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José Jiménez Lozano (Langa, 1930) es uno de los escritores españoles más relevantes del último medio siglo. Distinguido con el Premio Cervantes en el año 2002, la obra de Jiménez Lozano toma cuerpo y anuncia su verdad precisamente en esa intersección en la que se concretan las pequeñas verdades de los anhelos, las miserias, los gozos y las alegrías del hombre. A raíz de la publicación de sus nuevos diarios, Impresiones provinciales (Confluencias), conversamos con José Jiménez Lozano sobre su obra y los grandes temas que alumbran su literatura.

– Su trayectoria como dietarista es larga, ya desde los lejanos Los Tres Cuadernos Rojos, un libro que resultó seminal para la dietarística española. ¿Qué le incitó entonces a llevar y publicar un diario y qué cree que aporta este género, en apariencia menor, a la literatura de un país?

No tengo ni idea de por qué se me ocurrió publicar lo que, en realidad no es un diario, ni un dietario, sino pequeños apuntes o notas sobre la naturaleza, algo que me cuentan o que leo o veo, pero no pensé nunca en aportar nada a la literatura. Por lo pronto, no sé si son literatura exactamente. Me es más que suficiente con que, a quien lea esas páginas, le interesen o le susciten una cavilación o una melancolía.

– En Los Tres cuadernos rojos aparecen muchos de los temas que conforman la particular mirada de José Jiménez Lozano. Una de estas ideas cruciales es el sentido casi artesanal del valor de la literatura. Usted ha afirmado que “el escritor es alguien que no tiene apenas nada propio, pues todo se le regala y se le da”. Y también que la misión del escritor consiste en entregar de nuevo aquello que ha recibido, de modo que formaría parte de una cadena.  Si le entiendo bien, usted se refiere al valor de una tradición que nos sustenta y de la cual nos alimentamos. Hoy en día, en cambio, asistimos a un eclipse de la tradición y me atrevería a decir que también del sentido artesanal de la vida…

Efectivamente, he dicho que al escritor se le concede todo, porque no es de la nada de donde saca sus historias o sus poemas, sino que, como decía Henry James, tiene el don “de imaginar lo desconocido por lo conocido, de averiguar la implicación de las cosas, de juzgar el todo por una parte, la cualidad de sentir la vida en general tan intensamente que va bien encaminado para conocer cualquier rincón especial de ella”. Así parece que funciona un escritor. Y también creo que de algún modo nuestra escritura es un eslabón de una gran cadena, desde hace unos cuatro mil años.

Ciertamente ha habido una siembra de liquidación del pasado, de nuestros pensares y sentires,  como si este pasado fuera el equivalente de los anuncios de un periódico de hace dos meses. De tal manera que lo que usted llama el “sentido artesanal de la vida” suena al estilo normal del vivir, heredado de siglos y no diseñado por ideólogos sociales. Y esto, a comenzar por la utilización de la neolengua, y cualquier otro ataque a esos seis pies de territorio o de  yo de cada quien y cada cual sobre el que no debe mandar “ni canciller ni nadie”, como decía Monsieur l´abbé de Saint-Cyran. Y hasta los señores de la Revolución Francesa advirtieron muy convenientemente contra la intromisión de la política en la vida diaria, porque fue entonces  cuando se comenzó a hablar de política y a polemizar sobre ella, en el comedor.

Por lo demás, un eclipse, una crisis histórica – si es que estamos en una de tantas crisis a las que hemos estado convocados en los últimos cincuenta años- podrá estar ahí, pero nadie está  obligado a sumarse a una crisis espiritual, sino que, como decía Eric Voegelin, en aquel su libro sobre “El asesinato de Dios y otros escritos políticos”, por el contrario, cada uno está obligado a abandonar estas perturbaciones”, y por lo tanto no es obligatorio el adamismo actual.

