano para la extensión de este modelo de entraña autoritaria, la construcción de Estados más eficientes no forma parte del ideario de estos nuevos movimientos. Más Estado, siempre, pero no mejor Estado. He allí la precariedad de sus esfuerzos.
Por lo demás, todo se derrumba cuando el argumento moral es destruido por la evidencia de la corrupción. Mientras en Brasil el oficialismo acaba de vencer por la extensión de las políticas de subsidio, para nadie es un secreto que el clientelismo lulo-dilmista ha socavado el clima moral del país. La corrupción campea por doquier y ha infiltrado todas las ramas de lo público y lo privado. El escándalo de Petrobras es solo un indicio más de cómo la polarización, promovida ideológicamente por el partido de gobierno, en vez de lograr pactos éticos y de transparencia, ha consolidado frentes de opacidad, auténticos conglomerados multipartidistas que viven para medrar. Siendo así, el argumento moral se diluye y el lulismo ya no puede presentarse, como pretendió desde su fundación, como el único movimiento salvador del país. Hacerlo ahora solo aumenta la convicción de que contemplamos otro fariseísmo político más, con el agravante de que este se presenta en el país líder natural de la región. Lamentablemente, sin ejemplaridad política, se torna imposible coordinar y dirigir. Por eso es que otros esquemas de integración, como la Alianza del Pacífico, están demostrando que es posible y beneficioso para los países latinos, ensayar un estilo de solidaridad continental que no esté atado al ancla de las ideologías.
La lenta y aburrida construcción de instituciones es parcialmente extraña al entorno latino. La moneda común es el voluntarismo, la fiebre pasajera, la ensoñación política que acaba en un cruel despertar. Las reglas de juego que el institucionalismo reclama para la región necesitan, como premisa, que existan los agentes capaces de implementarlas. Toda una generación latinoamericana se está consumiendo en un combate ideológico mientras la oportunidad del desarrollo pasa de lado. El lulismo, al crear un Estado patrimonialista, ha malgastado los recursos públicos sin mayor estrategia. Así, Brasil ha perdido una oportunidad de oro para cumplir la vieja profecía de Rio Branco, transformando el esperado liderazgo brasileño en otra de esas quimeras esquivas que de cuando en cuando se presentan en el trópico pero que son difíciles de alcanzar.