El mundo siempre ha estado dando diez mil  vueltas y dará otras diez mil  – y muchas más, lleno como está de demasiados filósofos demiurgos como ahora, con miles de de ideas adámicas a estrenar. Pero también estamos en este mundo quienes nos encontramos bien viviendo nuestra pequeña vida y no en un mundo diseñado y rediseñado desde años, o en “la Casa del señor  Hegel” que decía Martin Buber, pero yo no querría mezclar al señor Hegel en este asunto.

– La otra idea clave que recorre su obra es la mirada que se dirige hacia la desgracia como fuente de sentido. Usted ha escrito, por ejemplo, que “la verdad sólo ha hecho su aparición como desgracia e irrisión”. En sus Confesiones, la escritora rusa Marina Tsvietaiéva anota algo muy parecido: “el don –escribe–de reconocer el sufrimiento de las cosas”. Quizás exista una tradición de la piedad en la escritura que actúa como una memoria del bien. Del bien, diríamos, que subsiste a pesar de todas las evidencias del mal en la Historia.

Ciertamente, como decía Simone Weil, los seres de desgracia están más cerca de Platón de lo que jamás pudo estarlo Aristóteles, y la medida de grandeza literaria era, para ella, las muy contadas obras literarias capaces de de mostrar la desgracia humana. Y, por lo demás, es una evidencia que la verdad aparece en el mundo como una realidad de debilidad y desgracia, y en cualquier confrontación lleva las de perder, aunque ahora –una vez más el mundo al revés – se comienza por negar que exista la verdad, y si alguien enuncia una mera y humilde constatación de lo que de este modo estaría probado como verdad, resulta que ello es una intolerable autoridad. Todo recuerda un poco aquellas predicaciones del barroco que advertían que el hombre era menos que nada, porque, si fuera nada, sería algo.

Y, en cuanto a la piedad con la desgracia humana, puede recordarse que ya dijo Bajtin a sus jueces que él tenía  que reprochar su régimen político sobre todo un hecho: que  no tenía sentido de la desgracia ni de la piedad, que en último término cuenta como una categoría del mero conocer la realidad. Y, en este sentido de la desgracia y de la piedad se  incluye también la presencia de la alegría y la ironía “a pesar de las evidencias del mal en la Historia”, como usted dice. Para destruir a éste, en lo posible. Y, desde luego, en homenaje de las víctimas. Una ironía puede devolverlas el honor, y hasta presentizarlas, como cuando se decía que en los dominios de España no se ponía el sol, y se añadía, tras un silencio como oracional: “Ni el hambre”.

– En sus memorias, John Lukacs nos habla de la mirada burguesa que, en cierto modo fue la mirada del cristianismo entendida como una mirada sujeta a la luz de la intimidad. Esa doble idea apunta en la dirección de la importancia de la mirada velada y frágil para entender la sustancia de lo humano y que se enfrenta a la mirada “sin lágrimas”, que diría Chalier. ¿Cabe imaginar un mundo sin esa luz de la intimidad? ¿Un mundo sólo alumbrado por los focos de neón?

No, no es fácil imaginar un mundo sin intimidad y sin conversación y, aunque los grandes totalitarismos dieron grandes pasos enormes en la liquidación de esa intimidad o recogimiento en “la sustancia de lo que es humano”, no pudieron abolirlo, precisamente por esto: los momentos de revivencias, sueños y pesares o esperanzas, la conversación, la confidencia y el momento de “in angulo cum libro” o el rinconcillo de leer y restañarse de los esquinazos del vivir, son la sustancia misma del vivir.

Esto era lo que se trataba con la supresión de los cafés en Viena o Praga, donde eran  media vida social, exactamente como con las censuras de ciertos libros y la politización de  la escritura. Y, por ejemplo, cuando alguien quiso interceder por Romano Guardini para que no se le quitara la cátedra, argumentando que no hablaba nunca de política, la autoridad competente contestó: “Precisamente por eso”

Esa autoridad, del régimen nazi en este caso, sabía muy bien que la cultura de un pueblo debía confundirse con la del Estado y toda la existencia humana debía ser regida o interpretada por la política, fuera de ésta sólo la nada.

Licenciado en Derecho. Columnista, crítico literario y asesor editorial.